Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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—¿De verdad crees que el mundo está lleno de asesinos?

—Creo que el mundo en el que se movían todos estos individuos está lleno de tipos que viven por encima de sus posibilidades. Y eso sí puede inducir a matar por dinero.

Me rasqué la cabeza como un vulgar mono no evolucionado. Ahora no ponía cara de asco, sino que la tenía de verdad.

—¡Dios! ¿Puedo dimitir y te haces cargo tú? Te presto al subinspector Garzón.

—Ni lo sueñes. ¡Y no vayas a Coronas con esa pretensión! A lo mejor le pido permiso para que Rodríguez se incorpore al grupo.

Asentí varías veces en un silencio desganado.

—De acuerdo. Empecemos de nuevo el jodido caso de una jodida vez.

—¿Qué más te da un muerto que otro? ¡Todo es investigación!

—Me gusta variar.

—Déjate de frivolidades. Voy a pedir que nos hagan un informe del entorno laboral de Marta Merchán. Rodríguez y yo preguntaremos por sus amistades personales. Investigaremos en la familia. Mientras tanto, vosotros repetiréis los interrogatorios que hice yo solo. Ahora vuelvo.

Salió del despacho. Miré a Garzón.

—Éste ya ha empezado a mandar —exclamé.

Vi que hacía un gesto compungido y distante:

—A mí, igual me da, soy como un aspirador que se presta al vecino del cuarto.

Comprendí que había herido su sensibilidad al ofrecérselo como ayuda a Moliner.

—¿No comprende que sólo estaba soltando ironías? ¡No sea remilgado, Fermín! Creí que formábamos un equipo con mayor cohesión.

Supongo que le convencí, porque después de renegar cien veces sobre la cantidad de horas que llevaba sin sorber un maldito café, me invitó a tomar uno y salimos. Que Moliner quisiera galvanizar los proyectos del «nuevo caso» no significaba que tuviéramos que tomar sus palabras al pie de la letra como si fuera Napoleón. El presunto nuevo caso podía esperar media hora más.

No era sólo por frívola pereza y sensación de claustrofobia por lo que me negaba a considerar el asesinato de Merchán como un nuevo caso. En el fondo, estaba convencida de que tenía relación directa con el caso Valdés. ¿Qué era aquello si no, una película barata donde todo el mundo resuelve sus diferencias a hostia limpia y tiro en el corazón? Podíamos estar de acuerdo en que el dinero genera asesinatos de por sí, pero tampoco en Wall Street van saltando por entre ríos de sangre. De modo que abordé aquella parte de la investigación con un talante distinto al de mi compañero Moliner.

Naturalmente Coronas aprobó nuestra estrategia de trabajo dándose a los mil diablos. No tenía otra alternativa de momento. Sin embargo, si pasaba un tiempo prudencial y no habíamos sacado nada en claro, nos apartaría a Moliner o a mí de la investigación y se acabarían los montajes paralelos.

Metidos en el plan de la revisitación de testigos, teníamos que interrogar de nuevo a Raquel Valdés. Necesitamos permiso del juez para ver a la chica. Era una menor y estaba muy protegida. Se nos negó la opción de llevarla a comisaría y tuvimos que desplazarnos hasta la casa de su tía, la hermana mayor de Merchán.

La frialdad que nos recibió era llamativa. Margarita Merchán nos hizo la serie de recomendaciones y protestas que ya esperábamos: cuidado con la chica, acababa de pasar por un trauma difícil de superar, no debíamos remover imágenes que sin duda la perturbarían, ni violentarla con preguntas demasiado conmocionantes. Asentíamos a todo con una educación tan esmerada como la que ella mostró. Pero el excesivo guante blanco propició que la elegante señora se dispusiera a explicarnos sus condiciones por segunda vez. En ese momento, la atajé con una pregunta muy directa:

—Dígame, ¿qué le interesa más, preservar a su sobrina de un posible trauma o averiguar quién ha matado a su hermana?

Era una refinada mujer de mundo y mi disparo no la desconcertó. Contestó con voz clara y sin perder la compostura.

—Inspectora Delicado, yo nunca aprobé la manera de vivir de mi hermana, ni su funesto matrimonio, que quizá la haya conducido hasta la muerte. Esa chica es lo único bueno que hizo Marta, y no pienso dejar que se hunda.

Tras esta andanada nos hizo saber que un psicólogo asignado por el Tutelar de Menores asistiría al interrogatorio que se celebraría en el salón de la casa. Cojonudo. Según como fuera el tipo, corríamos el riesgo de convertir todo aquello en una sesión infantil. Al menos, me había quedado claro que la hermana de la muerta pensaba como yo, el que la mató pertenecía a la esfera de Valdés, nada conseguiríamos siguiendo rastros en su mundo laboral.

El psicólogo que estuvo presente durante el interrogatorio de Raquel era un joven con pinta de cantante de los años cincuenta. No abrió la boca ni una sola vez. Hubiéramos podido causarle a la chica un trauma indeleble y él no se hubiera enterado. Pero daba lo mismo, la hija de Valdés tampoco se mostraba muy elocuente. No sabía nada, y si algo le quedaba en la mente, parecía resuelta a olvidarlo. Nos remitió todo el tiempo a la conversación que había sostenido con Moliner. Imaginé que era inútil lo que estábamos haciendo y decidí dejarla en paz.

Teníamos de nuevo las manos vacías, y muy pocas ganas de seguir. Aún sentíamos el cansancio terrible de los días pasados a caballo entre Madrid y Barcelona, las incidencias de un caso lleno de vericuetos y culpables.

Garzón observó:

—Bueno, sólo nos falta hablar con la chacha. ¡Si se muestra tan comunicativa como la chica, vamos a terminar enseguida!

—¿Está detenida?

—No, pero el juez la ha considerado implicada en el caso y tendrá que declarar. —Suspiré profundamente—. ¿Ha perdido interés por saber quién es el culpable de la muerte de Marta Merchán?

—Lo que he perdido es fuerza, subinspector. Necesitaría unas vacaciones. Pero que nadie diga que somos negligentes, ¡prosigamos! Creo que las fotos del cadáver pueden ayudarnos en la entrevista con la asistenta. La impresionarán.

—Pues vamos a buscar el expediente a comisaría. Lo malo es que...

—¿Qué?

—Que Coronas puede vernos por allí y pensar que estamos escaqueándonos.

—¿Escaqueándonos? ¿Y quién dice que estamos haciendo algo semejante? ¡Hay que tener convicción, Fermín!

—En el fondo, lo que vamos a sacar en claro es que Moliner y Rodríguez se llevarán todos los méritos del caso si dan con el final antes que nosotros.

—¿Quiere que le diga lo que eso me importa?

—Sí, ya sé, lo sé muy bien, inspectora. Tres carajos es lo que le importa, ¿me equivoco?

—Exacto, tres carajos, un número impar. ¿Y a usted, le importa a usted?

—Hombre... pues yo... hemos trabajado muchísimo en este caso como para que en última instancia...

—Tranquilícese, amigo mío, ¿qué son para los buenos policías las glorias de este mundo?

Arqueó las cejas significativamente y resopló con resignación.

Las fotografías que habían tomado nuestros hombres sobre el cadáver de Marta Merchán eran realmente impresionantes. La sangre contrastaba violentamente sobre la piel muy blanca de aquella mujer hermosa. Llamaba la atención que toda la concentración de puñaladas se hallara en el pecho y el cuello, quedando el resto intacto. La expresión de la muerta no era de dolor, sino de sueño profundo. Tenía las manos crispadas y, al caer, se había golpeado la frente, sobre la que destacaba una mancha morada. La contemplé con detenimiento.

—Una muerte absurda —dictaminó mi compañero.

—Todas lo son. Pero debemos suponer que ella hizo algo que llevó a que la asesinaran. Me pregunto qué fue.

Nos mantuvimos en silencio durante un buen rato.

—¿Hablar, querer contar la verdad? —aventuró Fermín.

Negué con la cabeza, sin ningún entusiasmo.

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