Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Sintiéndole.

Sus pies desnudos encontraron a tientas un precario apoyo en la bicicleta que había junto al radiador, mientras Jack se afirmaba en el suelo y se bajaba la cremallera. A través de las ventanas las luces de los coches se deslizaban por el techo las paredes, iluminándolas mientras él la embestía una y otra vez. Ella tenía los ojos cerrados y se mordía el labio apretando sus caderas contra las suyas, ajustándose a su ritmo. La bicicleta se balanceó y los pedales rasguñaron la pantorrilla de Jack haciéndola sangrar, pero él no se dio cuenta. Todo había ido desapareciendo a su alrededor hasta que cada átomo de energía y deseo quedó reducido a ese acto que ni siquiera recordaba cómo había empezado.

– No… -exclamó de pronto Rebecca mirándole de frente no, no te corras.

– ¡Mierda! -exclamó, y retrocedió por el vestíbulo, dando traspiés y eyaculando en el suelo, encima de sus zapatos. Incrédulo, la miró tapándose la cara con las manos y, sacudiendo la cabeza, se dejó caer al pie de la escalera. ¡Dios mío! Lo siento… los siento.

Rebecca bajó del radiador y se sentó a su lado con el pecho palpitante, con el pelo humedecido por el sudor pegado a su cara y su frente. Todavía tenía el vestido recogido por la cintura, pegado a la piel, dejando al descubierto su ombligo.

– Lo lamento -dijo él. No debería haberlo hecho…

– No ha sido… -Se secó los labios y le miró de soslayo con la cara y el cuello sonrojados. De verdad… yo… no pasa nada. Hubiera podido evitarlo.

– Tenía que haber usado preservativo. Nunca me había ocurrido. Normalmente nunca…

De pronto, Rebecca se cubrió la cara con las manos y empezó a reír.

– ¿Qué pasa? -dijo él, y advirtió que le sangraba una pierna, un largo rastro oscuro se extendía hasta los pantalones, bajados hasta los tobillos. ¿Qué es tan divertido?

– ¿A eso te referías? ¿Un error de la naturaleza? -Separó los dedos para mirarle la entrepierna con la sonrisa todavía en los labios. ¿Ha sido eso lo que enloqueció a Verónica?

– ¡Dios mío! -balbuceó. Bueno, quizás algo tuvo que ver…

– ¿Puedes demostrarlo?

– Sí, puedo demostrarlo.

– ¿Ahora mismo?

– De verdad… ¿ahora mismo? Quiero decir que si estás seguro, que si puedes realmente hacerlo de nuevo.

– Sí. -Él miró alrededor buscando algo para limpiar el suelo, sus zapatos, su pierna. Sí, claro que puedo. Éste es uno de mis encantos.

– ¡Qué maravilla! -suspiró Rebecca dejando caer las manos y sonriendo. Esto puede ser amor.

A las once en punto estaba preparado.

En el dormitorio, Joni seguía inmóvil sobre la cama. Creyó que todavía esta inconsciente hasta que se acercó y vio su ojo sano observando cómo él se ponía la bata, la mascarilla y el gorro. Cuando él cogió el bisturí ella se revolvió en la cama, arqueando la espalda, sacudiendo la cabeza mientras emitía unos gorgoteos con la garganta.

– Cálmate. -Le puso una tranquilizadora mano en el hombro apretándola contra el colchón. Será mejor que te calmes.

Joni echó la cabeza atrás y soltó un sordo gruñido a través de la mordaza.

– Puta -le dijo Bliss quedamente sentándose a horcajadas encima de ella. Cierra la boca, puta. He sido bueno contigo y me estás provocando.

La empujó hasta hundirla en la cama y Joni se quedó inmóvil bajo sus manos, observándole con recelo con su ojo sano.

– Bien -dijo él, y se levantó sobre sus talones y se enjugó el sudor de la cara. Ahora escucha. No voy a matarte. -Se inclinó sobre ella e, ignorando los escalofríos que sacudían a Joni, apoyó suavemente la cara contra su cuello. Sólo quiero que todo sea igual que aquella noche. ¿Me comprendes?

Una única lágrima resbalando por su mejilla le dijo que ella lo aceptaba. Joni dejó de resistirse. Pero para asegurarse Bliss volvió a sujetar su torso a la cama, cruzando la cinta de embalaje sobre las caderas. La mujer de Greenwich le había enseñado que, incluso inconsciente, el cuerpo humano responde con violencia ante el dolor.

Cogió un lápiz graso.

– No durará mucho.

Mordiéndose la lengua, trazó una marca justo por encima de la cicatriz señalando dónde iba a hacer la nueva incisión. Joni respiraba profunda y entrecortadamente por la nariz mientras Bliss escupía en el bisturí y lo secaba con su bata.

– No hay mucho que cortar, Joni.

Hizo una mueca y la suave carne cedió bajo la hoja como si fuera un queso, se contrajo y finalmente se abrió como una fruta madura. Joni emitió un ronco lamento mientras su pelvis se sacudió espasmódicamente contra el colchón. Un hilillo de sangre se deslizó entre las pecas de su vientre. Bliss se inclinó para estudiar el corte entrecerrando los ojos. Detrás de una grasa amarillenta, vio los implantes en su envoltorio de carne.

– Tienes suerte. -Respiró hondo dándole unas palmadas en la rodilla. Están justo encima del músculo. Aguanta un momento…

Se mordió el labio y, muy despacio, metió los dedos en el corte, deslizándolos por dentro, buscando dentro del pecho.

Joni le miró con ojos desorbitados cuando su dedo índice rodeó la bolsa de silicona y sacudió frenéticamente la cabeza.

– No te muevas, tranquila. -Sus dedos índice y pulgar se cerraron alrededor del implante y, con seguridad, tiró de él. No pasa nada, tranquila.

Los pies de Joni se cruzaban y entrecruzaban como si fueran tijeras y tenía los muslos tensos como cuerdas, mientras el implante se deslizaba hacia afuera arrastrando sangre y tejidos con él.

Él le puso la bolsa sobre su estómago.

– Ya está. Fácil, ¿verdad? -Se secó la mano en la bata. Bien, pero sigamos. Uno que se ha ido y otro que se irá.

CAPÍTULO 47

Repentinamente, el verano se alejó de Inglaterra para instalarse alegremente en la península Ibérica. La lluvia regresó de nuevo a Londres. Cuando Caffery despertó con Rebecca dormida a su lado, olió el cambio experimentado en el aire y sintió la humedad en su piel. Siguió acostado durante un momento, oyendo los latidos de su corazón, intentando descubrir qué le había despertado. ¿Algún ruido en el piso? ¿Habría vuelto Joni? ¿Sólo había sido un sueño? Escuchó atentamente hasta que, al volver la vista, el corazón le dio un vuelco. Rebecca estaba a su lado con un brazo colgando fuera de la cama y el otro doblado ligeramente, como si posase para una escultura clásica. No le veía la cara y se incorporó sobre los codos para mirarla. Estaba muy quieta. Quieta y…

¡Por Dios! Jack, ni lo pienses.

Casi se echó a reír. Por un instante había imaginado que estaba muerta. Pero su pequeña caja torácica se movía rítmicamente cuando apoyó la cara contra su pecho escuchó el tranquilizador y casi inaudible silbido de su respiración, el aleteo de su corazón.

Un pájaro moribundo.

Se levantó bruscamente y fue a la cocina, donde puso la cabeza debajo del grifo. No quería pensar en el Hombre Pájaro, en sus atrocidades. No mientras Rebecca dormía a su lado.

Sacudió la cabeza salpicando gotas mientras sus pensamientos se aclaraban. Joni no había regresado. La noche anterior, antes de dormirse, había puesto la cadenilla en la puerta de la calle para que Joni tuviera que despertarle cuando llegase. Encendió el gas para prepararse un té, se sirvió u vaso de agua y lo bebió con avidez mirando las fotografías que había en la repisa encima de la nevera.

Algunas eran de Rebecca: vestida con un mono manchado con un pincel en la mano; con los ojos soñolientos arrebujándose en una almohada y levantando una mano contra el objetivo. Otra la mostraba en una playa de guijarros, en pantalones cortos y sacando la lengua, bizqueando debajo de un enorme sombrero.

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