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Alicia Bartlett: Día de perros

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames. Día de perros Ritos de muerte « » Alicia Giménez Bartlett. Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio « » el año 2006.

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—¡Eh, oigan! —casi chillé—. Paren, por favor; he cambiado de idea. Creo que voy a quedarme con el perro.

—¿Cómo? —inquirió el subinspector.

—Sí, sólo hasta que su dueño se recupere. En realidad, creo que volverá a ser necesario en la investigación. Total, puedo hacerle un sitio en el jardincillo de mi casa.

El encargado de la perrera me miraba, sonriendo comprensivo. No hizo ningún comentario. Se lo agradecí, sólo hubieran faltado sus subrayados para hacerme quedar frente a Garzón como una tonta sensiblera.

En el viaje de vuelta estuvimos mucho rato callados. Por fin, Garzón abrió fuego.

—Con todos los respetos, inspectora, y sin que sea asunto mío, pero apiadarse de todo no es bueno para un policía.

—Lo sé.

—Yo he visto muchas cosas en este mundo, ya se lo imagina. He visto cuadros que me han puesto las tripas revueltas: niños abandonados, suicidas colgados de una viga, putas jóvenes apaleadas... pues bien, siempre he procurado no compadecerme en exceso de nada. Es la manera de no acabar en un psiquiátrico.

—La mirada de esos perros me ha impresionado.

—No son más que perros.

—Pero nosotros somos personas.

—Está bien, inspectora, no me líe, usted ya sabe lo que quiero decir.

—Claro que lo sé, Garzón, y le agradezco sus intenciones, pero se trata de guardar al perro hasta que su dueño se recobre. Además, lo que he dicho sobre la posibilidad de ayudarnos en la investigación es completamente cierto, volveremos a utilizarlo.

—Pues si es como la primera vez, que Dios nos coja confesados.

—¿Por qué protesta siempre por todo? Le hago una proposición: si me lleva a mi casa le invito a un whisky.

El perro no pareció demasiado contrariado al ver su nuevo hogar; quizás evaluaba que se había librado de algo peor. Investigó las habitaciones, salió al jardín, y cuando le ofrecí agua y galletas no les hizo ascos. Garzón y yo bebimos un whisky con toda parsimonia, pendientes de las evoluciones del animal.

—Tendré que buscarle un nombre —dije.

—Llámele Espanto... —apuntó el subinspector—, con lo feo que es...

—No está mal pensado.

El recién bautizado se tumbó a mis pies, suspiró. Garzón también suspiró, encendió un cigarrillo, miró plácidamente al techo. Componíamos una escena sosegada tras las múltiples inquietudes del día. Me pregunté si sería verdad que aquellos ojos suyos de policía habían visto tantas atrocidades. Probablemente, sí.

2

Registramos a fondo el piso que Ignacio Lucena Pastor ocupaba en el barrio antiguo, un pequeño antro bastante miserable que aquel tipo no se había molestado en adecentar. Mesa y cuatro sillas, un televisor y un sofá a punto de enseñar las tripas eran el único mobiliario de la sala. Su dormitorio no resultaba mucho más acogedor; en él había un catre, una estantería con revistas y una especie de pupitre en cuyos cajones encontramos papel de cartas y un par de libros de contabilidad que Garzón tomó como prueba. Lo demás no parecía demasiado interesante, pocos objetos personales ofrecían pistas sobre sus costumbres o preferencias. Las revistas sí evidenciaban mínimamente sus gustos: semanarios de coches y motocicletas, algún magacín con chicas desnudas, y fascículos sueltos de tres enciclopedias: una sobre la Segunda Guerra Mundial, otra sobre perros de raza y una tercera de fotografía. El único adorno que poblaba el lugar eran un par de palomas de barro, muy toscas, que Lucena había colocado sobre su mesilla de noche.

—Si es verdad lo que usted piensa y traficaba con drogas, ¿no debería ser un poco más rico, Garzón?

—¡Bah, esos camellos de poca monta...!

—Pero la paliza que le dieron fue descomunal, ¿no le parece desproporcionada para un tipo que se ocupaba de cosas sin importancia? Eso no me cuadra bien.

—¿Calcula usted la fuerza cuando le arrea un palmetazo a un mosquito?

Lo que decía Garzón tenía sentido, pero los hechos, hasta los delictivos, tienden a la armonía, y había algo en aquella suposición que escapaba a una hipótesis bien estructurada. Una venganza tan fiera necesitaba un motivo poderoso.

Los cajones del escritorio estaban vacíos. ¿No guardaba nada aquel hombre?, ¿para qué demonios tenía entonces un escritorio?, ¿nada, ni un recibo de gas? Cabía la posibilidad de que alguien hubiera limpiado el piso después de pegarle, pero si lo había hecho, se ocupó después de restaurar el orden en la habitación.

Pasamos a interrogar a los vecinos. No nos recibieron con aplausos. Era la tercera vez que contestaban las mismas preguntas: ¿Conocía a Lucena?, ¿le había visto alguna vez?, ¿entraba y salía con frecuencia? Las respuestas se resumían en un «no» categórico. La fotografía que les mostrábamos, con el sujeto en la cama del hospital, no sólo era inútil para remover recuerdos, sino que resultaba lo suficientemente intranquilizadora como para cerrar a cal y canto las compuertas de la memoria. Para toda aquella gente Lucena nunca había existido. Tenían miedo, no de algo tangible y concreto, externo y real, sino de un todo fluctuante y etéreo, de la vida a secas. Experimentaban el miedo como una sustancia englobadora y absoluta, total. Era quizás lo único cierto que habían tenido siempre: miedo. Mujerucas olvidadas, jóvenes colgados, negros inmigrados ilegalmente, misérrimas familias árabes, bebedores sin trabajo y viejos con diez mil pesetas de pensión. No conocían a nadie ni nadie los conocía a ellos. Ni hablaban ni sonreían, cercanos a la animalidad a fuerza de verse privados de lo humano. Nada más alejado de aquellos seres recelosos que las alegres amas de casa que habíamos interrogado días atrás en el Carmelo. Felices mujeres que charlaban por los codos, limpiaban sus casas con productos que olían a pino, llevaban batas de colores vivos y tenían sobre el televisor una foto de su hijo cumpliendo el servicio militar. Era la distancia sustancial que separa al proletariado de la marginalidad.

Salimos de aquel inmueble cochambroso sin ningún resultado. Ignacio Lucena Pastor no era más que una sombra que había vivido allí utilizando su inmaterialidad para moverse entre los vivos. Cuando íbamos a cambiar de acera, alguien chistó desde el portal. Era una de las inquilinas que acabábamos de interrogar. La recordaba perfectamente, una mujer muy joven, sin duda marroquí, que había salido a abrir la puerta de su casa rodeada de un enjambre de críos. Nos hizo una señal para que nos acercáramos, ella no pensaba salir a la luz. Hablaba un español rudimentario, suave y rasgado como un suspiro.

—He visto dos veces a ese hombre en el mismo bar. Yo fuera en la calle, él dentro.

—¿En qué bar?

—Dos calles allá, a la derecha, bar Las Fuentes. Hay muchos hombres bebiendo.

—¿Estaba solo?

—No sé. Yo pasaba para comprar.

Sonreía a pesar del miedo. Tenía los ojos profundos y negros, muy bellos.

—¿Por qué no se lo dijo a la Guardia Urbana? —preguntó Garzón.

—Mi marido abría la puerta, yo no.

—Y su marido no quiere complicaciones, ¿es eso?

—Mi marido dice que no son nuestros problemas. Él es albañil, un buen trabajador, pero no quiere los problemas de los españoles.

—¿Usted no piensa lo mismo? —dije suavemente.

—Mis hijos ya son de este país, van a la escuela en este país. Es importante no hacer nada malo, no mentir.

—La comprendo muy bien.

—No digan que yo he hablado con ustedes.

—Le aseguro que nadie se enterará.

Sonrió. Apenas tendría veinticinco años. Se alejó en la oscuridad de la escalera.

—¡Vaya... —exclamó Garzón, satisfecho— una buena ciudadana!

—Sí, puede usted apostar a que este gran país le abrirá los brazos a sus hijos, los adoptará con cariño y les hará las cosas fáciles. De hecho ya ha empezado a darles la bienvenida, ¿ha visto en qué condiciones viven?

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