Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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—También le habrá aconsejado que no llame al teléfono de Merchán y sin embargo lo ha hecho.

—Cierto. Quizá hemos encontrado su punto flaco.

Salió disparado, y yo también, en otra dirección; pero no hubiera sido preciso correr tanto. Nogales estaba en su despacho de El Universal y esa vez no me hizo esperar ni siquiera un minuto, en cuanto la secretaria le anunció mi llegada me hizo pasar. Pero no estaba solo, el abogado seguía con él y se lanzó enseguida al ataque:

—Inspectora, no hace ni veinte minutos que le he dicho que...

Lo interrumpí con un placer insano.

—Abogado, mi ayudante, el subinspector Garzón, está tramitando una orden de detención para su cliente.

—¿En razón de qué?

—Raquel Valdés acaba de declarar en Barcelona que su madre, Marta Merchán, ha sido amante de su cliente desde hace dos años, y que aún lo era antes de morir.

—¿De qué se acusa a mi cliente?

—De asesinato.

—Del asesinato ¿de quién?

—De la propia Marta Merchán.

—Pero inspectora, eso es absurdo. Mi cliente no se ha movido de Madrid.

—Por el modo en que ha sido asesinada Marta Merchán, tenemos la certeza de que lo ha hecho un profesional contratado por alguien. El mismo profesional que en su día mató también por encargo a Ernesto Valdés, y que más tarde asesinó a Higinio Fuentes, delincuente habitual y confidente de la policía de Barcelona. A su mujer también la mató.

Por la cara de terror que puso el abogado, comprendí que no sabía gran cosa del embrollo en que estaba metido su defendido, pero no cejó, si bien su inseguridad era a cada momento más evidente.

—Inspectora, todo eso habrá que probarlo; no se puede irrumpir aquí y...

De pronto, Nogales, que permanecía hierático en su mesa, levantó la voz.

—Agustín, déjame a solas con la inspectora.

El otro entró en pánico al oír semejante pretensión. Se dirigió a él.

—Andrés, por favor, no me parece conveniente. De hecho, no estás obligado a...

Lo interrumpió con violencia contenida.

—Agustín, sal de aquí.

—Pero esto es una locura, soy tu abogado y creo que...

Nogales se levantó y su silla giratoria salió despedida sobre las ruedecillas hasta dar un golpe en la pared:

—¡Fuera! —chilló con una fiereza que me dejó helada.

No sé qué cara puso el persistente abogado, porque mis ojos seguían fijos en Nogales. Sólo oí la puerta al cerrarse tras él. Estábamos solos. Yo había jugado fuerte y el resultado estaba allí, pero el juego era peligroso y no podía cometer el más mínimo error.

Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Estuvo masajeándose los párpados y después me miró. Sin aquellos cristales montados en el aire no parecía la misma persona. Su aspecto cambiaba sorprendentemente, como si estuviera desnudo. Sin embargo, comprendí enseguida que no se encontraba hundido ni se iba a desmoronar en el transcurso del interrogatorio. Era firme como una roca. Había que seguir por el tortuoso camino que había iniciado. Se colocó las gafas de nuevo. Había sido un breve instante de debilidad. Como si fuera él quien manejaba la situación, comenzó a interrogarme a mí.

—¿Cómo puedo saber que Marta Merchán está de verdad muerta?

—¿Cree en serio que la policía pone trampas como en las historias de ficción?

—Contésteme.

Saqué mi teléfono del bolso. Se lo pasé.

—Marque el número del móvil de Marta Merchán. Está usted utilizando un teléfono de línea especial para la policía. Cuando alguien conteste, devuélvame el teléfono.

Lo hizo. Esperó un instante y me lo devolvió. Oí la voz de Moliner.

—Petra, ¿eres tú? En este momento no puedo...

—Moliner, quiero que le digas a una persona que tengo delante cuál es tu nombre y tu graduación, y a qué comisaría perteneces.

—Pero, Petra...

—Hazlo, por favor.

Puse el auricular en la oreja de Nogales y escudriñé su expresión. Sus ojos se achicaron levemente. Asintió.

—Gracias, Moliner, te llamo luego.

Me dirigí al sospechoso con toda calma.

—¿Quiere que llamemos también a su casa? Alguien contestará, hemos dejado un retén allí.

Negó. Había recibido un golpe directo en plena cara, pero se recompuso, aunque su voz ya no sonaba igual.

—¿Cómo la mataron?

—De un tiro certero en la frente, con una nueve milímetros semiautomática. Luego, le seccionaron la yugular; la degollaron.

Ahora el golpe le hizo tambalearse. Guardó un silencio de muerte, luego musitó:

—¿Por qué?

Enseguida me di cuenta de que se dirigía la pregunta a sí mismo. Había empezado a sudar con una rapidez increíble, por todos los poros de la cara al mismo tiempo.

—Dígame quién ha sido, Nogales, aún podemos cogerlo, dígame quién. —Yo también sudaba, y el corazón me batía tan fuerte en el pecho que creí que iba a cortarme la respiración—. ¿Quién la ha asesinado tan salvajemente, Andrés? Debe decírmelo. Ha sido el mismo profesional que usted contrató, ¿no es cierto? Porque usted es Lesgano, ¿verdad? ¿Dónde podemos encontrar a ese sicario? Dígamelo, el tiempo pasa rápido, no le demos la oportunidad de escapar.

Abrió la boca y rápidamente le pasé un papel:

—Escríbalo: nombre, dirección...

—Sólo sé su nombre de guerra y su teléfono de contacto.

—¡Anótemelo, rápido!

Lo sabía de memoria y lo escribió. Cogí el papel. Debía cortar allí. Sabía que la estrategia era cortar allí. Me levanté con toda teatralidad y salí casi corriendo. No miré atrás.

En la puerta del periódico pedí un coche celular con urgencia y esperé. Cinco minutos más tarde llegó Garzón con la orden del juez. Los guardias tardaron un poco más. Les pasé a ellos la orden.

—Detengan a Andrés Nogales. No armen demasiado escándalo, no opondrá resistencia y es el director. Llévenlo a la comisaría de Tetuán, le estarán esperando.

De buena gana me hubiera parado en un bar y hubiera tomado una cerveza de un solo trago, sin respirar. Pero no había llegado el momento de relajarse, aquella carrera estaba aún en línea de salida.

Miré a Garzón con ojos de loca.

—¿Le gustan a usted la acción y el peligro?

—Más lo primero que lo segundo.

—Pues creo que tendrá ocasión de disfrutar.

—Cuénteme cómo coño ha conseguido que confiese.

—Por un procedimiento muy personal. Le he dicho que el asesinato de Marta Merchán tuvo las mismas características y la misma munición que el de Valdés. Se quedó pensando un instante.

—¡Coño, inspectora, lo engañó vilmente! ¿Ha confesado después?

—Me ha dado las señas del sicario a quien él contrató. ¿Quiere una prueba más contundente?

—Se vino abajo.

—No, es muy frío, pero se da cuenta de que el círculo se ha cerrado demasiado en torno a él. Está perdido.

—Y afectado por la muerte de su amante.

—Quiere saber por qué el sicario se la cargó, y quiere que lo atrapemos.

—¿Cómo se llama el sicario?

—Toribio, es un nombre de guerra. Tenemos su teléfono. ¿Qué sugiere que hagamos?

—Averiguar a quién pertenece y presentarnos allí. Sería un error llamar.

Pedimos el dato en la comisaría de Tetuán y, mientras esperábamos el resultado de la gestión, Garzón sugirió que nos fuéramos a un bar. Después de una cierta reticencia, me avine a acompañarle. Bebí mi cerveza absorta y reconcentrada en lo que había sucedido, en lo que faltaba por suceder. De repente, Garzón hizo un gesto violento frente a mis ojos:

—¡Vuelva de sus pensamientos, inspectora, descanse un momento, le va a estallar el cerebro!

—No puedo dejar de pensar. Lo tenemos todo cogido con alfileres y tengo miedo de que se desmonte.

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