Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Mientras seguía hablando con ansiedad, la tensión de Jack empezó a desaparecer. Esa noche ya no le quedaban más puertas a las que llamar. A primera hora de la mañana iría al Instituto Anatómico Forense pero, ahora, no tenía nada que hacer. Ya era tiempo de que ese día llegara a su fin. Tomó un sorbo de vino y dejó que Rebecca siguiera hablando.

Bliss pasó la tarde esperando que Joni recobrara el conocimiento. Fue dos veces al cuarto de baño para masturbarse eyaculando en un condón. Se felicitaba por la prudencia. Quería esperar a que Joni estuviera adecuadamente preparada.

Ya eran las diez de la noche cuando entró en el dormitorio para prepararla. Puso las manos debajo de su trasero y, flexionando las rodillas, la subió hasta la cama. Ellas se desplomó fláccidamente y, entonces, él vio que tenía un hematoma en el ojo izquierdo. A pesar de la hinchazón advirtió que algo estaba mal. Cogiéndole la cara con ambas manos se acercó para mirarla. El ojo le sobresalía de forma anormal, el iris estaba hacia fuera. Lo apretó con cuidado. Más tarde lo consultaría en sus libros. De momento se humedeció el dedo con saliva y le limpió la sangre de la nariz.

Le bajó la cremallera de las botas, se las quitó y las colocó en un rincón. Le sacó la falda de ante y cortó la camiseta dejando que sus grandes e hinchados pechos se desparramaran hacia los lados. Estrujó uno de sus pezones y se preguntó qué sensación le causarían esas tetas artificiales. Sorprendentemente eran cálidas, tersas y flexibles al tacto. Pellizcó el pezón derecho entre el índice y el pulgar y levantó toda la mama, estirando todo lo que daba de sí, más de quince centímetros por encima de las costillas, fascinado por la flexibilidad de la carne y la silicona.

– Mmm -gruñó.

Se inclinó para examinar de cerca la pequeña protuberancia de la cicatriz por donde le habían introducido la silicona. Bien, no necesitaría rajarla demasiado.

– Entonces…

Rebecca ya había terminado de ordenar sus cuadros. Estaba más tranquila. Hurgó debajo de los papeles y las pinturas hasta encontrar la esquina de un marco. Lo puso encima de uno de los bocetos y entornó los ojos para observar el efecto que producía.

– Verónica, ¿verdad?

Caffery la miró.

– ¿Perdón?

– Verónica vive contigo, ¿no?

Él sacudió la cabeza y se apoyó contra la puerta.

– Bueno, supongo que ella así lo creía.

– ¿Qué es lo que falló?

– ¿Quieres saberlo de verdad?

– Sí.

– Yo -sonrió. Fui yo. Soy un error de la naturaleza, ¿sabes?

Ella se quedó callada durante un instante, mirándole.

– Pues no lo parece -dijo.

– A simple vista no puedes adivinarlo. Pero ahí está.

– ¿Qué?

– Una obsesión. Soy una obsesión viviente.

– ¡Ah!, una mujer. -Miró las pinturas. No puedo culpar a Verónica.

– No, no se trata de una mujer.

– Entonces imagino que será Ewan.

– Sí… yo… -Le pilló por sorpresa que alguien pronunciara el nombre de Ewan. Recuerdas su nombre…

– ¿Creías que lo había olvidado?

– Pues sí.

– Pues no; me acuerdo. -Dejó el marco y empezó a colocar las pinturas en un extremo de la mesa. Y siento tener que decepcionarte, pero personalmente pienso que cometes una auténtica estupidez.

– ¿Perdón?

– Digo que refugiarte en el pasado es una excusa estúpida para no vivir tu propia vida, ¿no crees? Lo que quiero decir es que a pesar de no saber exactamente lo que ocurrió, si sé una cosa que se supone que si has crecido, que si eres el adulto que aparentas ser, deberías haberlo asimilado, evolucionar.

– Dejó caer el último montón de pinturas y se dio la vuelta para mirarle. ¿No lees los poetas americanos? «Dejad que el pasado entierre a sus muertos» y toda esa cháchara.

Caffery la miró con asombro pero no respondió.

– ¡Mierda! -exclamó ella. He sido una bruta, ¿verdad? -Extendió las manos y paseó la mirada por la habitación como si su propia conducta fuera un misterio para ella, como si la explicación de su reacción estuviera en las paredes. No he podido evitarlo… quiero decir que también fui muy grosera al no responder a tu llamada y al colgarte el teléfono. ¿No crees que fui innecesariamente grosera?

– Sí -dijo él. Fuiste una grosera. -Bajó su copa y reflexionó. ¿Me lo merecía? -preguntó.

El rostro de Rebecca se distendió.

– Sí -respondió sonriendo. Sí, te lo merecías.

Jack asintió con un suspiro.

– Eso creía.

Bliss se irritó cuando comprobó que le resultaba imposible levantar las caderas de Joni para quitarle las bragas y dio rienda suelta a su mal humor, empujándola brutalmente para ponerla de lado. Luego le metió uno de sus calzoncillos en la boca, los apretó bien fuerte y se sentó de nuevo sobre la cama para mirarla.

La mujer de Greenwich había estado atada allí mismo durante casi veinticuatro horas. Cuando la mordaza de cinta para embalar se había humedecido con su saliva y se acercó para cambiársela, ella le había suplicado que la dejara ir al baño. Al negarse él, empezó a llorar. «Por favor, déjeme, por favor». Pero Bliss sacudió la cabeza, volvió a amordazarla y se quedó observándola fríamente hasta que, entre lágrimas, ella se orinó encima. Luego le pegó por lo que había hecho, pero limpió responsablemente todo el desaguisado. Había sangre. Creyó que sus riñones padecían una infección.

– Veamos -miró su reloj, son las diez y media, Joni. A las once volveré a prepararte. Hasta entonces, descansa.

Once menos cuarto. Las ventanas del estudio estaban abiertas, las farolas iluminaban la calle y los coches pasaban inundándola de música. La piel de Rebecca brillaba en la media luz. Se había soltado el pelo; la noche y el vino la habían distendido. Estaba sentada frente a él, en silencio. Hacía tiempo que se habían quedado como paralizados, sin poder decirse lo que realmente estaban pensando.

Fue Jack quien al final rompió el silencio.

– Debería irme -dijo.

Rebecca se limitó a beber un sorbo de vino.

– Se está haciendo tarde y mañana tengo que levantarme temprano… -Dejó la frase en suspenso esperando que ella respondiera. Así pues, debería irme.

– Sí -dijo finalmente ella, dejando su copa. Sí, por supuesto.

Bajaron la escalera. Rebecca iba delante. Al deslizarse sobre sus hombros, veía las pequeñas marcas que le dejaban los tirantes del vestido. Al llegar abajo, Rebecca puso la mano en el pestillo pero no abrió la puerta.

– Bueno… -dijo. Miraba fijamente un botón de su camisa, sin querer encontrarse con sus ojos. Gracias por el consejo.

– De nada.

De nuevo se hizo el silencio. Su mirada seguía clavada en el botón de la camisa, y Jack levantó instintivamente su mano poniéndola sobre el pecho. Rebecca abrió la boca, se cubrió la cara con las manos y se dio la vuelta.

– ¿Rebecca?

– ¡Dios! Lo siento. -Su voz sonó ronca.

– Rebecca… -Le puso suavemente las manos en los hombros, sobre los tirantes, notando su cálida piel. ¿Tal vez deberíamos volver arriba?

– Sí -asintió sin mirarle, eso creo.

Trató de darle la vuelta pero, con un sonido ronco, ella cogió su mano derecha y se la llevó a la boca, besándola, mordisqueándole ligeramente la palma, chupando sus dedos uno a uno. Jack se quedó inmóvil, contemplando su nuca, con el corazón palpitándole. Rebecca se rasgó los labios con sus dedos, levantó la barbilla llevando la mano de Jack hasta su cuello bajándose el vestido, y de pronto a él le invadió el deseo con tanta violencia que no pudo contenerse.

¡Oh, Dios…!

Le dio la vuelta, la agarró por los muslos y la levantó avanzando hacia el frío radiador del vestíbulo. Le levantó el vestido hasta la cintura y Rebecca, con un hondo suspiro, se apretó instintivamente contra su cuerpo mientras le besaba con ardor y con las manos le ayudaba torpemente a quitarle las bragas, absorta, sin sonreír.

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