– Le conozco -dijo Essex mientras Caffery pasaba por delante de un coche. De un Rover verde botella aparcado en el sendero y medio escondido por un murete de ladrillos, salió un hombre de pelo canoso vestido con un traje oscuro. Echó una ojeada dentro del garaje. Caffery acercó el Jaguar al bordillo de la acera.
– ¿Qué estará pasando? -Essex se metió el teléfono en el bolsillo. Es el inspector Basset, del CID de Greenwich. Vamos.
Se dirigieron aprisa hasta el sendero de la casa vecina para no ser vistos desde la planta baja. Basset estaba husmeando por la ventana. Cuando vio a Essex gesticulando desde el jardín de enfrente pareció perplejo y alarmado.
Corrió hacia ellos.
– ¡Joder! -siseó. Espero no haber metido la pata. Debería haberlo comprobado pero pensé que no ibais a hacerle caso y estaba volviéndome loco con sus llamadas…
– Calma -dijo en voz baja Caffery, cogiéndole por la manga y llevándoselo detrás de la valla. ¿De qué me estás hablando?
– De la señora Frobisher, ya te hablé de ella.
Caffery y Essex intercambiaron una mirada.
– ¿Que nos hablaste de quién?
– Ya sabes, esa que tiene ese vecino.
– Ya me he perdido -murmuró Essex.
– Te telefoneé. ¿Recuerdas? Te dejé un mensaje para que averiguaras lo que estaba pasando. Al no saber nada de ti supuse… -Se removió inquieto mirándolos alternativamente. Por lo visto no sabéis nada sobre la señora Frobisher y su vecino. ¿Tampoco sobre los olores? ¿Ni del congelador que se descongela? -Se puso de puntillas y echó una mirada por encima de la verja. ¿Ni de pájaros muertos en la basura y ahora, además, que alguien grita en el piso?
Caffery se masajeó las sienes.
– Tenemos un sospechoso en el 34 A. Es esa casa.
– Frobisher vive en el 34 B. Es su vecina del piso de arriba.
– ¿Y cuándo dices que me dejaste ese mensaje?
– Más o menos una semana, cuando la prensa publicó el asunto Harteveld.
– ¡Mierda! -Caffery miró a Essex, que tenía los ojos fijos en sus zapatos.
– Diamond -dijo.
– El mismo -suspiró Caffery. Bien, ¿qué sabemos?
– No hay nadie.
– ¿Has entrado?
– No. La señora Frobisher llamó hace unos veinte minutos diciendo que había oído gritos. La pobre vieja tenía un susto de muerte. No quería volver a molestarnos porque creía…
– ¿Porque creía que nos estábamos ocupando del asunto?
– Exactamente -Basset parecía incómodo. ¡Mierda! Al jefe le va a encantar todo esto.
Se oyó un ruido procedente de la casa. Los tres se agacharon detrás de la valla. La señora Frobisher salió a la puerta con una bata azul y zapatillas a cuadros. Un gato se frotaba contra sus tobillos.
– Señora Frobisher -Basset la miró la mano, y luego se la estrechó, observando por encima de su hombro a Caffery y Essex. Lo siento, señora Frobisher, permítame que le presente al inspector Caffery y al detective Essex.
Ella inclinó la cabeza a modo de saludo.
– Estaba preparándome un té. ¿Os apetece?
– Gracias -dijo Essex entrando en la casa.
El piso estaba limpio aunque desordenado. Las revistas se apilaban en los rincones y un ligero olor a comida subyacía bajo el aroma del ambientador. Los hombres se sentaron en una salita contigua a la cocina en unos desvencijados sillones, dejando vagar la mirada por los objetos de decoración que coleccionaba la señora Frobisher: peluches, una selección de tazas procedentes de estaciones de servicio, fotos de Gregory Peck arrancadas de revistas y con marcos imitación plata.
En la cocina, la señora Frobisher hablaba sola mientras reunía el servicio de té. Luego abrió un paquete de galletas.
– Recuerdo que fue ayer hacia las cuatro de la tarde, porque estaba viendo Judge Judy y acababa de prepararme una taza de té. -Dejó la bandeja en la mesa. El gato dormitaba debajo de ésta plácidamente. Tippy estaba bebiendo su plato de leche cuando oí un gran alboroto. Ese hombre estaba fuera, con una chica joven.
– ¿Recuerda cómo era la joven?
– Todas me parecen iguales. Rubia, con la falda corta por aquí. Andaba dando traspiés. Vomitó en el sendero y él tuvo que llevarla a cuestas hasta la casa. Bueno, pues después de eso ya no volví a verle el pelo a esa chica. Ni volví a pensar en ello hasta esta mañana cuando de repente oí… -La taza de té tembló ligeramente en su mano. La oí gritar de una forma que me heló la sangre.
– ¿Tiene una llave del piso de abajo?
– ¡Oh, no! No es mi inquilino, pero…
– ¿Sí?
– Se ha dejado una ventana abierta en sus prisas por marcharse.
– ¿Sabe dónde ha podido ir?
– Sé que tiene otra casa, en el campo, creo. Tal vez se ha ido allí porque ha cogido el coche. -Miró a Basset. ¿Recuerda que me dijo que me fijara en la marca?
– ¿Lo ha hecho?
Asintió con un gesto de cabeza.
– Un Peugeot. Debería haberlo sabido porque mi nuera tiene uno igual.
Essex entró por la ventana mientras Caffery le esperaba en el garaje, pensando en lo resguardado que estaba, en lo fácil que sería hacer marcha atrás por el camino con un coche, abrir el maletero y…
– Jack -Essex abrió la puerta: estaba lívido, es él. Lo hemos encontrado.
Las habitaciones del piso estaban a oscuras, las cortinas echadas, el aire enrarecido. El polvo se levantaba de las mugrientas alfombras a cada paso que daban.
– Mira esto. -Essex estaba de pie en el umbral de la puerta del dormitorio principal. ¿Puedes creerlo?
Las paredes estaban tapizadas de fotografías: polaroids, instantáneas, algunas arrancadas de revistas. Muchas pertenecían a Joni, pero otras, procedentes de revistas pornográficas, mostraban a niños chupando penes en erección, a una mujer montada por un perro alsaciano y a un adolescente asiático atado a una cama con los brazos y las piernas separados y con sangre entre los muslos.
De un armario empotrado les llegó el sonido de un débil batir de alas. Essex lo abrió y ambos se quedaron sin habla mirando la jaula. Un solitario pinzón agazapado en su alcándora, con el plumaje mojado y pegado al cuerpo, los observaba parpadeando. En el suelo de la jaula, sobre la arena, se amontonaban colillas y cuatro cadáveres.
Entraron en las demás habitaciones. Essex contempló las paredes del salón y, demudado, llamó a Jack.
– Enfermo -murmuró, ese bastardo está enfermo.
Polaroids de las víctimas muertas.
Craw, Wilcox, Hatch, Soacek, Jackson. Violadas, mutiladas. Una de ellas mostraba a Shellene Craw colgada de pie, como un maniquí en un escaparate, entre el televisor y la pared, con los ojos abiertos y los brazos colgando rígidos.
– La peluca -musitó Caffery señalando la Polaroid.
Essex se acercó.
– Tenías razón, Jack. Diste en el blanco.
En la pared de enfrente, una polaroid de Susan Lister, desnuda y cubierta de sangre, atada y amordazada, con los ojos amoratados e hinchados.
– ¡Joder! ¡Por el amor de Dios!
Su cara se veía nublada por manchas borrosas. Una forma blanca en la esquina de abajo. Caffery lo comprendió. Bliss se había fotografiado mientras eyaculaba en la cara de Susan Lister.
En la cocina descubrieron sangre fresca en el fregadero. Platos rotos por el suelo. Examinaron el congelador y descubrieron instrumental quirúrgico en uno de los cajones. En la habitación de huéspedes, Caffery puso su mano en el brazo de Essex.
– Mira.
Essex se acercó con aprensión.
– Parecen…
– Sé lo que es. -Caffery miró los dos implantes. Bliss se los ha arrancado.
Cuando el Peugeot azul llegó a Wildacre Cottage ya había dejado de llover. El chalet estaba situado al final de un sendero que dividía un campo de maíz, largo y suave como la melena rubia de una mujer. Aislado, no corrió el riesgo de miradas indiscretas mientras arrastraba a las dos mujeres con fundas de almohada tapándoles la cabeza. Las dejó apoyadas contra el cristal esmerilado de la puerta.
Читать дальше