Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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– Te mataré, Michael -murmuró mientras buscaba la llave del encendido.

Le haría sacar la bolsa y lavar la ropa antes de acostarse y le recordaría que ambos trabajaban y que él tenía que hacer algo por la casa.

Se mordió el labio y se abrochó el cinturón de seguridad. Un perro era una excelente idea. Un bóxer o un doberman. Uno grande y fiero. Podría llevárselo cuando saliera a correr, tal vez con eso lograría que los camioneros que pasaban por Trafalgar Street lo pensaran dos veces antes de meterse con ella. Se inclinó para buscar la llave del contacto bajo la luz de una farola, arrancó y miró por el espejo. Del asiento de atrás se incorporó un hombre. Sonriéndole.

CAPÍTULO 39

A la mañana siguiente sacaron el cuerpo de Harteveld de río en Wapping y lo llevaron a Greenwich para practicarle la autopsia, mientras sus abogados, Schloss-Lawson y Walker, se dirigían al AMIP con la cartera de propiedades de su cliente. Maddox y Caffery le echaron un vistazo e inmediatamente descubrieron lo que estaban buscando.

– ¿Pedimos una orden para Halesowen Road?

Maddox asintió.

– ¿Y la autopsia de Peace Jackson?

– Esta tarde, después de la de Harteveld.

– Bien, ocúpate de la Jackson. Dejaremos que Logan y Essex se encarguen del piso.

Cuando Caffery llegó al depósito de la calle Devonshire, el cadáver de Peace ya había salido de rayos X y se había completado el examen externo. La habían fotografiado, cogido muestras de pelo y fibras, y realizando un frotis oral, anal y vaginal. Un forense le tendió una mascarilla y aceite de alcanfor.

– Su móvil -murmuró. Si todavía no lo ha…

– Sí, claro. -Desconectó su teléfono, se sentó en la rampa de descarga y contempló la zona de disección.

– Buenas tardes -le saludó sin levantar los ojos Krishnamurti, embutido en su mandil verde de hule. Estaba rebanando la cabeza de Peace de oreja a oreja. Ya veo que le ha tocado bailar con la más fea.

– Qué remedio.

– Me han dicho que ese Harteveld que conocí esta mañana en mi mesa de trabajo era el mismo Harteveld responsable de que no haya podido dejar de trabajar durante las últimas semanas.

– Cogió el cuero cabelludo de Peace entre el índice y el pulgar y tiró suavemente hacia abajo, dejando a la vista el cráneo recubierto de sangre coagulada. ¿Estoy en lo cierto?

– Lo está. ¿Tenemos ya una fecha aproximada de la muerte de Peace Jackson?

– No soy entomólogo, pero si quiere eche un vistazo. -Señaló una hilera de frascos cerrados a un lado de la mesa de disección. Creo que descubrirá a los culpables de siempre. Diptera y calliphorae, en primer o segundo estadio, en boca, nariz y vagina, además de larvas de mosca de la carne en las heridas. Encontrará un informe de la autopsia en la sala de esterilización.

– ¿Diría que es parecido a los demás?

– Exactamente, Caffery. Idéntico a los demás.

Susan Lister despertó a menos de un kilómetro de distancia. Un pájaro piaba y una luz cálida se abría paso a través de sus párpados. Desde algún lugar llegaba el sonido de risas enlatadas de una serie de televisión. Creyó que estaba en casa, en su cama, hasta que la invadió un olor a orina y notó humedad en la cara interna de sus muslos. Entonces recordó.

Una taladradora ululando en su sien, ¿o era una sierra eléctrica?

Abrió los ojos e intentó incorporarse, pero algo la retenía contra el suelo. Poco a poco se fue calmando y se quedó inmóvil con el corazón palpitándole.

No llames la atención, Susan. Espera. Piensa.

Se humedeció los resecos labios y miró alrededor.

Estaba tendida sobre una alfombra de esparto en una habitación iluminada por un fluorescente. A un metro, debajo de un sofá marrón, distinguió rizos de pelo y envoltorios de chocolate. Todo estaba cubierto con una fina capa de polvo gris. Lo sentía como arena en la boca y las pestañas. Ese hombre la había puesto de lado, con las manos y los pies atados por detrás, debajo de las nalgas, con una cuerda de nailon. Pero lo peor, mucho peor, y ese detalle la hizo estremecer, era que estaba desnuda.

Iba a violarla.

¡Oh, Dios mío, no! Respiró profundamente intentando no gritar. Vamos, Susan, intentó darse ánimos, conserva la calma, piensa con la cabeza. Harteveld está muerto. Van a violarte y siempre has dicho que si te ocurriera algo así, podrías soportarlo. Has leído mucho sobre esto, sobrevivirás si no te resistes, accede a todo lo que te pida y anota mentalmente todo lo que veas y oigas. Notas claras y precisas. Todo. ¿Vale? ¿Preparada?

Hizo cuatro inspiraciones profundas y miró en derredor.

Techo alto. Pintado con textura. Dos puertas. Una chimenea empotrada, rodeada por estanterías con libros de lomo duro, algunos sobre temas técnicos. Las risas distantes procedían de un episodio de Embrujada en un pequeño televisor, lo que podía significar que llegaba por cable, lo que limitaría el número de calles donde podía estar encerrada. Por un momento recobró la confianza. Pero luego vio lo que estaba clavado en las paredes y un gemido escapó de su garganta.

Fotografías arrancadas de revistas pornográficas. Actos que nunca hubiese imaginado ni en lo más recóndito de sus pensamientos. Una de ellas mostraba a un niño sodomizado.

Empezó a temblar.

¡Susan! No cedas al pánico. El pánico y tú podéis morir. Pon distancia. Sé imparcial, una espectadora. ¡Sé una espectadora!

Pero su instinto de supervivencia se estaba debilitando. Torciendo su cabeza pudo ver, a unos centímetros de donde estaba, seis o siete libros esparcidos por el suelo. Algunos estaban abiertos, otros cerrados, con los títulos grabados en oro. Aguzó la vista: Estudio sobre las técnicas quirúrgicas, Atlas de la cirugía plástica craneofacial, Tratamiento quirúrgico de los carcinomas inoperables, Biopsia esterostática de las mamas.

De nuevo el pánico le atenazó su pecho.

Inclinó la cabeza y rompió en sollozos.

Krishnamurti ya casi había terminado la autopsia. Trasvasaba los fluidos que extraía de las cavidades del cadáver a un frasco colgado en la mesa de disección sobre las piernas de Peace.

– Bien, muchachos -se enderezó y miró alrededor, hoy, para no perder la costumbre, nos hemos superado. Pinzas, Paula.

Su asistente le puso los fórceps en la palma de la mano. Con delicadeza sacó el diminuto cadáver del cuerpo de Jackson y lo depositó en una balanza. Paula anotó el peso en una pizarra. Nadie pareció asombrarse por el pájaro. Conocían el caso Harteveld y todos sabían lo que podían esperar.

– Bueno, sigamos… -Krishnamurti observó la cavidad torácica. Exactamente igual que en las demás víctimas: avulsión extensiva de la placa mamaria.

– ¿Avulsión? -repitió Jack desde la rampa. ¿Qué es eso?

– Tejido arrancado del hueso o de su tejido conectivo -Krishnamurti le miró. Dígame, Caffery…

– ¿Sí?

– Su asesor científico, Jane Amedure, me ha dicho que esta víctima no apareció en el mismo lugar que las demás.

– Así es.

– Y que nunca estuvo en el descampado.

– No; ha habido vigilancia durante las dos últimas semanas. ¿Por qué?

– Pues tiene polvo de cemento en el pelo y en la cara, como las otras. Creí que procedía del desguace.

Caffery frunció el entrecejo.

– Comprendo -dijo, frotándose las sienes.

El piso de Halesowen Street.

– Esta tarde el CSC registrará otra dirección. Le diré que lo tenga en cuenta -dijo Jack levantando la mirada.

¿Con qué se van a encontrar, Dios mío?, pensó.

Susan le oyó entrar en la habitación e inmediatamente se quedó inmóvil y silenciosa. Le oyó cruzar la habitación y golpear ligeramente la pared, inquieto.

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