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Mo Hayder: El latido del pájaro

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Mo Hayder El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos. El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas. El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver… ¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Mo Hayder El latido del pájaro Traducción de María Beneyto Título de la - фото 1

Mo Hayder

El latido del pájaro

Traducción de María Beneyto

Título de la edición original: Birdman

CAPÍTULO I

Greenwich Norte. Finales de mayo. Tres horas antes del amanecer, el río está desierto. Amarradas, las oscuras gabarras se balancean mientras la marea disuelve lentamente el lodazal donde han pasado la noche. La neblina se levanta, avanza tierra adentro, rebasa los sombríos barcos, el solitario Millenium Dome y, a través de parajes desolados y extraños paisajes lunares, se detiene envolviendo un fantasmagórico desguace medio abandonado.

De repente todo se ilumina. Un coche policial, con las luces azules destellando, se acerca por la calle de servicio. Durante veinte minutos siguen llegando policías: ocho coches, dos Ford Sierra sin distintivos y la furgoneta blanca del equipo forense. En la calle se dispone un control y un destacamento local impide el acceso por el río. El primer agente del CID llega al cruce de Croydon preguntando por los números de busca de los miembros del AMIP, departamento de investigación de la zona. Diez kilómetros más allá es despertado el detective inspector Jack Caffery, AMIP equipo B, que estaba durmiendo tranquilamente en su cama.

Acostado, parpadea en la oscuridad, intenta poner en orden sus pensamientos y lucha contra el deseo de darse la vuelta y dormirse de nuevo. Hace un esfuerzo, inspira profundamente, se levanta de la cama y se dirige al cuarto de baño para lavarse la cara. No más whiskis estando de servicio, Jack. Lo juro, de veras, lo juro. Y empieza a vestirse parsimoniosamente. Mejor llegar despejado y tranquilo. La corbata, no muy chillona; a los del CID les fastidia que alardeemos más que ellos. Él busca. Y café. Mucho café instantáneo con azúcar y sin leche, nada de leche y, sobre todo, no comas: nunca sabes lo que tendrás que ver. Toma dos tazas y busca las llaves del coche en el bolsillo de sus tejanos.

Luego, atiborrado de cafeína y con un pitillo recién encendido, conduce por las desiertas calles de Greenwich hasta la escena del crimen donde su superior, comisario Steve Maddox, un hombre bajo y de cabello prematuramente cano, impecable, como siempre, con su traje marrón oscuro, le espera fuera del desguace paseándose alrededor de una solitaria farola y haciendo girar en su dedo las llaves del coche.

Observa cómo se detiene el coche de Jack. Luego cruza la calle, apoya un codo en el techo, se inclina y dice:

– Espero que no hayas comido nada.

Jack pone el freno de mano y saca el paquete de tabaco de la guantera.

– Precisamente lo que me hacía falta.

– Éste ha superado su fecha de caducidad. -Maddox se aparta para que Jack salga del coche-. Hembra, parcialmente enterrada.

– ¿La has visto?

– Todavía no. El CID me ha pasado e informe. Además bueno -echa una ojeada hacia donde forman corrillo los oficiales del CID-, alguien le ha hecho una autopsia. El habitual corte en canal.

Jack se detiene en seco.

– ¿Autopsia?

– Eso he dicho.

– Seguramente la sacaron de un laboratorio forense para dar un paseo.

– Ya.

– Una trastada de estudiantes de medicina…

– Mira, no es exactamente de nuestra incumbencia -le interrumpe Maddox alzando las manos. Vuelve a mirar por encima del hombro y se inclina hacia Jack-. Pero ya sabes lo amables que son los chicos del CID de Greenwich. Sigámosles la corriente. No creo que nos perjudique ocuparnos de una pequeña carnicería.

– Ya.

– Bien -masculla Maddox incorporándose-. ¿Estás preparado?

– ¿Preparado? -Caffery cierra el coche de un portazo, y se encoge de hombros-. Por supuesto que no. ¡Cómo podría estarlo!

Se dirigieron al portón de entrada rodeando la valla. El tenue resplandor amarillo de las dispersas farolas de sodio y los esporádicos destellos de las cámaras del equipo forense iluminaban el desolado paisaje. Un kilómetro más allá, dominando el horizonte, el Millenium dome se alzaba con sus rojas luces de posición parpadeando contra las estrellas.

– La han metido en una bolsa de basura o algo parecido -dijo Maddox. Señaló bruscamente con la cabeza un grupo de coches-. ¿Ves aquel Mercedes?

– Sí.

Caffery siguió andando. Un hombre de anchas espaldas con un abrigo de pelo de camello se encorvaba en el asiento delantero de un Mercedes mientras hablaba con un agente del CID.

– Es el propietario. Ese asunto del Millenium lo ha puesto todo patas arriba. Dice que la semana pasada contrató a un equipo para que limpiara todo esto. Seguramente la maquinaria pesada removió la fosa, y a la una de esta madrugada…

Se detuvo un momento al llegar a la barrera, y luego se adentraron en la escena del crimen.

– A la una de esta madrugada, tres tipos estaban aquí bebiendo cerveza y se tropezaron con el fiambre. Ahora están en comisaría, la coordinadora nos contará algo más, ya ha hablado con ellos.

Fionna Quinn, de la policía científica, desplazada del Yard y coordinadora en la escena del crimen, los esperaba al lado de una furgoneta en un claro iluminado por focos, enfundada en su mono blanco. Se quitó la capucha mientras ellos se acercaban.

Maddox hizo las presentaciones.

– Jack, la doctora detective Quinn. Fionna, mi nuevo inspector, Jack Caffery.

Caffery le tendió la mano.

– Encantado.

– Lo mismo digo.

La mujer se sacó los guantes de látex y estrechó la mano de Jack.

– Es su primer caso, ¿verdad?

– En el AMIP, sí.

– Bien, me hubiera gustado poder recibirlo con algo menos desagradable. Algo le partió el cráneo, seguramente una máquina. De la cintura para abajo está enterrada bajo un prefabricado de hormigón, probablemente de una acera o algo así.

– ¿Ha estado ahí durante mucho tiempo?

– No creo. A primera vista -dijo volviendo a ponerse los guantes y tendiendo a Maddox una mascarilla-, menos de una semana. Demasiado tiempo para que valga la pena andarse con prisas. Creo que deberían esperar a que amanezca para sacar al patólogo de la cama.

– ¿El patólogo? -preguntó Caffery-. ¿Está segura de que necesitamos un patólogo? Los del CID opinan que se le practicó una autopsia.

– Correcto.

– ¿Y pretende que la examine un patólogo?

– Sí. -La expresión de Quinn siguió inmutable-. Incluso ustedes deben verla. No estamos hablando de una autopsia profesional.

Maddox y Caffery intercambiaron una mirada. Se quedaron en silencio y luego Jack asintió con un gesto.

– De acuerdo. Vamos allá.

Carraspeó, cogió los guantes y la mascarilla que Quinn le tendía y, con gesto rápido, se remetió la corbata dentro de la camisa.

– Echemos un vistazo.

Incluso con guantes de látex, la inveterada costumbre del CID obligaba a Caffery a andar con las manos en los bolsillos. De vez en cuando, inquieto, perdía de vista el haz de la linterna que empuñaba la detective Quinn. A medida que se adentraban en el astillero aumentaba la oscuridad. El equipo de fotografía había terminado su trabajo y se había encerrado en su furgoneta blanca para revelar la película. La única iluminación procedía de la débil incandescencia de la cinta fluorescente que Quinn había utilizado para señalar el borde del camino o para proteger las pruebas recogidas, que esperaban la llegada del agente que se ocuparía de ellas. Avanzaban entre la niebla con recelo, dando un respingo ante la silueta de una botella, de una lata aplastada o de cualquier objeto informe.

Las cintas transportadoras y las grúas, grises y silenciosas como abandonadas montañas rusas, se elevaban más de diez metros contra la oscuridad del cielo.

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