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Mo Hayder: El latido del pájaro

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Mo Hayder El latido del pájaro

El latido del pájaro: краткое содержание, описание и аннотация

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos. El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas. El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver… ¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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– ¿Algo nuevo?

– Así es. -Se apartó el pelo de su ancha y rubicunda frente-. La víctima número cinco tuvo la decencia de darse de alta como prostituta. Una tal Shellene Craw.

Caffery abrió el sobre.

– Así que estaban inscritas en el registro de pelanduscas… Resulta curioso que no lo estuviesen en el de personas desaparecidas, ¿verdad? Lo que significa que alguien tiene mucho que contarnos.

– Concretamente un tal Harrison. -Le tendió el sobre-. Barry Harrison de Stepney Green.

– ¿Quieres que inaugure tu agenda hoy? -dijo Maddox.

– Desde luego.

– Essex, imagino que en este caso actuarás como enlace con las familias, ¿verdad?

– Sí, señor. Especialmente seleccionado por mi delicadeza.

– Entonces será mejor que acompañes a Caffery. Alguien puede necesitar tu delicado hombro para llorar a gusto.

– Lo haré. Acaba de llegar esto, señor. -Entregó a Caffery una hoja de ordenador-. Del Yard. El nombre del caso será «operación Alcatraz».

Caffery, ceñudo, cogió la hoja.

– ¿Es una tomadura de pelo?

– No.

– De acuerdo. Ponte en contacto con ellos y diles que lo cambien.

– ¿Por cuál?

– Hombre Pájaro. El hombre pájaro de Alcatraz.

– ¿No has visto las primeras conclusiones postmortem?

– Acabo de llegar.

Maddox suspiró.

– El asesino nos dejó un regalito con las víctimas.

– Dentro de las víctimas -le corrigió Caffery cruzando los brazos-. Concretamente, dentro de la caja torácica, cosidos junto al corazón.

El rostro de Essex se demudó. Se quedó mirándolos a la espera de que siguieran hablando.

Maddox carraspeó y clavó sus ojos en Caffery. Ambos seguían en silencio.

– ¿Y bien? -Essex, hizo un gesto mostrando las palmas de sus manos-. ¿De qué se trata, qué fue lo que dejó?

– Un pájaro -dijo finalmente Caffery-. Un pajarillo, seguramente un pinzón, metido en cada abdomen. Y no menciones una palabra al resto del equipo. ¿Me has entendido?

CAPÍTULO 5

A las diez de la mañana el NIB disponía de una serie de huellas digitales pertenecientes a la víctima número dos, una tal Michelle Wilcox, prostituta de Deptford. Esa misma mañana, mientras Caffery y Essex conducían por el túnel de Rotherhithe para interrogar al novio de Shellene Craw, su ficha era enviada desde Berdmonsey a Shrivemoor. Era un día fresco y radiante. El intenso color del follaje de los escasos árboles de Londres hacía que, incluso el East End, pareciera lleno de vida.

– Ese tipo, Harrison -dijo Essex mirando, una vez pasada una hilera de alegres casitas georgianas recién pintadas y orgullo de sus endeudados propietarios, la casa victoriana de ladrillo rojo, ennegrecida por años de polución, que se levantaba en la frontera del barrio burgués donde vivía Harrison-. Estoy seguro de que no crees que sea el psicópata que buscamos.

Caffery detuvo el coche.

– Por supuesto que no lo creo.

– ¿Qué opinas, entonces?

– No lo sé. -Salió del coche y estaba a punto de cerrar la puerta cuando, vacilando, volvió a meter la cabeza-. Lo único que sé es que nuestro asesino tiene coche.

– ¡Conque tiene coche! ¿Eso es todo?

Essex salió del Jaguar y cerró de un portazo.

– ¿No tienes nada mejor que decir?

– No. -Guardó las llaves en el bolsillo-. Aún no.

En el edificio de Harrison el ascensor estaba averiado, así que subieron a pie los cuatro pisos. De vez en cuando Caffery se detenía a esperar a Essex, que jadeaba.

Maddox le había hablado de Essex. «Todos los equipos tienen su bufón y en el B tenemos a Essex. A los muchachos les encanta burlarse de él. Aseguran que en cuanto llega a su casa se pone una bata para pasar el aspirador. No son más que gilipolleces, por supuesto. Tenlo en cuenta pero no cometas el error de no tomarle en serio. Lo cierto es que es sólido como una piedra».

Y poco a poco, Caffery empezaba a confiar en la humanidad de esa mula de carga. Trataba a Essex como lo hacían las mujeres: como a un viejo oso herido. Flirteaban con él, se sentaban en sus rodillas y le daban ligeros cachetes riéndose de sus ocurrencias. Sin embargo, en su fuero interno, quizá sabían que su nivel emocional era mucho más profundo de lo que ellas eran capaces de comprender. A sus treinta y siete años, el detective Essex seguía viviendo solo, lo que hacia que de vez en cuando Daffery se sintiera culpable comparando su cómoda vida con la de Essex. Incluso en ese momento las diferencias físicas hablaban por sí mismas mientras Caffery llegaba tan campante al descansillo del apartamento de Harrison, Essex arrastraba jadeando los pies, sudoroso y congestionado, abrochándose ele cuello de la camisa y tirando de los pantalones que se le habían quedado pegados a las piernas. Tardó unos momentos en recuperarse.

– ¿Listo?

– Adelante -dijo asintiendo con la cabeza mientras se enjugaba la frente.

Jack llamó a la puerta de Harrison.

– ¿Quién es? -respondió una voz soñolienta.

Caffery se agachó para hablar por la ranura del buzón.

– ¿Señor Harrison, Barry Harrison?

– ¿Quién lo pregunta?

– Inspector Caffery -miró de reojo a Essex. Se olía a marihuana-. Nos gustaría hablar con usted.

Un siseo y el ruido de un cuerpo saliendo de la cama. Luego un grifo, el sonido del depósito del retrete vaciándose y finalmente la puerta que se entreabre con la cadenilla de seguridad puesta. Protuberantes ojos azules y una cara sin afeitar.

– ¿Señor Harrison? -preguntó Caffery mostrándole su placa.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Podemos entrar?

– Si me dicen qué quieren. -Era delgado y pecoso; llevaba el torso desnudo.

– Nos gustaría hablar con usted acerca de Shellene Craw.

– No está, hace días que no aparece por aquí.

Fue a cerrar la puerta pero Caffery apoyó el hombro.

– He dicho que quiero hablar de ella, no con ella.

Harrison los evaluó con la mirada como si estuviera considerando con cuál de los dos tendría más posibilidades si llegaban a las manos.

– Miren, ya habíamos terminado. Si se ha metido en líos lo siento, pero ni estábamos casados ni nada de nada, no tengo ninguna responsabilidad hacia ella.

– No tenemos nada contra usted, señor Harrison.

– No van a irse, ¿verdad?

– No, señor.

– ¡Mierda!

La puerta se cerró y oyeron cómo quitaba la cadenilla.

– Bueno, acabemos de una vez. Pasen.

La sala era pequeña y mugrienta, abierta por un lado a una terraza y por el otro a una cocina decorada con algunas amarillentas plantas trepadoras. Colillas, papeles y tabaco desparramados por el suelo.

Caffery se sentó cerca de la ventana en una silla y cruzó los brazos.

– ¿Cuándo vio a Shellene por última vez?

– No tengo ni idea… Un par de semanas.

– ¿No puede ser más preciso?

– ¿En qué se ha metido ahora?

– Un par de semanas. ¿Una semana o un mes?

– No lo recuerdo.

Se puso una camiseta y sacó un paquete de cigarrillos de sus tejanos. Recogió un encendedor caído en el suelo.

– Fue después de mi cumpleaños.

– ¿Que cae…?

– El diez de mayo.

– Estaba viviendo aquí, ¿no es así?

– Es usted un lince.

– ¿Qué ocurrió?

– Qué sé yo. Se largó. Salió una noche y ya no volvió. Pero así es Shellene. Dejó la mitad de sus porquerías en la habitación.

– ¿Todavía las conserva?

– No. Me sentía tan harto que las tiré… sus trastos para el strip tease y cosas así.

– ¿Hacía strip-tease?

– Cuando estaba bien. Pero Shellene siempre está al límite del puterío. Pilla a sus jodidos árabes en Portland Place, ¿lo sabía?

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