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Mo Hayder: El latido del pájaro

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Mo Hayder El latido del pájaro

El latido del pájaro: краткое содержание, описание и аннотация

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos. El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas. El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver… ¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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– Muerte instantánea.

– Exactamente. Bien, prosigamos. No se aprecian los daños que cabría esperar, pero esto no significa que no se inyectara nada. Incluso el agua hubiera provocado el mismo resultado. Sencillamente, el corazón y los pulmones se hubieran detenido instantáneamente.

– ¿Y cree que, exceptuando la víctima tres, ninguna de ellas se resistió?

– Eso he dicho.

– Pero ¿cómo…? -Caffery se frotó las sienes-. ¿Cómo consiguió que permanecieran sumisas y tranquilas?

– En cuanto recibamos los análisis del contenido del estómago, sangre y tejidos, sabremos lo que las sedó. -Ladeó la cabeza-. Podemos presumir que cuando les clavaron la aguja estaban semiinconscientes.

– Bien. -Caffery cruzó los brazos-. En Lambeth hacen análisis buscando alcohol, rophinol, barbitúricos y sustancias extrañas, pero esas marcas en la frente… -dijo haciendo un gesto hacia una de las víctimas.

Un centímetro por debajo del pelo aparecía una línea horizontal con unas marcas ligeramente ocres.

– Extraño, ¿verdad?

– ¿Las tienen todas?

– Todas excepto la número cuatro. Se extienden alrededor de toda la cabeza. Casi un círculo perfecto. Y siguen un patrón muy peculiar: unos pocos puntos y luego un corte.

Caffery se inclinó un poco más. Punto, punto, raya. ¿Acaso era una broma macabra?

– ¿Cómo se hicieron?

– No tengo ni idea; lo estudiaré.

– ¿Y esta sutura?

– Sí. -Krishnamurti guardó silencio por un instante-. Es profesional.

Caffery se enderezó. Maddox le observaba por encima de la mascarilla con sus ojos grises.

Caffery enarcó las cejas.

– Muy interesante.

– No dije que la técnica fuera profesional, caballeros. -Krishnamurti se sacó los guantes, los echó en una cubeta y se dirigió al lavabo-. Tan sólo el tipo de material. Se trata de seda. Pero la incisión no sigue el procedimiento xifoideo. Muy burdo. La incisión de las mamas no es más que la técnica clásica que se enseña en las facultades de medicina.

– Cogió una pastilla de jabón antiséptico y se la pasó por los brazos-. Ha extraído tejido adiposo casi del lugar correcto, y la incisión es limpia, hecha con bisturí. Pero la sutura no es profesional. En absoluto.

– Sin embargo, si sospechara que nuestro hombre tiene conocimientos de cirugía, ¿qué me diría?

– Le diría que acierta. Ha sido capaz de llegar hasta el bulbo cefalorraquídeo, lo que es meritorio. -Se secó las manos-. Bien. ¿Quieren ver lo que hizo antes de coserlas?

– Naturalmente.

– Síganme.

Los condujo hasta una antesala donde su ayudante mascaba chicle limpiando los intestinos en una pileta. Los mantenía debajo de un grifo y enjuagaba el contenido en una palangana examinándolos por las dos caras en busca de señales de corrosión. Al ver a Krishnamurti los dejó a un lado y se lavó las manos.

– Muéstreles lo que encontramos dentro de la cavidad torácica, Martin.

– Desde luego.

Mantuvo el chicle contra la mejilla y cogió una palangana de acero cubierta con papel de estraza. Lo apartó y mostró su contenido.

Maddox se inclinó para mirarlo y se echó hacia atrás como si le hubieran abofeteado.

– ¡Joder! -Se dio la vuelta sacando de su bolsillo un pañuelo.

– ¿Puedo verlo?

– Por supuesto.

Caffery echó una cautelosa mirada. En el maloliente fondo de la palangana salpicada de sangre se amontonaban, como para conservar el calor, cinco diminutos cadáveres.

Alzó la mirada hacia el forense.

– ¿Son lo que parecen?

– ¡Oh, sí! -asintió el forense-. Son exactamente lo que aparentan ser.

CAPÍTULO 4

Caffery se acostó a las cuatro de la madrugada. A su lado, Verónica, con un leve ronquido, dormía profundamente. Debía de molestarle la garganta y eso significaba que tenía las glándulas inflamadas. La inflamación de éstas había reaparecido al manifestarse la enfermedad de Hodgkin, ese linfoma mortal.

Justo a tiempo, Verónica, en el momento preciso. Como si lo hubieras adivinado.

A las cuatro y media consiguió conciliar un sueño ligero e inquieto, para volver a despertarse una hora después.

Se quedó mirando al techo mientras pensaba en los cinco cadáveres de Devonshire Drive.

Una de las lesiones se repetía en todas las víctimas: las marcas en la cabeza -¿algo que les había obligado a ponerse?, ¿parafernalia sadomasoquista? -excepto en la número cuatro. Ninguna había sido violada, no presentaban signos de penetración traumática anal, oral o vaginal y, sin embargo, Krishnamurti había encontrado restos de semen en el abdomen, lo que, unido a la mutilación de los pechos en tres de las mujeres y su total desnudez, confirmaba a Caffery que se enfrentaba a un asesino sexual en serie, a alguien tan enfermo que ya no podía detenerse. Y lo que no dejaba de obsesionarle eran los cinco pequeños cadáveres en el fondo de aquella palangana. Seguía viéndolos como en una pesadilla.

Al comprender que ya no podría volver a conciliar el sueño, tomó una ducha, se vistió y, sin despertar a Verónica, condujo a través de las calles de Londres hasta las oficinas del equipo B.

El equipo B, también conocido como Shrivemoor por la calle donde tenía su sede, compartía un funcional edificio de ladrillo con los TSG, los grupos de apoyo.

Su fachada era anónima, pero daba para pensar que se trataba de una comisaría en pleno funcionamiento y la gente acudía con sus problemas cotidianos. Finalmente se puso un cartel en el que se leía: «Diríjanse a la comisaría que hay al final de la calle».

Para cuando Caffery llegó, el sol ya iluminaba las casas adosadas y los niños eran conducidos a la escuela en el Volvo de sus papás. Aparcó su viejo Jaguar, otra cosa que Verónica pretendía cambiar por un modelo nuevo y flamante. «Podrías venderlo y conseguir uno moderno», solía decirle ella. «No quiero uno moderno. Quiero el coche que tengo», respondía él. «Al menos deja que lo adecente», insistía ella.

Sacó su tarjeta de identificación y pasó por delante de los quince Ford Sherpa blindados del TSG aparcados sobre las manchas de aceite que iban perdiendo. En las oficinas del AMIP todavía estaban encendidos los fluorescentes. Cuatro analistas de datos, todas mujeres, mecanografiaban sentadas ante sus escritorios.

Encontró a Maddox en su despacho, recién llegado después de desayunar con el superintendente jefe. Entre el té y las pastas de harina integral en el club de golf Chislehurst, el superintendente había pergeñado un plan de actuación.

– Ha dado en las narices a la prensa con una moratoria. -Maddox parecía agotado. A juzgar por su aspecto, Jack adivinó que todavía no se había acostado-. Cualquier oficial de sexo femenino que no soporte este caso puede solicitar su traslado, además… -cogió un lápiz que alineó exactamente con los demás objetos de su escritorio -va a mandarnos refuerzos… El equipo F va a desembarcar aquí al completo.

– ¿Dos equipos en el mismo caso?

– Exacto. Al jefe le preocupa mucho. No le gusta que Krishnamurti queme etapas antes que nosotros. Además…

– ¿Sí?

Maddox suspiró.

– Ese pelo que Krishnamurti encontró en esa chica… el pelo negro.

– También encontró pelos rubios. Tratándose de prostitutas ese tipo de evidencias puede inducir a error.

– Tienes razón, pero el jefe está convencido de que las organizaciones de derechos humanos le acechan entre las sombras. -Alguien llamó a la puerta y Maddox fue a abrir-. Se niega en rotundo a que el sospechoso sea negro.

– Buenos días, señor -dijo el sargento detective Paul Essex con su habitual desaliño: nudo de la corbata flojo y mangas dejando al descubierto sus gruesos antebrazos. Sostenía en la mano un sobre de color naranja.

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