– ¿Comunicó su desaparición?
Harrison chasqueó la lengua.
– ¿Desaparición? ¿De qué habla?
– Dejó aquí sus cosas. ¿No le extrañó?
– ¿Por qué debería extrañarme? Cuando se instaló aquí solo trajo su maquillaje, su equipo de música y jeringuillas, ya sabe, lo habitual.
– ¿Se ha preguntado si algo ha ido mal?
– No -sacudió la cabeza-. De todas formas estábamos a punto de terminar. No me sorprendió que no regresara aquella noche… -Su voz se fue apagando y contempló la expresión de Essex, luego la de Caffery-. ¡Eh! ¿Qué han venido a hacer aquí? ¿Ha ocurrido algo?
Ninguno de los dos respondió y la mirada de Harrison se ensombreció. Encendió un cigarrillo y dio una profunda calada.
– Sé que no me gustará, pero, será mejor que lo suelten de una vez. ¿Qué le ha pasado? ¿Está muerta o algo por el estilo?
– Sí.
– Sí, ¿qué?
– Muerta.
– ¡Mierda! -Se uso lívido-. Debería haberlo imaginado -dijo dejándose caer en el sofá-. Debería haberlo comprendido en el momento en que aparecieron ustedes. Una jodida sobredosis, ¿no?
– Seguramente no. Estamos considerando la posibilidad de un asesinato.
Harrison miró a Caffery sin pestañear. Después, como si así pudiese protegerse de las palabras, se cubrió las orejas con las manos. En sus pálidos antebrazos se veían marcas de agujas.
– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío! -Dio caladas a su Silk Cut con lágrimas en los ojos-. Un momento -dijo de pronto, y se precipitó hacia el pasillo.
Caffery y Essex se miraron el uno al otro. Le oyeron moverse en la habitación, abriendo cajones.
– No lo sabía, ¿verdad? -dijo Essex.
– No.
Se quedaron en silencio. Alguien en el apartamento de abajo puso a todo volumen un estéreo. Trance, el mismo tipo de música que Caffery había oído miles de veces en los clubes nocturnos. Se revolvió en su asiento.
– ¿Qué demonios estará haciendo?
– No lo sé… -Essex se interrumpió-. ¡Dios! ¿No creerás qué…?
– ¡Mierda!
Caffery corrió al recibidor y aporreó la puerta del baño.
– ¡No intentes colocarte, Barry! -ordenó-. ¿Me oyes? ¡No me jodas! ¡Te encerraré por esto!
La puerta se abrió.
– No podéis enchironarme por unas cápsulas -dijo Harrison-. Tengo recetas. De antes de la prohibición.
Con el brazo izquierdo doblado y sujetándose el codo, los empujó para pasar al salón. Caffery le siguió, mascullando.
– Tenemos que hablar contigo. Pero no podremos hacerlo si estás colocado hasta las cejas.
– Así les seré más útil. Estaré más despejado.
– ¡Más despejado! -masculló Essex sacudiendo la cabeza.
Harrison se dejó caer en el sofá y recogió las piernas rodeándolas con los brazos en un gesto extrañamente femenino.
– Casi todo el tiempo que pasé con Shellene estaba ciego.
Echó la cabeza hacia atrás y por un instante Caffery creyó que iba a romper en sollozos, pero apretó los labios y dijo:
– Está bien. ¿Dónde estaba?
– Al sureste.
– ¿Greenwhich?
Caffery levantó la mirada.
– ¿Cómo lo sabe?
Harrison dejó caer los brazos y sacudió la cabeza.
– Siempre andaba por allí. Era donde encontraba casi todo su trabajo. ¿Cuándo ocurrió?
– La encontramos ayer por la mañana.
– Sí, ya, pero… -tosió-. ¿Cuándo…?
– Más o menos cuando la viste por última vez.
– ¡Mierda! -Harrison suspiró. Encendió otro cigarrillo, echó la cabeza hacia atrás y exhaló el humo hacia el techo-. Bueno terminemos de una puta vez. ¿Qué quieren saber?
Caffery se sentó en el reposabrazos del sofá y sacó su bloc de notas.
– Vamos a tomarte declaración, así que dime si estás en condiciones de prestarla. -Al ver que no contestaba, Caffery hizo un gesto de asentimiento-. De acuerdo, considero que nos permites seguir adelante. El inspector Essex es nuestro oficial de enlace para todo lo que quieras tratar con nosotros. Se quedará contigo una vez yo me haya ido, examinará tu declaración y te pedirá que nos ayudes a localizar a la familia de Shellene. Queremos detalles: qué ropa llevaba, qué maquillaje utilizaba, su ropa interior, su telenovela preferida. -Hizo una pausa-. Supongo que sería una pérdida de tiempo aconsejarte que vieras a una asistente social para evitar que tus venas se conviertan en pulpa.
– ¡Dios! -exclamó Harrison llevándose las manos a la cabeza.
– Eso creía -suspiró Caffery-. Sigamos. ¿Sabes adónde iba Shellene esa noche?
– A uno de sus bares. Tenía una actuación.
– ¿Cuál?
– Ni idea. Pregunte a su agente.
– ¿Nombre?
– Little Darling.
– ¿Little Darling?
– No tiene muy buena reputación. Está en Earl’s Court.
– Bien. ¿Sabes otros nombres? Cualquiera con los que hubiera tenido relación
– Sí, deje que piense. -Harrison apretó el Silk Cut entre los dientes-. Estaba Julie Darling, la agente. -Empezó a enumerar los nombres con sus dedos-. Pussy, resulta gracioso que siempre haya una Pussy, ¿verdad? Y Pinky y Tracey o Lacey o alguna gilipollez por el estilo, Petra y Betty y eso… -se golpeó las rodillas con las manos súbitamente enojado -suma seis y eso es todo lo que sé de la vida de Shellene y encima me dicen que les sorprende que no comunicara su desaparición, como si yo supiera o hubiera hecho algo.
– Bien… tranquilízate.
– Sí, claro, me lo estoy tomando con mucha tranquilidad. Estoy jodidamente tranquilo. -Se dio la vuelta y miró por la ventana. Durante un minuto sólo hubo silencio. Los ojos de Harrison vagaban por los tejados de Mile End Road, por las verdosas cúpulas de los grandes almacenes Spiegehalter que se elevaban contra el azul del cielo. Una paloma se posó en la terraza y Harrison se encogió de hombros, suspiró y se dio la vuelta hacia Caffery.
– De acuerdo.
– ¿Qué?
– Será mejor que me lo diga ahora.
– Decir qué.
– Ya sabe. ¿Ese cabrón, la violó?
Cuando llegó a Meckelson Mews, Earl’s Court, el sol había conseguido poner a Caffery de mejor humor. Encontró la agencia con facilidad: LITTLE DARLING, rezaban sobre la puerta unas descascarilladas letras doradas.
Julie Darling era una mujer de pequeña estatura de algo más de cuarenta años, con un brillante pelo teñido de negro cortado a lo paje y una nariz inverosímilmente chata en medio de su tersa cara.
Vestía un chándal de terciopelo color fresa haciendo juego con unas sandalias de altísimos tacones y, mientras acompañaba a Caffery a través del suelo de corcho del vestíbulo, mantenía la cabeza muy erguida. Un gato persa blanco, molesto por la intrusión de Jack, huyó por una puerta abierta. Caffery oyó una voz de hombre dentro de la habitación.
– Mi marido -dijo Julie-. Lo pesqué en Japón hace veinte años.
Cerró la puerta. Caffery vislumbró a un hombre corpulento en camiseta, sentado al borde de una cama, rascándose la barriga como se fuera una morsa. Un resquicio en las cortinas permitía que la luz entrara en la oscura habitación.
– Fuerza aérea norteamericana -murmuró en voz baja como si eso pudiera explicar la razón por la que no los acompañaba.
Caffery la siguió hasta su oficina: una luminosa habitación de techo bajo con dos ventanas de vidrio emplomado donde revoloteaban insectos disfrutando de los rayos de sol. En algún lugar cercano alguien practicaba arpegios en un piano.
– Bien. -Julie se sentó detrás de su escritorio, cruzó las piernas y miró a Jack-. Caffery, menudo apellido. ¿Es usted irlandés? Mi madre siempre me ponía en guardia contra los chicos irlandeses. O estúpidos o peligrosos, decía.
– Espero que le hiciera caso, señorita… Darling.
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