– ¿Quién era? -preguntó al fin.
– Una mujer.
– Verónica, ¿así se llama?
– Sí.
– ¿Qué quería?
– Atención.
Apoyó la barbilla en la mano y la miró.
– ¿Y piensas dársela?
– No.
– Ya -repuso Rebecca asintiendo con la cabeza.
No te está creyendo, Jack, se dijo él. Se palpó los bolsillos buscando tabaco y, de pronto, por detrás de los rojos tejados del observatorio, una bandada de estorninos emprendió el vuelo. Caffery se sobresaltó inexplicablemente.
– Pájaros -musitó.
Rebecca volvió la cabeza para verlos y los últimos rayos de sol iluminaron su cara. Sonrió.
– «No naciste para la muerte, pájaro inmortal -declamó. Cientos de generaciones hambrientas no han conseguido detener tu vuelo.»
Los estorninos ascendieron en el aire hasta que, de pronto, detuvieron su aleteo para caer luego en picado con un batir de alas. Lanzando una exclamación de sorpresa, Rebecca se protegió con los brazos.
– Creí que iban a atacarnos -se reía atusándose el pelo y bromeando ante su propio nerviosismo. Se calló al ver la expresión de Jack. ¿Qué te pasa?
– No lo sé.
Sacudió la cabeza. Había visto cómo se acercaban los pájaros.
Había visto sus ojos y algo se había removido en su interior. Pensó en Verónica y en aquel montón de huesos. Pensó en la aviesa sonrisa que sorprendió en su cara cuando Penderecki entró en la habitación, como si hubiera sido ella quien lo había planeado. De pronto aplastó el cigarrillo en el suelo y se levantó.
– Será mejor que me vaya.
– Así que vas a prestarle la atención que te ha pedido.
– Sí. -Se bajó las mangas. Supongo que voy a hacerlo.
El Tigra rojo de Verónica estaba aparcado fuera de la casa. Pretenciosa. Como si tuviera todo el derecho a estar allí. Ya había caído la noche y una delgada columna de humo se elevaba sobre los tejados de la zona donde vivía Penderecki. La casa estaba sumida en la oscuridad. Caffery entró con cautela, esperándose lo peor.
– ¿Verónica? -llamó desde el umbral de la puerta, nervioso en su propia casa. ¿Verónica?
Silencio. Encendió la luz del recibidor y parpadeó deslumbrado. Todo estaba tal como lo había dejado: la alfombra ligeramente arrugada y la bolsa para la tintorería todavía hecha un guiñapo. Por la puerta de la cocina atisbó sobre la mesa la taza de su desayuno. Cerró la puerta, colgó la chaqueta en el perchero y entró en la cocina.
– ¿Verónica?
Le faltaba el aire. Le pareció que desde el alféizar de la ventana, una de las plantas de Verónica, una buganvilla, desplegaba sus flores de un rojo obsceno absorbiendo con sus carnosos pétalos el oxígeno de la casa. Se precipitó hacia la ventana y la abrió, dejando que el penetrante olor de la noche entrara en la cocina. Luego tomó un trago de whisky directamente de la botella.
La sala estaba tranquila. Las preciosas copas de Verónica seguían esperando en sus cajas a que las recogieran. Fue en el comedor donde notó su presencia: lo habían limpiado a conciencia, obsesivamente. El aroma a lavanda de la cera para muebles todavía flotaba en el ambiente. De pie en la puerta, reparó en una tarjeta bordeada de negro, como las esquela mortuorias. El texto era muy sencillo: «Que te jodan, Jack. Con amor, Verónica».
– Gracias, cariño -murmuró guardándose la tarjeta en el bolsillo.
Abrió las ventanas y salió al pasillo. Sólo se oía el tictac del reloj de pared del abuelo y el perezoso zumbido de una mosca. Arriba. Debía de estar arriba.
– Ya he llegado, Verónica. -Se paró en el descansillo de la escalera mirando las cerradas puertas de la habitación. ¡Verónica!
Silencio. Subió lo últimos peldaños y se detuvo con la mano en el tirador de la puerta.
De pronto se sintió harto de todo. Si Verónica se había tomado una sobredosis y yacía tirada sobre su cama, pasaría otra noche sin dormir. Urgencias. Lavado de estómago. Examen psiquiátrico. Su estoica familia sentada en silencio, dándole a entender que él era el responsable.
O podría (y tembló sólo de pensarlo) simplemente llamar a Rebecca, decirle que sentía haberla dejado, invitarla a tomar una copa y pasar la noche seduciéndola para llevársela a la cama mientras Verónica se acurrucaba silenciosamente en la oscuridad, sola… Permaneció de pie con el pulso acelerado hasta que esa posibilidad se agotó en sí misma. Luego inspiró profundamente, muy despacio y abrió la puerta del dormitorio.
– ¡Joder!
También había hecho la cama y quitado el polvo. Pero no había nada que recordara la muerte: ni salpicaduras de sangre en las paredes, ni botes vacíos de píldoras. Ni Verónica.
Examinó rápidamente los armarios: todo estaba en su sitio, pulcramente ordenado. El despertador atestiguaba tranquilamente el paso del tiempo sobre la mesita de noche. De pronto Jack pensó en la habitación de Ewan.
Bajó hasta el descansillo y encontró la puerta abierta. Verónica estaba dentro. Mirándole.
Se observaron fijamente. Ella vestía una blusa blanca de seda y unos pantalones anchos de lino. Alrededor del cuello llevaba un fular estampado con diminutas hebillas doradas sujeto con un broche de diamantes. Estaba pálida y parecía estar conteniéndose. Nada en ella sugería que hubiera intentado hacerse daño.
– ¿Por qué estás en mi casa?
– He venido a buscar las copas de mamá. ¿Se me permite hacerlo?
– Recógelas y vete.
– Educación -siseó y enarcó las cejas. ¿Conoces esa palabra, Jack, educación?
– No pienso discutir…
De pronto se interrumpió: las estanterías estaban vacías, los archivadores tirados por el suelo, despanzurrados y aplastados. Se quedó paralizado, intentando dar crédito a sus ojos.
Sabe exactamente cómo provocarme, pensó, y la maldijo mentalmente. Luego se puso en cuclillas para recoger el estropicio de carpetas. La mayoría estaban vacías. Jack sabía muy bien lo poco que recuperaría de su archivo. Sabía muy bien cómo actuaba un corazón vengativo como el de Verónica.
– ¿Y bien? -dijo por fin, sentándose sobre los talones y respirando con fuerza. ¿Qué has hecho, dónde lo has metido todo?
Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta para mirar por la ventana. A su pesar, Jack siguió la dirección de sus ojos. Detrás de los visillos, lentas guedejas de humo se alzaban hacia la luna.
– ¡Mierda! -exclamó. Claro, debí haberlo imaginado.
Se acercó a la ventana y allí, tal como había esperado, al otro lado de la vía del tren, iluminado por las ardientes ascuas, silbando y sonriendo como si hubiera estado aguardando la llegada de Jack, estaba Penderecki con la tapa del incinerador en la mano y dispuesto a echar más material al fuego.
– ¡Oh, Verónica! -exclamó Jack exhalando un largo suspiro. Hubiera sido mejor que me arrancaras el corazón.
– ¡Vamos, Jack! No dramatices.
– Puta -masculló él, maldita puta.
– ¿Qué? ¿Qué me has llamado?
– Puta. La miró con frialdad. Te he llamado jodida puta.
– Estás loco -repuso ella incrédula. A veces me haces desear que ese pervertido haya matado realmente a tu hermano. Y muy despacio. -Hizo una mueca. Te lo merecerías por la forma en que me estás matando, maldito cabrón. ¡Me estás matando! -Caffery la agarró con rudeza por un brazo. ¡Jack! ¡Déjame!
La arrastró hasta la puerta, aplastando y pateando las carpetas vacías con los pies.
– ¡Jack! -ser revolvía. ¡Suéltame, Jack!
– ¡Cállate! -La ira le hacía sentirse firme y fuerte.
Tiró de ella por los peldaños disfrutando de su impotencia, disfrutando con sus vanos insultos y sus inútiles forcejeos. Al llegar abajo se paró y la cogió por los hombros, manteniéndola apartada y mirándola con fría tranquilidad.
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