Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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– ¿Dónde?

Quinn dirigió la linterna a las puertas del salón y hacia el techo de la cocina.

– ¡Dios mío! -suspiró Maddox.

Rebecca estaba suspendida, boca abajo, como si hubieran colgado una cortina encima de la cocina. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con cable, colgando de un gancho que asomaba del techo. Estaba desnuda. Una fina película de papel transparente cubría su cabeza y sus hombros. Un rayo de luz iluminó sus muslos manchados de sangre.

Quinn tocó el brazo de Caffery.

– Los forenses, señor.

– No -dijo entrando en el salón. La examinaré yo.

– Jack -le reconvino Maddox, primero tienen que hacerlo los forenses, Jack…

Caffery no prestó atención a su superior y cruzó despacio la habitación.

Con la punta de los zapatos rozó la fina tira de metal que separaba el pegajoso linóleo del salón del suelo de la cocina, deteniéndose con las manos apoyadas en la puerta.

La grotesca oración de Bliss se balanceaba ligeramente como mecida por la brisa. Aplastada e hinchada debajo del papel transparente, la cara de Rebecca.

Muy despacio, Caffery, fue recuperando la respiración. Ya ves, Jack, tu imaginación no es todopoderosa, ironizó con amargura. Nunca hubieras podido imaginar todo esto. ¡Y creías que ansiabas encontrar a Ewan! Realmente lo creías, creías que querías ver.

Una única gota se escapó con un ligero ruido de la fina película que envolvía la nariz de Rebecca.

– ¿Becky?

La lágrima cayó en el suelo de linóleo.

– ¿Becky…?

Una vena empezó a latir.

CAPÍTULO 53

Rebecca fue internada en el Hospital General de Lewisham, pues Caffery se negó a que la ingresaran en el St. Dunstan. Transcurrieron cuatro días hasta que los médicos confirmaron que sobreviviría. Tan pronto lo supo, Jack tomó la decisión que había meditado durante todo ese tiempo. Fue juez y jurado y decidió, fríamente, sobre la muerte de Bliss.

Durante esos cuatro días había considerado la suerte que le esperaba: expediente disciplinario, juicio ordinario, investigación interna, despido por conducta criminal y un juicio público. Sopesó todas estas posibilidades dejando que el mundo creyera que Bliss había muerto accidentalmente antes de ser encontrado.

Esta elección le dejaba a salvo. Había matado con premeditación, ahora el depredador era él, pero podía permanecer impune incluso en el mismísimo club de los asesinos. Acabó adaptándose, de forma sorprendentemente rápida, a su decisión. Cuando la investigación sobre la muerte de Bliss fue avanzando, al declarar sus mentiras, Caffery miraba sin esfuerzo a los ojos del juez.

¿Así de fácil?, se decía. Me resulta extraño no tener remordimientos de conciencia. ¿Tan sencillo es mentir y que te crean?

Pero a pesar de haber supuesto que nadie advertiría el cambio que había experimentado, Rebecca lo supo. Sintió inmediatamente algo distinto, algo nuevo en él. Apenas recuperó el conocimiento, le acarició y, sencillamente, le preguntó:

– ¿Qué pasa?

Él se llevó su mano a los labios y la besó.

– Cuando estés bien te lo contaré todo -murmuró. Te lo prometo.

Pero su recuperación fue muy lenta. Tuvieron que hacerle tres transfusiones más antes de quedar completamente fuera de peligro y, todavía diez días después, estaba tan débil que no pudo acompañar a Jack al funeral de Joni. Él se fue solo hasta la pequeña iglesia de Suffolk y se sentó en un banco al lado de Marilyn Kryotos, incómodo dentro de su traje alquilado.

Dos bancos más adelante, la madre de Essex estaba sentada con los ojos secos, demasiado perpleja para llorar, con un sombrero adornado con diminutos lazos. Caffery se sentía violento al ver reflejados los rasgos de Essex en los rostros de ella y su marido, como si fuera un detalle de mal gusto exhibirlos entre las azucenas que decoraban la nave de la iglesia. Se preguntó si él mismo se reconocería en la cara de sus padres si volvía a verlos alguna vez. Y se preguntó qué clase de sombrero llevaría su madre en un funeral. Se dio cuenta de que no tenía ni idea y, no saberlo, le puso la carne de gallina.

Empezó la ceremonia. Marilyn se inclinó apoyando los codos en el reclinatorio y dejó caer la cabeza.

– ¿Mami? -Jenna con un vestidito de terciopelo, calcetines negros, y zapatos de charol, bajó del banco y se colgó de la pierna de Kryotos, apartando el pelo de su madre para mirarla. ¿Mami?

A la derecha de Kryotos, Dean estaba sentado muy formal, tirando del cuello de su primera camisa de adulto. Se sentía confuso. Nadie podía ignorar las lágrimas que caían sobre el cojín a los pies de Marilyn.

Caffery, recordando sus propios sentimientos cuando era niño y veía a su madre pidiéndole a Dios que apareciera Ewan mientras las lágrimas le resbalaban por la cara, comprendía lo que Dean sentía en ese momento.

«Es una excusa estúpida para no vivir tu propia vida», había dicho a Rebecca. Las palabras le llegaron con tanta claridad que se llevó las manos a la cara, para que nadie viese su dolor. «Se supone que ya deberías haberlo olvidado, seguir adelante».

¿Acaso no era lo mismo, pensó, que le habían dicho de distinta forma a lo largo de los años todas las mujeres, cada una de las novias que habían estado con él? Tal vez habían tenido razón al enfurecerse, tal vez sabían mejor que él qué debía permanecer y qué debía olvidarse.

Y ahí estaba él, con treinta y tres años y aún anclado en el pasado. Sin saber representar su papel, el único importante, el que le permitiría tomar las riendas de su propia existencia. Parecía como si hubiera estado ignorando su vida. Contemplándola y enmendándola para permanecer en el pasado mientras el presente se le escurría entre las manos. Podía dejar que todo siguiera igual, seguir escarbando, acosar a Penderecki para que no olvidara su tormento y seguir andando, solo y sin hijos durante toda la vida.

O podía cambiar el rumbo.

Cuando el sacerdote empezó su elogio funerario, aliviado y ligeramente mareado, Caffery, de repente, pareció perder el equilibrio. Marilyn se secó los ojos y le miró.

– ¿Qué te pasa? -murmuró en voz baja poniéndole una mano en el brazo.

Él tenía la mirada fija como si hubiera visto un fantasma en la bóveda de la iglesia.

– ¿Jack?

Después de unos segundos se le iluminó la cara. Se sentó en el banco y la miró.

– Marilyn -musitó.

– ¿Qué pasa? -Esperó, conmovida, que se disiparan esa pequeñas nostalgias que despertaba en ella. ¿Qué te pasa? -repitió.

– Nada -sonrió él. Una locura.

Después del funeral se marchó a Londres conduciendo a través de la llana y soleada campiña de Suffolk. Cuando llegó a la ciudad ya había empezado a anochecer, pero el cielo aún estaba teñido de rojo sobre el horizonte.

Tras aparcar el coche, fue directamente a la habitación de Ewan, donde no había estado en las últimas dos semanas. Arrojó todas las carpetas vacías a una bolsa de basura y la sacó a la calle para dejarla en el contenedor. Se sacudió las manos, entró de nuevo en la casa, se quitó la chaqueta, cogió martillo y clavos y clausuró la puerta de atrás.

El mes de julio estaba cerca y el jardín había recuperado toda su vitalidad. Estallaba de vida alimentado por el sol. Flores de rutilantes colores salpicaban los parterres y el rosal plantado por su madre veinte años atrás, seguía creciendo junto a la valla con sus flores abiertas como la mano de un niño. Jack se agachó para pasar por debajo del sauce, y se dirigió hacia la vieja haya dejando caer el martillo en el césped.

– Hazlo -se ordenó. Si lo piensas, no lo harás.

Se arremangó la camisa, cogió aire y agarró el tablón de más abajo haciendo palanca contra el tronco para arrancarlo. Estaba flojo y podrido y se separó casi sin esfuerzo.

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