Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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CAPÍTULO 36

Al terminar el día habían descubierto huellas digitales de Shellene en un vaso, en un tenedor con mango de hueso y en una botella de mueble bar del salón. Recogieron dos pelos color berenjena en el guardarropa de la planta baja, y Logan encontró jeringuillas en una caja lacada, así como pequeñas cantidades de heroina y cocaína en dos tinteros antiguos de cristal.

– No es suficiente -admitió Fionna Quinn en la reunión que mantuvieron por la tarde. Esperaba encontrar pruebas orgánicas de las mutilaciones, pero no ha sido posible.

Tampoco encontró material de sutura, ni el bisturí que Krishnamurti creía había utilizado, ni el jabón antiséptico Wright’s Coal Tar.

– Todo debería estar más sucio. Deberíamos haber encontrado restos de sangre, de materia pútrida, al menos en los sumideros. Los del Instituto Forense han recogido muestras del maletero de su coche, y supongo que será ahí donde los encontraremos… Debió de llevárselas a otro sitio, seguramente después de haberlas asesinado. Probablemente es en ese lugar donde tenía la jaula con los pájaros.

– El bufete de abogados Schloss-Lawson y Walker nos entregará una lista con el resto de sus propiedades -dijo Caffery.

Maddox meneó la cabeza.

– Si no nos damos prisa tendremos que pedir una orden de registro.

– Sí, y coincido con Quinn en que debemos seguir buscando.

– Sí -musitó Quinn. En cuanto encontremos restos orgánicos creo que encontraremos a Peace Nbidi Jackson.

Por un momento todos se quedaron callados. Lo primero que debía hacer Essex por la mañana era llamar al padre de Peace, Clover Jackson, pedirle que se presentara al día siguiente para ver las fotografías que se habían hecho de los artículos encontrados en el cuarto de baño de Harteveld y comprobar si la falda verde lima era la misma que llevaba su hija la noche de su desaparición.

– Bien -suspiró Maddox. Marilyn, por la mañana se debe reanudar la búsqueda en el resto de las residencias de Harteveld. No quiero que el tiempo siga haciendo mella en la familia Jackson.

Después de la reunión, Caffery se sacó la corbata y llamó a Rebecca.

– Iba a salir al parque -dijo ella con excesiva jovialidad, quiero pintar la escuela naval.

– ¿Podemos encontrarnos allí?

– ¡Claro! ¿Media hora? -contestó Rebecca con un entusiasmo que sonaba forzado.

– ¿Estás bien?

– Sí. ¿Por qué?

– Pues… -hizo una pausa -no lo parece.

– Estoy bien, de veras.

Cuando Jack colgó, Essex empezó a tomarle el pelo.

– Pero qué listillo eres, ¡qué escondido lo tenías! A ver si consigues que ligue a Joni, cuéntale lo sensible y comprensivo que soy.

Caffery guardó la corbata en un cajón de su escritorio, fue al lavabo para mojarse la cara, cogió su teléfono móvil y se dirigió a Greenwich. Cuando llegó al parque, el sol del atardecer se reflejaba en las antiguas ventanas del Royal Observatory prestándoles un brillo dorado. La muerte de Harteveld debería haberle tranquilizado, pero se sentía incómodo, con los nervios a flor de piel y a punto de estallar, como si se estuviera preparando para enfrentarse a nuevos problemas. Sólo estás cansado, Jack, se dijo. En cuanto duermas una noche, el mundo te parecerá distinto.

Rebecca estaba sentada frente a la cúpula en forma de bulbo de Flamsteed con un bloc para acuarela apoyado sobre las rodillas y sujetando un pincel entre los dientes mientras mezclaba las pinturas con otro.

Caffery se detuvo para disfrutar del lujo de observarla sin ser visto. El sol iluminaba la curva de su mejilla, el suave vello dorado de su piel. Con su corta falda escocesa parecía sorprendentemente vulnerable, como si esa extensión de hierba esmeralda cobrara vida con su mera presencia.

Dejó el pincel en el suelo, se pasó un trapo por las manos y, como si le adivinara, levantó la mirada dándose ligeramente la vuelta con los ojos envueltos en sombras por el sol del atardecer.

– Hola.

No se había maquillado y Caffery vio cómo las comisuras de su boca iniciaban una sonrisa.

– Hola, Jack.

– Así que sabes mi nombre.

– Sí. -Bajó la cabeza y el pelo escondió la expresión de su cara.

Mira, he traído un borgoña -dijo abriendo una mochila y sacando una botella y un sacacorchos. Y una bolsa de nectarinas. Espero que no quisieras ir a un McDonald’s.

– Conque vamos a tomar una copa, ¿eh?

– ¿Y?

Jack se encogió de hombros, se sacó la chaqueta y se sentó en el césped cogiendo la botella.

– No era precisamente yo el que estaba preocupado.

– Pero eras tú el que quería verme.

– Cierto.

– ¿Por qué? ¿Qué quieres?

– ¿La verdad?, pensó él. Me gustaría, me gustaría… Carraspeó y empezó a sacar el precinto de la botella.

– Lo encontramos. Era Toby Harteveld. Hace apenas una hora se lo comunicamos a la prensa.

– ¡Oh! ¿El asesino era Toby?

– Hay algo más.

– ¿Qué?

– Ha muerto. Quería que lo supieras antes de que lo vieras por televisión. A las diez de la mañana saltó desde el puente de Londres.

– Dios mío… -Suspiró con los ojos fijos en la ciudad que se extendía a sus pies: río arriba el puente de Londres se alzaba como un naufrago en medio de la niebla y, más abajo, el Millenium Dome, como un esqueleto destacando contra el azul del cielo, rielaba en un horizonte cubierto de bruma. Más allá, el desguace. Así que todo ha terminado.

– Supongo.

Rebecca se quedó en silencio. Al fin, muy decidida, como si ya hubiera superado la sorpresa, sacó dos copas de la mochila y las puso sobre la hierba. Miró a Jack con una sonrisa.

– Tú y yo tenemos algo en común.

– ¿De veras? -Caffery cogió el sacacorchos. ¿Qué?

– Las uñas. Miró sus manos. Desde que todo esto empezó no he sido capaz de tocar nada sin que se me rompieran las uñas, como si así descargara la tensión. -Hizo una pausa. ¿Cuál es tu excusa?

Él sonrió levantando su amoratado pulgar.

– ¿Te refieres a esto?

– Sí, anda, cuéntamelo.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Naturalmente.

– Bien, veamos. Teníamos una cabaña en un árbol. Eso es lo primero.

– ¿Una cabaña en un árbol?

– Ya casi ha desaparecido, quizás un día te enseñe dónde estaba.

– Me gustaría.

– Mi hermano Ewan me empujó. Yo tenía ocho años. El morado debería haber desaparecido, pero ahí está, desconcertando a los médicos. Soy un fenómeno médico.

– Espero que lo mataras.

– ¿A quién?

– A tu hermano.

– No, yo… -Vació. No. Supongo que le perdoné.

Se quedó en silencio y Rebecca frunció el ceño.

– ¿Qué he dicho…?

– Olvídalo. -Descorchó la botella y llenó las copas.

– Lo siento, no he pensado lo que decía. A veces me comporto como una bruta…

– No pasa nada -levantó la mano, de verdad. No te preocupes.

Se miraron a los ojos. Rebecca, asombrada; Caffery, con una sonrisa en los labios. Dentro de su bolsillo, el teléfono móvil, sobresaltándolos, rompió la magia del momento.

– Vaya. -Dejó la botella y, alargándose, cogió la manga de su chaqueta y la arrastró hacia sí. Muy oportuno. Perdona.

Ella se reclinó, casi agradecida de que el teléfono la sacara del atolladero. Jack respondió a la llamada.

– Lo he hecho -oyó una débil voz.

– ¿Verónica?

– Lo he hecho. Por fin he conseguido hacerlo.

– No me hables con enigmas. -Silencia. ¿Verónica?

– Eres un cabrón. -Sorbió como si estuviera llorando. Te lo merecías.

– Escucha…

Pero ya había colgado.

Caffery suspiró, dejó el teléfono y levantó los ojos. Sin mirarle, Rebecca estaba trazando líneas con un pincel.

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