—Yo tampoco anduve muy afortunada. Oye, estoy a punto de acabar mi trabajo aquí.
—¿Caso cerrado?
—Cerrado o no, voy a tener que volver como máximo pasado mañana. ¿Por qué no esperas un poco y nos despedimos de un modo más digno?
—¿Crees que me dará tiempo a irme a la cama con otro de la pasma?
—Prueba con el comisario, me harías un favor. Últimamente está de un humor infame.
Se echó a reír de verdad y sus carcajadas me tranquilizaron.
—Está bien, te esperaré; pero si algo fallara y tuvieras que quedarte, no vuelvas a olvidarte de mí.
—¡No te había olvidado! Sólo estaba intentando no crear interferencias.
Naturalmente, no me creyó. No había puesto en la mentira suficiente aire de verosimilitud. Claro, como no se trataba de forzar la declaración de un asesino, carecía de interés para mí. Aunque ¿a qué venían aquellos reproches internos, estaba autoinculpándome por no ser lo suficientemente familiar? Quizá era verdad que necesitaba un espejo en el que advertir mis ojeras verdosas, demostración clara de que podía perder el juicio. ¿Me sentía mal por haberme olvidado de mi hermana? ¿No se consideraba peor olvidarse de un caso en el que había tantas muertes terribles? Sentí un cansancio profundo, absurdo, como siempre que intento poner la conciencia a funcionar con parámetros ajenos. La familia y el deber, un tándem que me daba náuseas y en el que estaba sin embargo instalada.
Aquella noche, cené en un mesón con mis dos compañeros policías. No tenía ganas de hablar, lo cual no representó ningún problema: ellos estaban animados a más no poder. Les encantaba planear la estrategia para el engaño de Maggy. Hacerla cantar. Amedrentar a una chica de veintidós años, ¡toda una hazaña detectivesca! Claro que aquella chica de aspecto cutre y desvalido había podido matar. Matar a sangre fría, por dinero, a una mujer que ni siquiera conocía. A aquellas alturas de mi carrera policial, ya tenía formada una clara conclusión: daba igual el ámbito donde se produjeran, casi todos los crímenes descansaban sobre un fondo de interés. El puto dinero era el móvil universal. Era evidente que, para investigar un asesinato, no había que echar mano de la nómina de sentimientos de William Shakespeare; podías apañarte con uno o dos. Quizá por eso el caso de Nogales tenía ribetes de originalidad. A él le había movido el ansia de poder, si bien la historia se veía ampliamente estropeada por el hecho de que creyera que hacía un servicio al país. Yo hubiera preferido que se volviera consciente de su enorme paranoia.
Noté que Moliner y Garzón me miraban alarmados. Había dado una notoria cabezada. El primero fue muy discreto cuando preguntó:
—¿Te encuentras mal, Petra?
Garzón fue mucho más al grano al sugerir:
—Váyase a la cama, ahora no hay mucho que hacer.
—Quiero saber cuál es la estrategia.
—¡Pero, inspectora, si acabamos de exponerla!
—Está bien, Garzón, seguro que al inspector Moliner no le importa explicarla de nuevo.
Moliner sonrió. Pensé que se encontraba un poco sorprendido por el tipo de familiaridad especial que existía entre el subinspector y yo. Seguramente no la aprobaba. Él estaría acostumbrado a la camaradería un tanto brutal, pero a veces Garzón y yo nos comportábamos como un matrimonio de jubilados, y debíamos provocar una impresión jocosa, para decirlo con suavidad.
Fui informada someramente de algo que ya imaginaba, y que difícilmente se podía planear punto por punto. Moliner aparecería en el apartamento de Maggy y le diría que quería una parte de la pasta que había recibido por matar a Rosario Campos. Ella, lógicamente, aseguraría no entender semejante petición. Entonces empezaría el baile, según tópica expresión de Moliner. Él le confesaría que era el sicario que se había cargado a Valdés y que iba a matarla por contrato de Nogales, su amo y señor. Le despejaría la duda que siempre debía de haberla atormentado: Valdés le había confesado a Nogales antes de morir el nombre de su cómplice asesina. Este sabía que ella lo había entregado a la policía y quería vengarse. Entonces, Moliner afirmaría ser todo un profesional y, aprovechando que su pagano estaba en chirona, le ofrecería la vida a Maggy a cambio de más pasta.
El quid del plan residía en ver cuál era su reacción. Me temí que sería de pavor, por cuanto estaba convencida de que Moliner sazonaría su actuación con cierta violencia. Era mejor que le hiciera caso a Garzón, debía irme a la cama. Por muy asesina que fuera Maggy no podía evitar sentir cierta piedad por ella.
—¿Seguro que no les hago falta? —pregunté, pidiendo permiso en realidad.
Como una madre preocupada, el subinspector insistió:
—Déjenos solos, inspectora, de verdad. No tiene por qué preocuparse. En cuanto el inspector Moliner acabe el asunto, la llamaremos con lo que haya.
—¿Aunque sean las tres de la mañana?
—Le doy mi palabra de honor.
Me levanté pesadamente. No me hubiera quedado por nada del mundo. Garzón me había dado la clave al decir. «Déjenos solos.» Por supuesto, estábamos desplazados en Madrid y faltaba aún un tiempo para que la «acción» diera comienzo. En cuanto yo saliera por la puerta del restaurante, mis dos compañeros varones correrían a tomarse varios whiskies en un topless. Realmente, el subinspector no había tenido mucha suerte emparentando profesionalmente conmigo. Me hice el propósito de compensarlo algún día acompañándolo al más libidinoso strip-tease que se anunciara en la ciudad. Les saludé con la mano antes de traspasar la puerta. La libertad acudía a su encuentro.
El recepcionista del hotel se quedó mirándome como si fuera una aparición. Tendría sus razones. Por si acaso, yo debía evitar a todo trance contemplar mi imagen en un espejo. Pero vivimos en una civilización profundamente narcisista, de modo que tuve que sortear un buen montón de ellos: uno en el ascensor, otro en el pasillo, a la entrada de la habitación, en el interior del armario y en el lavabo. Mi resolución era muy firme, y mantuve baja la mirada. Como dice la leyenda que les sucede a los vampiros y a los muertos vivientes, mi reflejo había desaparecido de las cosas terrenas.
Moliner y Garzón tuvieron un detalle protector conmigo y me dejaron dormir. Se lo recriminé cuando bajaron a desayunar. No me hicieron el más mínimo caso. Estaban contentos. Maggy había cantado con suma facilidad. Se aterrorizó. Quiso darle doscientas mil pesetas a Moliner, y cuando éste la atenazó por el cuello diciéndole que debía de tener escondido mucho más, se vino abajo por completo. No tenía más, había gastado el resto en alquilar una casa decente. ¿El resto, qué resto? La miserable escoria de Valdés le había dado un millón de pesetas por matar a Rosario Campos de un tiro. Lo que en realidad la había convencido de convertirse en asesina fue la promesa de continuidad en su trabajo. Fácil, un motivo banal, cotidiano. Cualquiera puede convertirse en un asesino a sueldo.
—Dijo que encontrar un currelo serio está muy difícil —ironizó Moliner.
—Sí, joder, hoy en día para tener un trabajo respetable hay que lanzarse a asesinar.
Se reían los dos como si aquello tuviera alguna gracia. Maravilloso, con una farsa burda y quizá algún golpe que no me había sido comunicado, los duros detectives habían conseguido desenmascarar a la sangrienta asesina, una pobre diablesa sumida en la más absoluta miseria moral.
—¿Qué dijo cuando le descubriste que eras policía?
—¡No veas qué lengua tiene la niña! Me soltó una parrafada en cheli que de poco me quedo sin entenderla. Pero ya te lo puedes imaginar; los policías somos unos hijos de puta y demás delicias. Tuve que contenerme para no darle una hostia.
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