Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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—¿Nos vamos?

—Sí, antes de que llegue el comisario. ¿Qué hacemos ahora?

—Llévese las fotos, y no quiero saber si sacarlas de comisaría es correcto o no.

Encarnación Bermúdez, la asistenta-cajera, no se extrañó al ver dos policías de nuevo en su casa. Tenía muy claro que su libertad era provisional. Eso no significa que nos recibiera con los brazos abiertos. Más bien diría que la primera mirada que nos lanzó hubiera podido dejarnos tiesos en su puerta.

He de afirmar que acabé disculpando su actitud. La vida que llevaba aquella mujer no era de las que predisponen a la cortesía. La vivienda parecía oscura, gélida, pequeña y agobiante. De su vida, algo figuraba en nuestros informes. Sola, trabajando diariamente más de diez horas, lo único que le faltaba para completar un destino infame era la amenaza de aquella condena judicial.

En realidad, no sabía qué hacer frente a ella, si echarle un chorreo inicial o intentar la vía de la comprensión. Me hubiera largado de allí sin mediar ni un saludo.

—Encarnación, necesitamos que nos ayude.

—La que necesita que la ayuden soy yo, señora.

—Todo se puede intentar —dije, y yo misma quedé escandalizada por mi arranque incierto.

La mujer nos hizo pasar a su exiguo salón invadido de muebles. Del interior de una de las habitaciones salía música heavy puesta a máxima potencia. Cerró la puerta para que no se oyera y los tres nos sentamos sobre un tresillo de plástico.

—¿Cómo pueden ayudarme?

—Puedo hacer un informe diciendo que ha prestado usted la máxima cooperación y pedir que lo lleven al juez.

—¿Y eso me ayudará?

—Más que si no hacemos nada.

Se miró tristemente las manos que tenía posadas sobre el regazo.

—Más me hubiera ayudado no nacer —dijo con la teatralidad asumida con que la gente sencilla expresa sus desgracias.

—Encarnación, queremos saber qué pasó con una última cantidad de dinero que le dieron a Marta Merchán. ¿Se la trajo ella para que la guardara?

Se alteró, juntó ambas manos en petición de clemencia.

—Sus compañeros no se fiaron de mí y buscaron más dinero por toda la casa. La pusieron patas arriba y no encontraron nada. ¿Qué más van a hacer ustedes, díganme?

—Nada, tranquilícese. Nosotros sí creemos en su palabra. Lo que necesitamos saber es si Marta le habló de que le pasaría una última cantidad para que la guardara, si de alguna manera se la anunció.

Se quedó callada, con la vista baja. Por fin dijo en un susurro:

—Si les digo que sí, enseguida sospecharán de que lo tengo escondido. ¿Quieren que me eche piedras sobre mi propio tejado?

—Sí, Encarnación, eso queremos, porque justamente el que se eche piedras sobre su propio tejado demostrará que no miente en nada de lo que dice. Saber si ella le anunció una nueva entrega puede ser un dato crucial para descubrir quién la mató.

—Está bien, pues así pasó. La señora, unos días antes de morir, me dijo que me haría otra visita, ésa era la manera que tenía de decir que me traería dinero, pero nunca lo trajo, es la pura verdad.

—¿Le dijo si había existido algún retraso, alguna dificultad, si se lo traería después?

—No dijo nada de nada ni yo le pregunté. Normalmente me comentaba que vendría a visitarme y unos días después me decía: «Esta tarde no salgas, que voy a ir.» También pedía que no hubiera gente en la casa, ni siquiera mis hijos. Pero esta vez sólo comentó que vendría en los días siguientes y no dijo más. Yo pensé que tarde o temprano vendría, pero tampoco pensé más. Y no se volvió a hablar del tema.

—¿Quizá porque la mataron?

—No lo sé.

Se echó a llorar y dijo entre sollozos:

—A veces me despierto en mitad de la noche y pienso que todo esto ha sido un mal sueño, que la señora está viva aún.

—Pues no es así, Encarnación, no es así.

—¿Le dará buenos informes míos al juez?

—Se lo prometo, lo haré.

—En el fondo, no creo que sirvan. Me mandarán a la cárcel y meterán a mis hijos más pequeños en alguna institución. Y todo por querer ganar unas pesetas más.

Una vez en la calle, también oscura y pequeña como el piso, le dije al subinspector:

—Ni siquiera ha hecho falta enseñarle las fotos.

—¿Cree que dice la verdad?

—Puede apostar a que sí. Es alguien fiable, de lo contrario Marta Merchán no hubiera confiado en ella.

—Pero alguien realmente fiable imagina que el dinero tiene un origen ilegal y avisa a la policía.

Lo miré con sorna.

—¿Qué porcentaje de la ciudadanía cree que hubiera reaccionado de esa manera?

Contestó con sorna idéntica a la mía:

—No sé, ¿qué le parece?, ¿un ochenta por ciento?

—¿Es que no tiene usted fe en los españoles, Garzón, por qué no ha dicho un cien?

—Me parecía exagerado.

—Quizá.

—Pues bueno, inspectora, ya tiene lo que quería. Un envío de dinero flotaba en el aire, ¿qué sucedió con él?

—Puede que nunca llegara a Marta Merchán, a lo mejor ni siquiera a Valdés, puede que esa mujer mienta o incluso podría darse el caso de que ese dinero estuviera aún en algún lugar de la casa de Marta. ¿Qué le parece si volvemos por allí?

—¡Pero el chalet ya ha sido registrado! —se opuso Garzón.

Daba lo mismo; de todas maneras, no tenía ganas de encontrarme con Moliner y Rodríguez a la vuelta de su quizá infructuoso día.

El primer problema que planteaba el registro era que la casa estaba precintada por el juez. Hablamos con Coronas, que era justo lo que el subinspector quería evitar. Ya no le quedaban vocablos malsonantes que lanzarnos. Le argumenté que habíamos decidido repetir todos los pasos que Moliner había dado en nuestra ausencia. Tenía ganas de enviarnos al infierno, pero se contuvo. Parlamentó con el juez que instruía la causa por la muerte de Marta Merchán, el cual autorizó una nueva inspección ocular pero no un nuevo registro. Es decir que fuimos advertidos de que ninguna prueba podía ser extraída de la casa, ni adjuntada al expediente en curso sin que fuera inspeccionada in situ por el juez.

—Está bien —le contesté, mirándolo cansadamente a los ojos. Y luego añadí—: Gracias, señor, tiene usted una mano estupenda con los jueces.

Creo que se apiadó de mí por primera vez en todo aquel jodido embrollo porque me vio exhausta y al borde de perder la moral. Garzón me estiraba de la manga para que nos largáramos antes de que el comisario recapacitara y reaccionara con más contundencia.

Se había hecho muy tarde y yo seguía arrastrando conmigo el cansancio. Me dormí en el coche, con la cabeza caída sobre el respaldo. Tan entregada me vio mi compañero, que decidió no despertarme hasta llegar a San Cugat. Abrí los ojos en la oscuridad y no reconocí los jardines de la urbanización donde estábamos parados.

—Inspectora, ¿quiere que entre yo solo? Quizá si es únicamente para una nueva inspección ocular usted pueda seguir descansando un rato.

—No, gracias, vamos los dos.

La humedad me caló hasta los huesos mientras nos acercábamos a la puerta de Marta Merchán. Se oía música que venía de alguna parte del vecindario. Atravesamos el pequeño jardín sin ninguna luz, y nos plantamos frente al precinto policial que nuestros propios compañeros habían colocado. Garzón lo abrió, y buscó las llaves de la puerta con dificultad. Pudimos entrar por fin, y el subinspector batalló aún otro rato con los contadores eléctricos. Un minuto más tarde encendía al pasar todos los interruptores con los que nos cruzábamos. El salón se mostró a nuestros ojos, fantasmal, y también los corredores por los que flotaba un leve olor dulzón, indefinible.

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