Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Bliss se había desquiciado cuando Rebecca empezó a gritar. Comprendió que tenía que arriesgarse y emprender el viaje. Cargarlas había resultado relativamente fácil, una en el asiento de atrás y la otra en el maletero, tapándolas con anoraks y un viejo saco de dormir. A pesar de sus temores, sólo tres personas se habían molestado en mirar a ese anodino hombrecillo cargando su coche a la hora de almuerzo en un día lluvioso.

El resguardado garaje había sido de gran ayuda. Eso, y que ambas mujeres, a raíz de los golpes con el mango del serrucho, habían perdido el conocimiento.

Volvió al coche, cogió cuatro bolsas del supermercado Sainsbury, regresó a la casa y cerró la puerta tras él. Vació las bolsas y a continuación colgó guirnaldas de papel de las ventanas e infló globos de colores. Les dijo que era su cumpleaños y les contó sus planes para ese día. Ellas no podían oírle, pero él siguió mascullando.

Cuando Essex salió de la casa ya había dejado de llover. Se dirigió al jardín y encontró a Jack mirando el crecido césped.

– ¿Jack?

Caffery se giró con la mirada perdida. Señaló el suelo.

Essex se acercó. A los pies de Jack, sobre la húmeda hierba había una bicicleta blanca y gris. Como si la hubieran tirado para deshacerse de ella.

– ¿Una bicicleta?

– Es de Rebecca -dijo Caffery.

Cuando regresaba al coche, la llamó a su apartamento. Respondió el contestador automático. Dejó un mensaje y telefoneó Shrivemoor.

Marilyn contestó.

– Jack, acabo de hablar con Amedure. Dice que aquel pelo… bueno, que coincide. Quiere que…

– Marilyn, escúchame. Dile a Steve que ya lo tenemos. Necesito apoyo. Estamos en Brazil Street.

– Vale… espera. -La oyó murmurar algo y luego la voz de Maddox.

– Jack, ¿dónde estás?

– Lewisham. Brazil Street, 34 A.

Maddox se aclaró la garganta.

– Jack, tenemos información sobre esa dirección, lo vimos en la factura telefónica de Harteveld. Llamó dos veces al 34 de Brazil Street la mañana en que se denunció la desaparición de Craw, y otras dos la semana en que se suicidó. Logan y Betts están de camino hacia ahí.

– Es él, Steve…

– ¿Qué has encontrado?

– Fotos, instrumental quirúrgico, un bisturí. Se llama Malcom Bliss. Ha huido en un Peugeot azul. Lleva a alguien con él.

– ¡Mierda!

– Creo que se dirige a algún lugar en el campo. En diez minutos tendré una dirección. Necesito apoyo.

– Bien. Marilyn se ocupará de coordinar la operación. Nos encontraremos en Greenwich dentro de treinta minutos.

– Que sean veinte.

CAPÍTULO 50

Caffery y Essex se sorprendieron al encontrar a Lola Velinor sentada en su oficina del St. Dunstan con su hermoso pelo negro recogido en un moño y un discreto collar de perlas sobre una blusa azul marino. Y comprendieron que el cadáver de Peace no había aparecido en su jardín por casualidad.

– No me dijo que estuviera en personal.

– No me lo preguntó.

– ¿Quién es el responsable de este departamento?

– Yo.

– ¿Y Bliss?

– ¿Malcom? Es mi ayudante. Está de vacaciones.

– Conocía a Harteveld.

Ella irguió la cabeza y frunció el ceño.

– Sí, ya se lo dije cuando me interrogaron.

– Necesitamos una dirección -dijo Jack.

Lola Velinor le miró plantándole cara con su rostro bizantino y entrecerrando los ojos.

– No tengo por qué darle nada, inspector.

– Se equivoca. Sección 17, artículo 19. Si me da la gana puedo llevarme sus archivos ahora mismo…

– Jack, hagamos esto con tranquilidad -terció Essex.

Lola Velinor apretó los labios. Se levantó y los acompañó hasta el sitio donde Wendy, de vuelta al departamento de personal, estaba sentada como un ratón de biblioteca entre los archivos.

– ¡Inspector Caffery! -Wendy se levantó. ¿Le apetece una taza de…?

– Wendy -la mandíbula de Lola Velinor se endureció. Déle al inspector Caffery todo lo que tengamos sobre Malcom Bliss.

– ¿Malcom Bliss?

– Eso he dicho.

– ¡Oh! -Ruborizada, abrió un cajón del archivador que tenía más cerca. Aquí está. -Abrió la carpeta. Brazil Street número 34, es su dirección en Lewisham. Y también está la de su madre, que murió el año pasado. Le dejó un pequeño chalet en Kent. Wildacre Cottage. Si lo desean puedo darles la dirección y el número de teléfono.

Mientras Essex anotaba los datos, Wendy le miraba pestañeando detrás de sus gruesas gafas.

– Solía bajarse la cremallera por debajo del escritorio -dijo. Me refiero a que se tocaba mientras hablaba con las mujeres. -Sacó un pañuelo de su manga y se lo pasó por la boca con mano temblorosa. ¿Es por eso que tiene problemas?

– Por algo parecido -dijo Essex.

El mango del serrucho le había producido a Rebecca un hematoma en la cabeza, provocándole momentos de aletargamiento y un dolor agudo si agachaba la barbilla. Pero su mente se mantenía incólume y sabía exactamente lo que ocurría a su alrededor.

Se quedó tendida con los ojos cerrados, reconstruyendo lo que Bliss le había hecho. Después de desnudarla de cintura hacia abajo, le había atado los tobillos a la parte posterior de los muslos utilizando la misma cinta de embalar. Luego la tumbó de lado en el suelo y le ató las manos sobre el estómago.

Y Bliss seguía ahí. Ella podía oírle, olerle. A unos cinco metros, ligeramente a su derecha. Hablaba como un poseso, repitiendo las mismas frases con voz cantarina y ridícula.

Está loco, Becky. Y vas a morir.

Una retahíla de imprecaciones tarareadas, tranquilizadoras, persuasivas: una conversación consigo mismo. Bliss siguiendo su propia y perversa lógica.

Rebecca intentó centrar su atención en lo que la rodeaba, tratando de adivinar las dimensiones de la habitación.

Ya no estaban en el piso de la ciudad. Lo percibía en el aire y en los sonidos que le llegaban. Todo estaba en calma. Sólo el trino de los pájaros. Ni trenes, ni coches, ninguno de los ruidos del centro de la ciudad. Tranquilo como el dormitorio de un niño. ¿Estarían en las afueras? ¿En el campo? Tal vez a kilómetros de cualquier lugar habitado y nadie sabría dónde encontrarla…

De pronto todo quedó en silencio. Rebecca contuvo la respiración y escuchó atentamente. Cuando se convenció de que Bliss había salido de la habitación, abrió los ojos y respiró.

La habitación, más o menos del tamaño que había imaginado, estaba en penumbras. El sol destacaba las rosas, pájaros y plumas del estampado de las cortinas. Detrás de una puerta batiente, una sombría cocina. A menos de dos metros de Rebecca, seis sillas de mimbre rosa pálido colocadas alrededor de una mesa de bambú y cristal sobre la que había platos de papel, una botella de licor de cereza, sombrerillos de cotillón y los restos de una tarta de cumpleaños. Encima, susurrantes y temblorosos como una multitud de fascinados espectadores, una veintena de globos: rosas, azules, amarillos, rojos, empujándose unos a otros, flotando blandamente en el aire. Y Joni -lo que quedaba de Joni -apoyada en una de las sillas. Envuelta en plástico adhesivo, se mantenía erguida… aunque parecía muerta.

¿Muerta? Oh, Dios mío… En ese momento Bliss salió de la cocina, desnudo. Rebecca se quedó inmóvil, descubierta con los ojos completamente abiertos. Pero él no la miró. Tarareando y sobándose suavemente su diminuto y goteante pene, se dirigió hacia Joni. Al llegar a la mesa la miró pensativamente y bebió un trago de licor de cereza. Se pasó la mano por los labios, dejó la botella y de un solo movimiento, ágil a pesar de su corpulencia, se subió encima de la mesa, se arrodilló delante de Joni, le dobló la cabeza y metió la polla en su boca.

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