Rebecca, horrorizada, no podía apartar la mirada de Bliss mientras éste se masturbaba con la boca de Joni.
Es un monstruo perverso, pensó Rebecca con creciente temor.
No saldré viva de ésta.
De pronto, la garganta de Joni se estremeció con violentas arcadas y su abdomen se sacudió espasmódicamente, pero Bliss siguió penetrándola con los ojos lascivamente entrecerrados. Cuando eyaculó, se retiró despacio de la boca de Joni, cogiendo durante un instante su cara para mirarla a los ojos. Haciendo un gesto de asentimiento, dejó caer la barbilla sobre el pecho de la muchacha. Luego bajó de la mesa y salió de la habitación.
Rebecca no hizo ni un movimiento. Se quedó absolutamente quieta durante unos segundos.
– ¿Joni? -musitó luego.
Silencio. Joni, seguía sentada de perfil, desnuda y magullada, con la cabeza inclinada sobre el pecho. En la mesa, frente a ella, una porción de tarta y una copa de champán. En su regazo tenía una servilleta de papel y, debajo del flequillo que le había cortado, se extendía una mancha sanguinolenta por sus mejillas y su frente.
– ¿Joni? -la llamó Rebecca arrastrándose unos dolorosos centímetros por el suelo. ¿Joni?
Joni movió la cabeza. Por un instante pareció no reconocer a Rebecca, pero luego empezó a balbucear.
– Por favor… -musitó con un hilo de voz, menos que un suspiro. Una lágrima afloró en su ojo sano. Por favor, no me mires…
– No te preocupes. -Rebecca se lamió los labios y se apoyó sobre el codo haciendo una mueca de dolor. Saldremos de ésta.
Intentó soltarse las piernas, pero Bliss la había atado tan ceñidamente que todos sus forcejeos fueron en vano. Jadeando, movió las manos.
Vamos, Becky, debes encontrar una forma. ¡Piensa!
Fue repasando los objetos que podía utilizar: al lado de la chimenea había unas tenazas, un atizador y una pequeña pala. En la cocina, sobre la encimera de formica, al lado de una ventana con las cortinas echadas, una panoplia de cuchillos de cocina. ¿Y en la mesa? Desde donde estaba no podía verlo con claridad.
Debe de haber cuchillos, se dijo, incluso un tenedor.
Respiró profundamente y rodó para ponerse boca abajo ignorando el dolor y las náuseas. Apoyó con fuerza las manos en el suelo y arrastró el cuerpo.
De pronto se vio a sí misma, con los ojos hinchados, semidesnuda, magullada y cubierta de sangre, avanzando a rastras por el suelo como un perro atropellado por un coche. Apretó los dientes, no quería seguir viendo esa imagen. La mesa estaba a sólo un metro, ya casi la había alcanzado. Se arrastró más y…
De pronto oyó la cadena del inodoro y una puerta que se cerraba.
Con los ojos desorbitados, se quedó paralizada con el corazón desbocado.
Wendy Dellaney se consideraba una persona leal. Estaba orgullosa de la reputación del St. Dunstan, orgullosa de formar parte de él. Y furiosa, verdaderamente furiosa, porque Malcom Bliss había conseguido avergonzarles una vez más. Sentada ante su escritorio bebiendo una taza de té, respiraba hondo para tranquilizarse mientras miraba la carpeta de Malcom. Descolgó el teléfono.
– ¿Wendy? -preguntó Lola Velinor levantando bruscamente la cabeza. ¿Qué estás haciendo?
– Voy a decirle exactamente lo que pienso de él. Es un hombre repugnante, un hombrecillo horrible y repugnante.
– No lo hagas. -Lola se levantó y le quitó el auricular de las manos. No interfieras. No te imaginas lo grave que es esto, deja que la policía se ocupe de todo.
Wendy, con el miedo reflejado en sus pequeños ojos, se encogió deseando desaparecer dentro de su vestido estampado con ruiseñores. Diez minutos después, cuando la señorita Velinor se fue para comunicar la visita de la policía al responsable del hospital. Wendy esperó a que cerrara la puerta y descolgó el teléfono.
Bliss estaba de pie al lado de Joni. La examinaba con curiosidad, como si se tratara de un pequeño caracol que hubiera descubierto en el suelo del salón.
– ¿Estás despierta? -murmuró.
– Joni se está muriendo -dijo Rebecca, e intentó mover las piernas, pero la cinta adhesiva ceñía su carne cortándole la circulación. Rendida, se dejó caer hacia atrás. Si sigues la matarás.
– Sí -Bliss se hurgó pensativamente la nariz, puede que sí. -Se agachó para ver mejor a Joni con la cabeza cayendo desmadejada sobre su pecho. Sí -repitió pasándose las manos por sus sebosos muslos. Tienes razón, ahora te toca a ti. ¿Quieres más?
– No me toques…
– Demasiado tarde. Ya lo he hecho.
– ¡Mientes!
– No. Después de dejarte sin sentido en el suelo de la cocina te follé hasta hartarme.
– ¡No es verdad!, pensó Rebecca.
– Mira -apretó el glande de su pene, húmedo e hinchado, y sonrió. ¿Ves?, estoy preparado. Voy a liberarte las piernas para que puedas abrirlas para mí.
– La policía sabe que estoy contigo. Les llamé antes de ir a tu casa… les dije adónde iba. No escaparás.
– ¡Cállate!
– Es verdad. -Su voz temblaba, pero no cejó. Primero van telefonearte y después llamarán a tu puerta.
– ¡He dicho que te calles! -Se humedeció los labios. Anda, sé buena chica y…
De pronto, el teléfono empezó a sonar en el recibidor. Bliss, crispado, miró con ojos reticentes hacia la puerta.
– Es la policía -murmuró Rebecca, aprovechándose de ese momento de buena suerte. Ya han dado contigo.
– ¡Cállate!
– Contesta y compruébalo. Querrán negociar contigo… te harán creer que saldrás bien librado, pero te atraparán, Malcom…
– ¡Cállate, coño! -gritó Bliss dándole una patada en el estómago.
Se encogió, boqueando y conteniendo el vómito. Cerca del techo, algunos globos oscilaban y se entrechocaban como si quisieran ver mejor el espectáculo. Entretanto, Bliss revolvía con estrépito los cajones de la cocina.
Rebecca dirigió la mirada hacia allí cuando él salió llevando un cable eléctrico y un rollo de cinta adhesiva, y vio, centelleando como si supiera a qué estaba destinado, un único gancho de carnicero asomando del techo. Bliss deslizó un bisturí entre los muslos de Rebecca para cortar la cinta.
– ¡Separa de una vez tus jodidas piernas, coño!
A su pesar, Rebecca comenzó a gemir.
Wildacre Cottage en absoluto era un chalet, sino un horroroso bungalow prefabricado con tejas rojas y un generador empotrado en la parte trasera. Estaba situado al norte del delta del Támesis, cerca de un pinar en medio de los amarillos campos de colza al este de Dartford. El aire era salino e hileras de árboles, azotados por el viento del mar desde su nacimiento, bordeaban los campos con sus ramas extendidas como si fueran la melena de una arpía. Tres kilómetros más al norte, en la otra orilla, el silencioso horizonte se ensanchaba en una franja rojiza que avanzaba hacia el sur.
Caffery detuvo el Jaguar en un sendero resguardado. Al igual que Essex y Maddox, se movía inquieto haciendo crujir los asientos mientras miraban acercarse tres furgonetas del Grupo de Apoyo Territorial seguidas por un coche de bomberos y una ambulancia.
Fue Essex quien advirtió de pronto un coche que se acercaba a ellos.
– ¿Qué demonios…?
El Sierra del equipo aparcó delante del Jaguar y del mismo se apeó Diamond.
– ¡Eh! -Maddox abrió la portezuela. ¿Qué está haciendo aquí?
Le dije que se quedara en la central.
– ¿Molesto?
Caffery, furioso, salió del coche y dio un puñetazo en el capó del Sierra.
– Te ha hecho una pregunta. ¡Te ha preguntado qué cojones crees que estás haciendo aquí!
– Detective inspector Caffery -dijo Diamond con una amplia sonrisa mientras se acercaba al coche con arrogancia, parece que estás algo, cómo lo diría, ¿tenso? ¿Algo personal tal vez?
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