Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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Tomamos un buen café entre un montón de migajas y servilletas de papel estrujadas. Sólo cuando su afán de comer se había visto saciado, Garzón se levantó y fue a dar una vueltecilla preguntando a todo el mundo qué sabían sobre la agresión acontecida en el barrio. No obtuvo ningún resultado. Acto seguido, telefoneó al laboratorio de huellas dactilares. Volvió al cabo de un instante, sin ninguna expresión que pudiera orientarme ni de lejos.

—¡Hay que joderse! —exclamó.

—¿Qué ocurre?

—Ese tipo no estaba fichado.

—Lo había puesto usted demasiado sencillo. Además, ¿por qué no dudamos en considerarlo un delincuente? De momento, sólo es la víctima.

—Me extrañaría muchísimo que no fuera un hampón.

—Quizás es un malhechor que aún no ha sido fichado.

—Casi todos esos pequeños hijos de puta lo están, inspectora.

Salimos del bar rumbo al número 65 de la calle Llobregós. Más o menos a esa altura habían encontrado el cuerpo. Una primera mirada no reveló nada interesante: portales de viviendas, un zapatero remendón y, un poco más lejos, una bodega donde vendían vinos a granel. Todos los vecinos estaban informados del macabro hallazgo, pero tal y como habían declarado a la Guardia Urbana, nadie conocía al herido.

—Si hubiera vivido por aquí alguien lo sabría, en el barrio más o menos todos nos tenemos vistos.

Aun así, decidimos cerciorarnos y hacer otra ronda de interrogatorios entre el vecindario. En cuanto habíamos llamado a los pisos bajos, casi no era necesario seguir, las mujeres abrían las puertas, salían a los descansillos y a veces venían hasta donde estábamos para charlar y brindarnos su ayuda. Muchas de ellas llevaban batas de estar por casa, delantales o mandiles de cuerpo entero. Se mostraban excitadas y curiosas, pero también inquietas por si cosas parecidas empezaban a suceder en su tranquilo distrito. Reivindicaban sus orígenes con orgullo:

—Nosotros somos gente trabajadora. Aquí nunca ocurren delitos, ahora sólo nos faltaría que toda esa escoria viniera a pelearse a nuestras calles.

Estaba muy claro, si alguien hubiera tenido algún dato sobre aquel hombre, lo hubiera contado de buena gana. Sin embargo, por el deseo de ser exhaustivos y puntillosos, continuamos peinando aquella maldita calle durante tres días más. Sin ningún fruto. Nadie conocía al tipo, nadie lo vio esa noche, nadie oyó nada extraño en la madrugada del 17 de octubre. La posibilidad de que hubiera sido vapuleado en otro lugar y conducido después hasta allí parecía cada vez más verosímil. ¿Por qué precisamente allí? Ésa era una incógnita alrededor de la cual no convenía hacer demasiadas hipótesis. Se trataba de un lugar poco concurrido y mal iluminado por la noche, eso hubiera sido suficiente como para escogerlo.

Sólo después de tres días, tuvimos consciencia de haber perdido tres días, ¡y los primeros tres días!, que suelen considerarse decisivos para la resolución de cualquier caso. Durante ese tiempo pretendidamente de oro, acudíamos también a Valle Hebrón para saber si el paciente variaba de estado o si alguien lo había visitado. Pero no, aquel Bello Durmiente permanecía imperturbable y solo. Resultaba triste. Que alguien haya perdido a toda su familia en el transcurso de la vida parece comprensible, pero no tener ni un solo amigo que se preocupe por tu suerte es desalentador.

Solíamos ir a verlo al atardecer. A pesar de que la agresión estaba aún reciente, los hematomas de la cara habían empezado a difuminarse, de modo que sus rasgos se apreciaban con más claridad. Tenía algo de envilecido, de producto residual, quizás de sus propios excesos, un retrato cutre de Dorian Gray. Garzón miraba por la ventana, confraternizaba con los vejetes vecinos de cama y bajaba a la cafetería alguna vez. Yo pasaba el rato sin quitarle ojo al tipo, en perenne estado de fascinación.

—Va a cogerle usted cariño —me dijo un día el subinspector.

—Quizás sería el primero que tuviera en su vida.

Se encogió de hombros con un gesto duro.

—No se me ponga sentimental.

—¿Cómo es posible que nadie advierta que ha desaparecido?

—Cantidad de tipos desaparecen de la noche a la mañana sin que nadie se entere: viejos que la Urbana encuentra en sus camas apestando después de dos meses muertos, mendigos que palman en la boca del metro, tías locas que se pasan años en un psiquiátrico de la Beneficencia sin que les salga ni un pariente... ¡qué le voy a contar!

—De todas maneras siento por él un poco de pena. En este estado depende por completo de los demás y eso es terrible. Fíjese, las enfermeras no lo han afeitado, y el pelo teñido de panocha empieza a verse blanco en las raíces.

—¡Bah, para lo que se entera!

Con aquella exclamación vulgar Garzón cerró su turno de palabra. Era evidente que, como al resto del mundo, aquel tipo ni le importaba gran cosa, ni le inspiraba piedad.

De vuelta a comisaría nos esperaba una pequeña sorpresa. El sargento Pinilla, de la Policía Municipal, tenía algo que podía interesarnos. Los vecinos de un inmueble en Ciutat Vella los habían llamado porque, desde hacía justo tres días, un perro ladraba y lloraba, aparentemente solo, en uno de los pisos. Se presentaron allí con orden judicial, abrieron la puerta y encontraron al chucho solitario que se desesperaba, muerto de hambre y de sed. Los vecinos no sabían nada del inquilino que habitualmente vivía en el lugar; únicamente que era un hombre de mediana edad al que veían tan poco que ni siquiera podrían reconocer. Habían precintado el piso y trasladado el perro a un depósito municipal. Si en el plazo de dos días nadie lo reclamaba, pasaría a la perrera.

Pinilla estaba convencido de que esa vivienda podía pertenecer a nuestro hombre, de modo que estableció contacto con el dueño y nos lo puso en bandeja para un interrogatorio.

—De los vecinos no sacarán nada más, inspectora; aunque lo conocieran de toda la vida no se lo dirían. Es un barrio duro.

El sargento sabía perfectamente de lo que estaba hablando. Aun así, enviamos a alguien para que volviera a hacer preguntas mientras nosotros nos centrábamos en la presunta vivienda del durmiente.

El dueño del piso, que lo era a su vez de todo el inmueble, tenía una de las pintas más desagradables que yo podía recordar. Vestido con una cazadora de cuero tostado y luciendo anillos de oro en casi todos los dedos, no se molestó en sonreír, ni prácticamente en saludar.

—Ya les dije por teléfono a los de la Municipal que el control de mis fincas lo lleva la agencia Urbe.

—¿Nunca vio a su inquilino, ni siquiera cuando firmaron el contrato?

—No, fue la agencia quien hizo la gestión. Ellos encontraron al locatario, ellos le presentaron los documentos y ellos le cobraron el adelanto. Luego, me enviaron una fotocopia del contrato y una nota diciendo: Ignacio Lucena Pastor es su nuevo inquilino. No hay más.

—¿Cuánto hace de eso?

—Unos tres años.

Me fijé en que llevaba los zapatos rotos.

—¿Se recuperará? —preguntó.

—No lo sabemos.

—¿Podrían darme las señas de su familia?

—No tiene familia.

—¿Y a mí quién va a pagarme el alquiler mientras esté en el hospital? ¿No puedo al menos buscar otro inquilino?

—Ni pensarlo. El piso está precintado mientras dure la investigación.

—Oigan, saco cuatro duros de todos esos desgraciados que tengo ahí. Hay moros, negros, de todo; de vez en cuando echamos a alguno porque no paga. No se crean que soy un hombre rico, heredé esa mierda de edificio en esa mierda de barrio, pero no gano ni para comer. Si pudiera ya lo hubiera vendido.

—¿Pagaba Lucena puntualmente?

—Sí, todo iba demasiado bien, algo tenía que pasar.

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