– Le dije a Mel Diamond que había visto a un nigeriano con un deportivo rojo merodeando por el desguace. Pensé que de esa manera podría asustar un poco a esos chicos… pero de pronto ustedes han detenido a uno.
– Teníamos varios testigos que aseguraron haberlo visto.
North hacía girar su alianza alrededor del dedo.
– Bueno, no sé lo que les habrán contado, pero la verdad es que nunca he visto a nadie merodeando por allí. Ya está. He quedado como un auténtico imbécil pero ésa es la verdad.
– Señor North -Maddox se levantó extendiendo la mano. El teléfono empezó a sonar en su escritorio. Agradecemos su honestidad. Ahora, si no perdona…
Apenas salió North, Maddox contestó al teléfono.
Era Betts para comunicarle a Jack que Harteveld había salido de Croom’s Hill.
El olor a cuero del tapizado del Cobra se mezclaba levemente con el de alquitrán recalentado que llegaba por los conductos del aire acondicionado. Se detuvo en el semáforo donde la pendiente de Tooley Street se une al puente de Londres. Era un día azul y luminoso, el sol arrancaba destellos a los nuevos edificios a orillas del Támesis, dándoles la apariencia de haber sido construidos con azúcar.
Desde su hermética burbuja, miraba con ojos vacíos todo lo que le rodeaba. No había advertido el bruñido Sierra gris que estaba cinco coches por detrás de él, ni tampoco a sus dos ocupantes, inmóviles detrás de sus gafas de sol. Estaba muy delgado, al menos debía de haber perdido doce kilos desde las últimas Navidades, pero aun así sudaba profusamente.
El semáforo se puso verde, pero el coche de delante no se movió. Harteveld apenas se daba cuenta. Sus largas manos aferraban el volante con ansiedad.
Tal vez, pensó anhelante, su cuerpo se estaba rindiendo.
Desde la calle llegaba el habitual rumor de la gente: trajes grises, mujeres con tacones y medias color carne, algún interno en chaqueta blanca corriendo apresuradamente hacia el Guy para ocupar su puesto. A la izquierda de Harteveld se alzaba la torre del hospital Guy, tachonada de antenas, como si le estuviera espiando. Se estremeció.
Debería buscar un sitio donde aparcar, salir del coche y andar el corto trecho que le separaba de la clínica York, pero le parecía más fácil acarrear la Tierra sobre sus hombros por toda la galaxia.
Su plan era vago y desesperado. Después de varios días de haber estado deseando que su corazón estallara espontáneamente para no tener que tomar una decisión, había comprendido que necesitaba ponerse en manos de un psiquiatra. Hacerlo en la clínica York, en su alma máter, donde se había plantado la semilla., le parecía simbólico y adecuado. Catártico, si es que todavía existía una catarsis para él.
Pero mientras se lo imaginaba, mientras se imaginaba aliviándose de su carga y dejándola en el diván de psiquiatra, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ningún profesional podría disculparle por lo que había hecho. Incluso el mejor profesional retrocede ante el hedor de la mierda. Estaba atrapado. No había escapatoria.
Siguió sentado con sus manos aferrando el volante. El semáforo cambió una vez. Dos veces. El tráfico no se movía. Harteveld se inclinó hacia un lado y advirtió que sólo le separaban dos coches de un control policial.
Silenciosa y discretamente, rompió a sollozar.
Diamond alcanzó a North fuera del edificio.
– ¿Qué cojones crees que estás haciendo aquí?
North siguió andando.
– Te he preguntado qué haces aquí.
– Debía contar la verdad.
– ¿Qué les has dicho?
– Que nunca vi a nadie rondando por el desguace.
– ¡Mierda!
– Lo siento.
– Sentirlo no sirve de nada. Me lo creí y seguí adelante. Construí un buen caso basándome en lo que me contaste.
North se paró en seco.
– Pero tú sabías que yo estaba mintiendo -replicó.
– ¡Y una mierda!
– Claro que lo sabías. Cuando te dije que había visto a un negro por allí te pusiste muy contento.
Diamond se metió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.
– No es así como lo recuerdo. Desde luego que no.
El agente Smallbright de Vine Street estaba de muy buen humor. Era bien parecido y estaba enamorado. Hacía un día precioso, de un cielo rutilante, y el sargento les había autorizado a ponerse camisas de manga corta debajo de las chaquetas fluorescentes de la policía de tráfico.
Diez de ellos estaban en el puente de Londres con sus blancas camisas ondeando al viento. Era maravilloso sentirse vivo, pensó mientras se agachaba para mirar al conductor de un Cobra verde.
– Buenos días, señor. -La cadavérica expresión del conductor no apagó la sonrisa de Smallbright. Golpeó educadamente en el cristal. Podría… -Al bajarse el cristal, una bocanada de aire frío y el pálido rostro de su ocupante le obligaron a pestañear. Sentimos molestarle, señor, pero estamos haciendo un control rutinario. ¿Le importa, señor?
Tomando su silencio por aquiescencia, se dirigió a la parte trasera del Cobra mirando de reojo hacia atrás, y cierta desazón ensombreció de pronto sus pensamientos. El conductor, extrañamente, parecía estar llorando.
Maddox apoyó la frente contra la ventana y suspiró.
– Me pregunto qué he hecho para merecer esto. Son mis pelotas las que están en juego, no las de Diamond.
– ¿Crees que se inventó los interrogatorios puerta a puerta?
– ¿Y tú qué crees?
– Creo que deberíamos averiguarlo. Si Géminis ha estado pudriéndose en una celda a causa de una declaración falsa…
– Ni lo menciones, Jack, no se te ocurra ni mencionarlo.
Harteveld se quedó inmóvil mientras el policía examinaba la parte trasera del Cobra pasando sus dedos por el parachoques y las luces traseras. Ya no sudaba. El intenso resplandor del sol en el agua se reflejaba en los edificios de cristal. Al norte del río, una nubecilla pasaba sobre la azulada cúpula de la catedral de San Pablo como si un espíritu estuviera abandonando un cuerpo. Vapor que cambiaría de forma en otra capa de la atmósfera, mezclándose con otros vapores, cristalizándose, licuándose para, un día, volver a caer sobre la tierra purificado, limpio como un diamante.
– ¿Quién es el ciento sesenta? -preguntaba Caffery elevando la voz por encima de las cabezas de las telefonistas y los policías que pululaban por la habitación. Estaba en mangas de camisa con una mano apoyada en el escritorio mientras miraba el monitor. En la pantalla el cursor centelleaba destacando el siguiente mensaje: «Informe retenido por conexión 160».
– ¡He preguntado quién es el ciento sesenta, coño!
Sobre los montones de informes apilados y los expedientes amarillos, una docena de pares de ojos le miraron sin pestañear. En la esquina, al lado de la sala de pruebas, una única persona no levantó la vista. La cabeza de Diamond resplandecía inclinada sobre su ordenador. En la etiqueta pegada al monitor se leía 160.
Caffery y Maddox se acercaron a él.
– ¿Qué diablos estás haciendo?
Diamond les dirigió una mirada inocente.
– Únicamente introducir algunos datos.
– Eso es tarea de Marilyn.
– ¿Ah, sí? -dijo sencillamente empujando el teclado. Lo siento, espero no haber jodido nada.
– No tengo tiempo de informarme sobre cómo aplicar medidas disciplinarias por falsificación de datos -le espetó Maddox.
– No será necesario, señor.
Pero más tarde, cuando Marilyn Kryotos repasó su ordenador descubrió que varios datos sobre Géminis habían sido eliminados o nunca habían sido introducidos.
– Detective Diamond.
Maddox le encontró en la sala de pruebas.
– ¿Señor?
– Acompáñeme, por favor.
Caffery, en el corredor, vio cómo Maddox se encerraba con Diamond en la oficina del equipo F.
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