Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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—Inspectora. Mi cliente no ha sido informado de...

Garzón estaba cerrando la puerta. Atajé con una mano el discurso del letrado. Me senté. En voz completamente relajada le dije:

—Abogado, tiene usted derecho a estar presente en este interrogatorio, también a indicarle a su cliente, con toda brevedad, lo que considera que el Derecho le exime de contestar. Todo eso usted lo sabe bien; lo que quizá no sepa es que a la primera interrupción que yo considere injustificada, a la primera frase innecesaria, pienso echarlo de aquí y no volverá a entrar. Entonces puede usted ir a protestar frente a un juez, llamar a los periodistas o mentar a la madre que me parió; pero le aseguro que lo haré, como me llamo Petra Delicado que lo haré.

La sorpresa no dejaba que el odio saliera por sus ojos a plena intensidad. Abrió la boca de par en par y luego la contrajo en un rictus cabreado. Garzón estaba disfrutando con todas las células de su cuerpo, ni siquiera se molestó en disimular la sonrisa. Me dirigí a Nogales.

—Señor Nogales, voy a decirle todas las cosas que ya no puede negar a estas alturas. Después le preguntaré y usted contestará. Así de fácil.

—Inspectora, un momento. He sabido por mi abogado que han detenido a ese hombre, y que ha confesado, pero no sé cuál ha sido su confesión.

—¿Qué quiere saber?

—¿Por qué mató a Marta?

—Jura no haberlo hecho. Dice que hace tiempo que no sale de Madrid.

—¿Y...?

—Están comprobándolo, pero parece que es verdad.

—¿Cómo se justifica entonces que Marta muriera con la misma munición que Valdés y de la misma manera?

—No sé, ya se verá.

Subió el tono de voz.

—¿Es eso todo lo que hace la policía, decir ya se verá?

—Señor Nogales, quizá usted no se haya dado cuenta, pero quien pregunta aquí soy yo.

—Tengo derecho a saber...

El abogado intervino brevemente.

—Calla, Andrés, por favor.

Lo miré con sorna y dije:

—Muy bien, abogado, muy bien. Creo que todos vamos comprendiendo cuál es nuestro papel en esta habitación.

Mis maneras eran buenas, mi estado de ánimo también. Me sentía orgullosa por mi modo de comenzar aquella difícil sesión. Sin embargo, las cosas pronto se torcieron. No había calculado el impacto emocional que provocaría en Nogales la falta de noticias sobre la declaración del sicario. Perdió la tranquilidad, se levantó y empezó a dar cortos paseos. Hubiera debido imaginarlo, no sólo operaba en él la pérdida sentimental, sino el síndrome de la falta de poder. Nogales debía de saber habitualmente todo cuanto quería en cuestión de segundos. Le bastaba con llamar a cualquiera de los redactores a su despacho. Y ahora yo lo sometía a la presión de la ignorancia. De pronto se revolvió contra mí lleno de violencia:

—Inspectora Delicado, ya puede marcharse por donde ha venido. Acúseme de lo que le dé la gana, porque yo no hablaré. Usted está ocultándome datos de la investigación.

—¿Qué derecho tiene a conocer datos de la investigación? No está aquí como periodista, sino como acusado.

—¡Me da igual, no hablaré, no lo haré! No me utilizará como a uno de esos desgraciados a los que detienen cada día.

El abogado intentaba aplacarlo tomándolo del brazo, llevándolo hacia su silla. Sin duda, se encontraba consternado por el cariz imprevisible que estaba tomando la actitud de su defendido. Yo, por el contrario, empecé a ver entrar luz por las fisuras de su carácter. Miré a Garzón, que se mantenía hierático e inexpresivo. Quizá era el momento de atreverse a otro procedimiento heterodoxo.

—Nogales, ¿quiere pactar conmigo?

La sacudida que dieron Garzón y el abogado fue de las mismas características. Luego, ambos se tensaron a la vez. Nogales levantó la vista hacia mí y recuperó su cordura.

—¿Qué pacto quiere hacer?

El abogado intentó interrumpir, pero Nogales le mandó callar. Yo tenía los ojos fijos en él.

—Usted me lo cuenta todo desde el principio y yo le informo sobre la confesión de ese hombre.

—¿Confesión significa que...?

—Atienda a lo que le digo, por favor. En el fondo, no tiene nada que perder. Sólo le pido que me facilite el trabajo de deducción; la parte básica del caso ya está resuelta, y usted va a ser acusado de la muerte de Valdés.

—Está bien —susurró.

—Inspectora, debo advertirle que... —dijo el abogado.

—Y que su abogado salga de esta habitación; eso también está incluido en el trato —añadí.

—Él también debe marcharse —dijo Nogales señalando a Garzón.

No había ningún motivo para que atendiera semejante exigencia, pero accedí. Fue innecesaria cualquier orden; sólo ante mi mirada indecisa, el subinspector salió sin hacer el menor comentario. La mirada de Nogales a su abogado resultó más demorada y amenazante. Al final, abandonó también la sala de interrogatorios con el miedo y la alarma pintados en la cara.

—Puede empezar —me autorizó Nogales. Yo sonreí:

—¿Es posible que aún no se dé cuenta de cuál es su situación? Adelante, Nogales, puede empezar y recuerde que aquí las órdenes las doy yo.

—Hubiera confesado lo que sé de todas maneras, porque la explicación de lo que sucedió me exculpará en gran parte.

—Estoy en ascuas por conocer su exculpación.

Acusó mi ironía con un levísimo plegamiento de labios y prosiguió.

—Conocí a Marta Merchán en una fiesta, en la embajada de Francia. Ella había ido desde Barcelona representando a la marca comercial para la que trabajaba. Nos enamoramos en muy poco tiempo. Tengo casi cincuenta años y soy soltero. Nunca antes me había enamorado. Cuando me enteré de que era la ex mujer de Ernesto Valdés, me fastidió: mucha carnaza para mis enemigos. Decidimos dejar pasar un tiempo antes de dejarnos ver juntos en público. En ese lapso, Marta tuvo ocasión de conocerme como soy en realidad.

—¿Cómo es en realidad?

—Un hombre ambicioso, inspectora, ¿no se había fijado?

—Supongo que sí.

—A Marta se le ocurrió un plan que podría ayudarme profesionalmente. Su ex marido trasegaba una gran cantidad de basura informativa. Ella pensó que quizá ciertos datos sobre la vida privada de personajes políticos podrían interesarme, y me puso en contacto con él.

—Y usted le pagaba por cada información.

—Tanto si la utilizaba como si no.

—¿Eran chantajeadas las personas implicadas? —Se quedó callado—. Conteste, por favor.

—En última instancia, sí.

—No le entiendo, explíquese mejor.

—Yo quería los datos sólo para fines profesionales; pero si decidía no publicar la información dejaba que Valdés les sacara dinero. Por el contrario, si los datos pasaban al periódico, sólo le pagaba yo.

—¿Con fondos de El Universal ?

Introdujo una pausa muy larga y luego dijo escuetamente:

—Sí.

—En cualquier caso, usted ya había obtenido lo que quería, ¿verdad Nogales? Podía controlar a esos personajes que tenían algo que ocultar. Se convertía usted en un hombre todopoderoso en la sombra. Las posibilidades de influencia en políticos y empresarios eran ilimitadas: nombramientos, alianzas, incluso derrocamientos de gobiernos enteros... Han corrido rumores de que la finalidad última de su actuación de denuncia periodística era entrar en política.

—Eso excede el ámbito de esta declaración y no le contestaré.

—Digamos sólo que su interés no era el dinero.

—Mi interés era en el fondo el bien de este país, evitar que políticos corruptos llegaran al poder o se perpetuaran en él, yo he sacrificado muchas horas y mucho bienestar...

Lo interrumpí con toda la frialdad de la que fui capaz:

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