Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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En segundo plano estaba Joni, subida al escenario, con los brazos levantados y la cabeza ligeramente inclinada. Detrás de ella, el decorado y las ventanas del pub. El remate del anuncio de la cerveza Young se reflejaba en el cristal. Y en primer plano, justo en medio, con los labios ligeramente separados y de perfil, un rostro que le recordaba a alguien…

Cogió el cuadro y lo observó de cerca. Esa cara con los dientes estropeados, curiosamente separados, como un niño al que empiezan a caérsele los dientes de leche, le era muy familiar.

Te conozco, sé que te conozco. Conozco el sonido de tu voz, he hablado contigo, te he estrechado la mano… De pronto contestaron a su llamada.

– ¿Jack?

– Sí. Hola, Marilyn.

– Jack, por Dios. Maddox está que trina contigo. No te has presentado a la reunión de esta mañana.

– Lo sé, lo sé. Dile que me disculpe. Por cierto, ¿me han llamado de Estados Unidos?

– Soy tu hada madrina, no lo olvides. Mientras todavía estabas en el país de los sueños, yo he estado trabajando.

– ¿Y?

– Ese cemento no se distribuye en el sur y sólo hay un constructor en Londres que lo utiliza, Korner-Mackelson. He hablado con su risueña secretaria y parece que tienen una obra en Belmarsh, otra en Canning Town y otra en Lewisham.

– ¿Lewisham? -Levantó la mirada hacia el semáforo. De acuerdo, dame la dirección.

– Al final de Greenwich, en Brazil Street, cerca de Blackheath Hill. Una antigua escuela que están transformando en superficie comercial.

El semáforo se puso verde. Caffery apagó el intermitente y con un movimiento brusco del volante adelantó a un coche.

– Marilyn, ¿sigues ahí?

– Sí.

– Dile a Maddox que llegaré tarde, dentro de una hora y media.

Esa mañana Greenwich, con sus toldos a rayas azules, le recordaba a París. Los coches salpicaban las perneras de los peatones, los tenderos miraban por los escaparates con sus caras iluminadas por una extraña luz tropical. Pedaleó muy rápido. Como si sudando pudiera hacer desaparecer la ansiedad que la embargaba.

En Lewisham el tráfico era muy denso. Encontró fácilmente Brazil Street. Los albañiles, desde los andamios de la vieja escuela, le dedicaron piropos y silbidos de admiración cuando pasaba ella bajo la lluvia con sus pantalones y su camiseta. Dejó la bicicleta junto al garaje del número 34, al lado del Peugeot de Bliss. La lluvia repiqueteaba sobre la capota de plástico corrugado.

– ¿Sí? -preguntó nerviosamente él cuando abrió la puerta y la vio allí. ¿Qué quieres?

– ¿Joni está aquí? -Se secó la lluvia de la cara y miró hacia el interior del piso. Un solitario globo verde flotaba como un fantasma en el pasillo. Necesito hablar con ella…

– ¿Qué te hace pensar que está aquí?

– No sé, cuando toma una copa de más a veces se queda contigo.

– Mmm…

– Escucha, Malcom -sacudió la cabeza, es importante. ¿Sabes dónde puede haber ido?

– Mira, Pinky, sabes perfectamente que Joni no tiene tiempo para mí.

– Vale, vale. -Levantó las manos dándose la vuelta para irse; su autocompasión la irritaba, lo siento. Si la ves, dile que me llame. Es muy importante.

Al montar en su bicicleta sintió que Bliss todavía la estaba observando desde la puerta. Levantó la mirada.

– ¿Qué ocurre?

– Yo… -Miró con aprensión hacia la calle. No he dicho que no estuviera aquí. No he dicho eso.

Rebecca frunció el entrecejo.

– Pero bueno…

– Me has malinterpretado. -Bliss señaló hacia el recibidor. Todavía está durmiendo. Entra y le diré que estás aquí.

Rebecca apoyó la bicicleta contra la pared. Dios mío, Malcom, pensó, eres el rey de los bichos raros.

Caminó de nuevo hacia la puerta, meneando la cabeza.

Brazil Street era una calle residencial bordeada por frondosos plátanos. Los chalets victorianos presumían de sus senderos de acceso y de sus cuidados jardines. La mayoría aparentaba prosperidad, con sus garajes adosados por los que trepaban viñas y madreselvas, y sus magníficos coches. Caffery dejó su Jaguar al principio de la calle y, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, siguió el complejo diagrama de los surcos dejados por los neumáticos en la resbaladiza arcilla que conducía hasta la verja que rodeaba la obra de Korner-Mackelson.

Dentro de la valla, dos mezcladoras de cemento amarillas a cada lado del camino parecían dos leones guardianes. Más allá, la lluvia formaba surcos en los flancos cubiertos de barro de una excavadora. El solar tenía una extensión de unos cien metros llegando hasta la esquina del edificio de una escuela de ladrillo rojo donde se quebraba en una curva muy pronunciada y seguía al menos durante quinientos metros hasta el final de los jardines.

Jack miró a los trabajadores apiñados debajo de los andamios, fumando y bebiendo café de los termos mientras esperaban que dejara llover. El mero hecho de estar ahí, cerca, tal vez rozando el secreto que podía conducir hasta el Hombre Pájaro, le aceleraba el pulso. Con las pruebas obtenidas por el Instituto Anatómico Forense, resultaría fácil conseguir una orden que les diera acceso a los archivos de personal. Marilyn podría analizarlos, pero en ese momento, de pie bajo la lluvia, Caffery estaba más cerca de él de lo que nadie había estado nunca.

La tentación, como siempre, era hacerlo por su cuenta, actuar en ese preciso momento, no esperar y seguir el manual. Pero sabía qué terreno estaba pisando. Se apartó de la valla encaminándose hacia el Jaguar. Abrió la portezuela, pero de pronto, con un rápido movimiento, se dirigió directamente hacia un Polo aparcado para observar los demás coches que estaban cerca, apresurando el paso para examinarlos uno a uno: un Volvo, un Corsa y un viejo Land Rover.

Llevaban aparcados en ese lugar mucho más tiempo que su Jaguar. En todos la lluvia había dibujado un intrincado mosaico. Polvo de cemento. Flotaba en el aire desde el solar en construcción y la lluvia lo estampaba en la pintura de los coches.

Jack se pasó un dedo por el borde de la portezuela del Polo pensando a toda prisa. Se dio la vuelta y escudriñó Brazil Street.

Dentro estaba húmedo, el suelo pegajoso, como si hubiera encendido la calefacción en un lluvioso día de principios de verano. Bliss, en el recibidor con los brazos extendidos, impidió que ella entrara en la parte de atrás de la casa.

– No; pasa aquí dentro, a la cocina.

– Está bien, sólo quiero hablar con Joni. No voy a quedarme.

Bliss extendió los brazos una vez más.

– Sí, claro… Aquí, pasa por aquí.

Rebecca suspiró. En la cocina hacía calor y olía a leche agria. Unas moscas muertas en el alféizar de la ventana flotaban en un charco formado por las gotas de condensación que resbalaban por el cristal. Tres sillas se apilaban alrededor de una mesa llena de platos sucios, tazas de té, cazuelas, todo cubierto por una fina capa de un polvo ceniciento. En el techo zumbaban otras moscas.

Bliss cogió una silla cochambrosa y la examinó.

– El asiento está roto, no puedes sentarte aquí. -Dejando caer la silla empezó a revolver en un cajón de la cocina. Aquí está. -Se dio la vuelta con un rollo de cinta marrón de embalar en la mano, intentando despegarla con sus sucias uñas. Siempre me cuesta mucho -se excusó tendiéndole el rollo. Quizá podrías… ya sabes, con tus uñas.

Rebecca suspiró exasperada.

– Anda, dámelo.

Despegó unos centímetros de cinta con sus frágiles uñas y se la devolvió.

– Bueno, ya está. ¿Y Joni?

– Vale, tranquila. -Rápidamente cubrió el asiento con varios trozos de cinta y luego le acercó la silla. Ahora mismo voy.

Con las manos levantadas en un gesto de resignación salió apresuradamente de la cocina. Rebecca, mientras consideraba seguirle hasta el vestíbulo para darle prisa, atisbó su pequeña cabeza pasando por detrás de un ventanuco situado encima del fregadero. De pronto, su extraña cara de labios gruesos reapareció tras el cristal esmerilado, consiguiendo sobresaltarla.

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