Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Más allá, el helicóptero sobrevolaba la casa. El Grupo de Apoyo Territorial iba a entrar en acción.

Demasiado tarde, pensó Essex. Las chicas ya estaban muertas. Ya no podía hacerse nada por ellas. Y Jack estaba en algún lugar de ese bosque con Bliss…

– Diamond… -El esfuerzo que hizo fue enorme y sintió que le estallaba la cabeza. Diamond… la radio…

Diamond seguía sin responder.

– ¡Diamond!

– ¿Qué quieres? -levantó la cabeza, enfadado. No grites, no estoy sordo.

– La radio…

– Sí, lo sé, ya me he enterado. -Ató la tela alrededor de las muñecas de Essex. Lo hago lo mejor que puedo.

Con una mano se tapó la cara haciendo una mueca y con la otra arrastró la radio por la hojarasca. Apretó el botón naranja lanzando una llamada de emergencia de diez segundos por todas las frecuencias.

– Bravo 6-0-3. Ayuda urgente, repito, ayuda urgente.

Essex, exhausto, dejó caer la cabeza. Un dolor penetrante le invadió los miembros. Su vista… los árboles, el cielo, las ramas de los arboles, Diamond hablando rápido y furioso por la radio, todo parecía aumentar de tamaño, se distorsionaba, como si el mismo aire se hinchara acercándose ondulando hacia él. También la luz estaba cambiando, cada vez más verde y fría.

Tu corazón se está debilitando, pensó con distanciamiento. Eso te enseñará, viejo idiota. Tu puñetero corazón se está rindiendo…

Su propio impulso le hizo resbalar hacia la zanja, protegiéndose con las manos de la valla que parecía acercarse velozmente hacia él. Se detuvo a escasos centímetros, con el corazón retumbándole, hincando los talones en el suelo y con los dedos entre las púas de alambre. Instantáneamente recuperó el equilibrio, dispuesto a luchar.

Pero Bliss, a corta distancia, no había corrido la misma suerte.

Su peso le había estampado contra la valla. Se tambaleaba ligeramente, con los pies en el suelo, las rodillas levemente dobladas y los brazos levantados como una marioneta. Las púas se habían clavado en su carne y enredado en su pelo. No hacía ningún ruido, sólo parpadeaba con expresión de intensa concentración.

Caffery bajó despacio las manos.

– ¿Bliss?

No obtuvo respuesta.

– ¡Dios! ¿Y ahora qué?

Un paso más cerca.

– ¿Bliss?

¿Por qué no se mueve?

El rostro de Malcom Bliss parecía tranquilo, sereno, sólo su mandíbula se movía levemente, como si estuviera esforzándose para mantenerse perfectamente inmóvil. Caffery, con un escalofrío, comprendió que el dolor le impedía moverse. Estaba atrapado.

Lentamente, espiró el aire de sus pulmones.

Ahí estaba. Atrapado y a su alcance. Su presa. El Hombre Pájaro.

Con manos temblorosas se enjugó el sudor de la frente y se acercó procurando no confiar demasiado en ese inesperado cambio de suerte. Mientras examinaba rápida y concienzudamente el cuerpo de Bliss, recorriendo con la mirada el entramado de púas, intentando averiguar qué le dolía, y cuánto podía soportar, Bliss, enredado en el alambre, tenía la mirada fijamente clavada en algún punto frente a él. Caffery contó innumerables heridas, pequeñas pero dolorosas, antes de descubrir, profundamente hundida en su cuello, una única púa. Todavía no sangraba, pero la pálida carne palpitaba a su alrededor: la arteria carótida estaba a punto de rajarse.

– Ahí… -le susurró Bliss mirándole con los dedos enzarzados en el alambre, ayúdeme.

Lo movió suavemente hacia abajo, observando cuando empezaba el dolor. Con un suspiro, Bliss entornó los ojos como si con ese gesto infantil no quisiera hacerle daño, sino simplemente humillarle con la perversidad de un niño bravucón. Caffery movió el alambre en la dirección opuesta.

– Ése es el estilo de los cobardes, señor Caffery -oyó decir de pronto a Bliss con voz pegajosa y ronca. El de los verdaderamente cobardes.

– ¿Lo has hecho? -preguntó Caffery acercándose a su cara. ¿Las has matado?

– Sí. -Bliss cerró los ojos. Y follado. No lo olvide.

Caffery le lanzó una mirada asesina. De pronto el helicóptero pasó sobre la copa de los árboles alejándose del bungalow en dirección al estuario. El rotor hizo temblar el suelo y salpicar gotas de lluvia desde los árboles. Pero Caffery siguió inmóvil, ensimismado en su propia cólera, mirando fijamente a Bliss y conteniéndose de cometer una locura.

Y entonces, bruscamente, se tranquilizó.

Respiró con fuerza enjugándose el sudor de la frente y sacudió la cabeza. Mascullando, sin dirigir una última mirada a Bliss, se volvió y, despacio, empezó a subir por el talud.

El helicóptero seguía sobrevolando la zona. Essex, tendido en el suelo, miraba el cielo gris. Un pájaro revoloteaba a su alrededor inclinando la cabeza para observarle. Su corazón seguía luchando, bombeando inútilmente la sangre que se escurría por las heridas de sus muñecas.

Qué extraño, pensó, no siento la lluvia en mi cara. ¿Qué me ocurre?

Veinte segundos después, su corazón, con sus paredes fibrosas, resecas, se estremeció levemente y dejó de latir. Las gotas de lluvia, rebotaban contra los ojos abiertos de Essex.

El helicóptero, sin advertir la presencia de Caffery y Bliss, sobrevoló de lejos la zanja siguiendo la carretera hacia el delta del río.

Caffery, oculto por las copas de los árboles ya había subido el talud cuando, de pronto, una punzada de dolor en las sienes le hizo detenerse en seco.

Se masajeó las sienes como se le fuera la vida en ello y luego se volvió para mirar a Bliss. Éste, cubierto de sangre, esperaba con expresión resignada. Un pinzón real, atraído por ese objeto extraño enredado en el alambre, se posó a un metro de él sobre un joven sicomoro parpadeando con la cabeza ladeada, considerando qué clase de comida era Bliss. Caffery lo contempló largamente y, al cabo, respirando hondo, desanduvo sus pasos. Protegiéndose con la camisa, cogió el alambre entre sus dedos y lo tensó.

Un delgado chorro de sangre roció el aire. La arteria empezaba a vaciarse. Bliss aulló sacudiéndose violentamente. Pataleó en el suelo y sus manos se dirigieron instintivamente al cuello. Caffery contuvo la respiración, y siguió apretando hasta que la arteria estalló empapando de sangre el cuello y el pelo de Bliss.

Caffery se apartó en silencio, apretando, ausente, su pulgar contra la palma de la mano mientras observaba cómo la vida de Bliss se derramaba por el suelo. Ni siquiera pensó que frente a él una vida humana estaba agonizando. Sólo sentía una sensación de serenidad y de triunfo.

Contó hasta cien para asegurarse de que todo había terminado.

Luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso por el talud de la zanja.

Los hombres del sargento O’Shea encontraron el cuerpo de Joni bloqueando el estrecho recibidor. Bastó una mirada para comprender que estaba muerta. Nadie hubiera podido sobrevivir a sus heridas. Tenía la columna vertebral partida y una botella rota insertada en la vagina. Quinn entró en el bungalow con el equipo de fotografía. Veinte minutos después reapareció con la cara desencajada para acompañar dentro de la casa a Caffery y Maddox.

– Ha dejado a la otra adentro. -Encendió una linterna para iluminar el pasillo. En el salón. -Quinn se detuvo. ¿Están seguros que quieren verlo?

– Por supuesto -murmuró Caffery. Tenía la camisa húmeda de lluvia y sangre.

Quinn abrió la puerta.

La habitación olía a encierro. Las persianas estaban echadas, los muebles en su sitio, las silla de mimbre cubiertas con unos cojines de alegres colores. Alguien había celebrado una fiesta de cumpleaños. Encima de la mesa había una tarta aplastada. En el techo flotaban globos salpicados con sangre.

– Aquí. -Quinn entró en la habitación. Dense la vuelta y la verán.

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