Pasó más de una hora. Garzón se había servido una cerveza de la nevera y yo creí que iba a enloquecer, pero entonces se oyó una llave en la puerta. La joven irguió la espalda, los ojos se le salían de las cuencas. Oímos abrirse la puerta de la entrada, pero no se volvió a cerrar, una voz de hombre dijo:
—¿Patricia, Patricia, estás ahí?
Cuando pude reaccionar comprobé que Garzón le había puesto una pistola en la cara a la chica y le dijo en voz baja:
—Contesta, contesta con calma.
La chica se esforzaba pero de su garganta parecía no poder salir ni una palabra. El subinspector le hincó el arma en la mejilla.
—¡Contesta, hija de puta!
Emitió un «¡Hola!» espantado y siniestro. Nadie contestó, nadie entró. Garzón se precipitó hacia fuera. Empezó a gritar:
—¡Deténgase, policía, deténgase!
Corrí tras él. Descendía a toda prisa por las escaleras, sin dejar de dar el alto a una sombra que huía y que yo no podía distinguir. Se oyó un disparo. Me agaché y miré por los barrotes del pasamanos, pero el automatismo de la luz saltó y quedó todo a oscuras.
—¡Garzón! —grité—. ¡Garzón!
No hubo respuesta. Blasfemando entre dientes volví tras mis pasos y entré en la casa. Volé hacia la ventana y la abrí. Disparé al aire. Inmediatamente los policías del coche salieron y corrieron hacia la entrada. Paré un instante mi loca carrera, respiré hondo. La chica estaba sentada en el suelo, se tapaba la cara con las manos y lloraba.
Intentando conservar cierta calma bajé por la escalera. En el segundo descansillo estaba Garzón, en el suelo, encorvado sobre su estómago. Me arrodillé a su lado.
—Fermín, ¿qué le pasa?, ¿le ha dado? Levantó la cara, sudorosa y dolorida.
—No se asuste, inspectora, es en el brazo. No se asuste.
Se habían abierto algunas puertas. Una vieja gritaba como un loro:
—¿Quién hay? ¿Qué pasa ahí?
Desde abajo sonó fuerte la voz de uno de nuestros agentes:
—¡Lo tenemos, inspectora, lo tenemos!
Me senté junto a mi compañero. Hubiera matado por un cigarrillo.
—¿Por qué no se callan todos de una puta vez? —murmuré. Y, contra todo pronóstico y lógica, Garzón se echó a reír.
9
Agustín Orensal. No quise interrogarlo yo misma. Olía a muerte como un zorro después de cazar. Un profesional, un auténtico profesional. Lo negó todo, pero llevaba encima la semiautomática con la que se cometieron los crímenes, había empleado la misma munición. No hacían falta más pruebas. Al parecer, podía formar parte de un grupo organizado de sicarios, pero no quería hablar.
Garzón, con el brazo en cabestrillo, sí asistió a los interrogatorios, junto a dos inspectores de Madrid. Debieron de ser muy duros. Al tercer día cantó: Nogales le había contratado para matar a Ernesto Valdés. Al confidente se lo cargó él por propia iniciativa. Había cometido la equivocación de hablar con él durante una borrachera. Le contó que se había cargado a Ernesto Valdés y que Valdés conocía a Rosario Campos. Sin duda, Higinio Fuentes pretendía vendernos esa doble información a mí y a Moliner y cobrarnos por separado. La intuición de Moliner fue certera.
Alguien había informado a Orensal de que la mujer de Higinio Fuentes había hablado conmigo. Tuvo que actuar. En su profesión no podían permitirse indiscreciones y él había cometido una. Era un fallo que debía reparar. Juraba no haber tenido nada que ver con las muertes de Rosario Campos ni de Marta Merchán. Los compañeros habían sido incapaces de sacarlo de ahí.
—¿No tiene curiosidad por hablar con él? —me preguntó el subinspector.
—Ni la más mínima.
—Van a seguir interrogándolo para ver si le sacan algo más, aparte de los nombres de la presunta red.
—¿Le han pegado?
Garzón me mostró su aparatosa venda.
—Yo soy un mutilado, a mí no me mire.
—¿Y la chica que encontramos en el piso?
—Vivían juntos, es una putilla juvenil.
—¿Sabe ella algo?
—Sólo ha hablado con el juez. Supongo que estaría al tanto de las actividades de su amado, pero poco más.
—Se llevan mucha edad.
—El amor es ciego, Petra.
—Eso dicen. ¿Qué pasará ahora con ella?
Garzón se volvió abiertamente hacia mí, empezó a cabecear con cara de pitorreo.
—Es usted cojonuda, inspectora, con el debido respeto. Me pega un tiro que hubiera podido enviarme al otro mundo un tipo que ni siquiera sabemos aún a cuánta gente se ha cepillado, y ¿qué hace usted? Se interesa por si han golpeado al agresor, teme por el futuro de su amante... ¡Petra, debería haberse hecho asistente social, o incluso monja!
—No me joda, Fermín. Usted sabe que, en el fondo, no tengo sentimientos.
Se quedó muy parado, luego rió:
—Lo malo es que igual habla en serio.
No sé si hablaba en serio o no, pero es cierto que nunca me ha gustado maltratar al animal capturado, quizá porque todos lo somos un poco, y es terrible saber que no podemos escapar. No haría lo mismo con Nogales, a él pensaba estrujarlo como a una bayeta hinchada de agua sucia. Sólo teníamos pruebas para inculpar al matón de dos muertes, las que había confesado. De modo que alguien más había cedido a la tentación absurda de matar.
—¿Cómo contactó Nogales con él?
—Uno de los periodistas de investigación de El Universal sabía cómo hacerlo.
—Informe de eso al juez por si es delito.
—Invocarán el secreto profesional.
—Ya no es problema nuestro, pero hágalo.
—Sé que soy un poco insistente, pero yo creo que debería interrogar también usted al sicario.
—¿Sabré hacerlo mejor que tres fornidos policías que se han dedicado a hostiarlo?
—Decir eso es exagerar.
Mi mente y mi voluntad se decantaban hacia otro lado, lo teníamos todo listo para cargar contra el principal sospechoso: órdenes judiciales, estudios de balística, declaraciones firmadas... y ahí sí picaba como una víbora mi curiosidad: quería interrogarle yo antes de que fuera formalmente acusado por el juez. Tenía derecho a hacerlo, faltaban dos muertes por clarificar: la primera y la última, como en un caprichoso juego ideado para pasar las tardes de domingo.
Hice que lo trajeran a comisaría. El pelmazo de su abogado vino acompañándolo. Yo ya no tenía ninguna prisa, estaba tranquila, podía dedicarme a ponerlo nervioso, todo mi tiempo estaría destinado a que completara una declaración que presentaba lagunas tan profundas como para contener dos cadáveres.
Había hablado largamente por teléfono con Moliner y me encontraba informada de la situación en Barcelona. Raquel Valdés no reveló más datos que pudieran interesarnos. Mi compañero estaba convencido de que no sabía todos los detalles de la vida de su madre, pero conocía a Nogales, lo conocía y lo apreciaba. Él había pasado fines de semana en su casa, charlaban a veces por teléfono... en una ocasión, ella viajó a Madrid, donde los tres lo pasaron bien visitando lugares turísticos. Saber eso era importante para mí antes de entrar en la sala de interrogatorios. Tenía abundantes informaciones y el convencimiento de que no tardaría en hallar la verdad.
Al entrar, descubrí enseguida el rostro de Nogales. Unos días de estancia en la cárcel de preventivos habían hecho mella en sus facciones, pero seguía pareciendo un ciudadano distinguido que acude a una cita. Achicó un poco los ojos tras sus gafas: descubrí en él curiosidad al volver a verme. No estaba alterado, no estaba hundido, no parecía triste. Una indiferencia grave y altiva se había instalado en él. Se permitió una levísima sonrisa desencantada. El abogado saltó instantáneamente sobre mi pobre cerebro dolorido de tanto pensar.
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