Cuando Susan despertó, ya se había ido. Estaba en un dormitorio atada a la cama, atontada y desorientada, con el pulso palpitándole en las sienes. Tenía los párpados tan inflamados que las pestañas se le metían dentro de los ojos.
La había amordazado con cinta de embalar y fotografiado con una Polaroid mientras la torturaba. Luego le enseñó las fotos. Susan no pudo contener las lágrimas en cuanto vio la primera. No se reconocía en aquellos ojos tan hinchados, en aquella cara destrozada. Pero, poco a poco, entrando y saliendo de la inconsciencia, empezó a recordar.
El reloj de la pared señalaba las cinco y media. Había dormido durante ocho horas. Sabía que tenía fiebre y que eso significaba que sus heridas estaban infectadas. Podía olerlas. Una inflamada cicatriz amoratada rodeaba a un pezón amarillento.
Yacía inmóvil, oyendo el sonido de un pájaro en algún lugar del apartamento. No era un trino, sino un débil piar. Fuera se oía un chirrido, un zumbido -¿qué sería?, ¿una grúa?, y de vez en cuando las estruendosas sacudidas de un volquete. Obras. Así que no estaba cerca de Malpen Street. En esa zona no se estaba construyendo. ¿Dónde estoy?, se preguntó con lágrimas en los ojos. Algo le decía que no muy lejos de casa, que seguía en Greenwich o en Lewisham.
Cerró los ojos y se esforzó en recordar dónde estaban haciendo obras cerca de Malpen. ¿Dónde? Pero el esfuerzo la dejó exhausta. Descansó un momento. Luego intentaría mirar por la ventana.
La fiesta estaba tocando a su fin. Essex recogía las latas vacías de las mesas y Kryotos, con tantas como podía sostener colgando de los dedos de ambas manos, estaba de pie al lado de la impresora leyendo un informe que estaba entrando. Mientras tanto, Betts quitaba del tablero las fotografías de las mujeres asesinadas.
Caffery no había podido relajarse con la misma facilidad que sus colegas: tenía los ojos irritados por el formaldehído y quería que la investigación llegara realmente a su fin, que se averiguara de dónde procedía el polvo de cemento. Había pasado casi toda la tarde sentado frente a una ventana que daba a la calle, fumando con aire pensativo. Pasaban de las siete cuando vio detenerse el coche de Fionna Quinn.
Se asomó a la ventana y tiró el cigarrillo. Algo andaba mal. Pudo adivinarlo por la forma brusca en que la doctora Quinn se apeaba, seguida de Logan.
Salió a su encuentro en el pasillo.
– ¿Qué ha pasado?
Logan dejó en el suelo la caja amarilla de las pruebas y, desalentado, se mesó el pelo.
– No preguntes.
En la oficina de investigación todos le miraban expectantes. Maddox, apenas vio las caras de Quinn y Logan, cambió de expresión.
– ¡Por los clavos de Cristo, dejad que lo adivine!
– Lo sentimos, señor. Algunas drogas, casi medio kilo de heroina, pero nada más.
– Nada orgánico -explicó Quinn.
– ¡Mierda! -masculló Maddox. ¡Esta pesadilla no tiene fin!
– ¿Señor? -Kryotos miraba perpleja el ondulante papel de impresora que sostenía.
– ¿Qué pasa?
– Tenemos una emergencia en Greenwich. La víctima es una mujer, y la han encontrado en un contenedor de basura. Está viva, pero… -levantó la vista -pero el criminal ha practicado un poco de cirugía con ella.
Cuando llegaron a urgencias, Susan Lister seguía inconsciente. El enfermero que la había traído en la ambulancia, Andrew Benton, un joven negro de aspecto saludable y con el pelo cortado a rape, estaba impresionado. Se sentaron a hablar en una pequeña habitación contigua a la enfermería.
– De verdad, ha sido muy duro. Mire, he visto muchas cosas, pero esto… -Sacudió la cabeza. Esto me ha superado. Y en cuanto a él, su marido…
– ¿Fue él quien la encontró? -preguntó Maddox.
– ¿Puede imaginárselo? Encontrar a tu mujer en ese estado. Estaba en un contenedor de basura enfrente de su casa. Ése es el valor que ese cabrón da a la vida humana, como si fuese basura.
– ¿A qué hora le llamaron?
– A las once. Me dijeron que era una emergencia absoluta. Le miró a los ojos. Cuando el señor Lister llamó, creí que le daría un colapso. Esa bestia la había arrojado a la basura dándola por muerta. -Su cara se contrajo. ¡Dios!, si ni siquiera yo podré conciliar el sueño esta noche, ya puede imaginarse cómo se sentirá ese pobre diablo.
– Hábleme de ella. ¿Estaba vestida?
– No. Estaba envuelta en una bolsa de basura. Creo que uno de sus hombres se la ha llevado como prueba o algo así. Han buscado por todas partes. Antes de que me llevara a esa pobre mujer ya estaban acordonando la zona.
– Es mejor proteger la escena del crimen. -Maddox se sentía violento. Así evitamos que desaparezcan pruebas.
– Ya. No quería ofenderle.
– No se preocupe. ¿Heridas?
– La han rajado tanto que seguramente morirá desangrada, si no por septicemia. El especialista dice que tiene una infección bronquial y fallos renales. Cuando la vi estaba semiconsciente.
– ¿Dónde tiene los cortes?
– En los pechos. -Se frotó la cara. La habían cosido. Lo primero que pensé es que se había sometido a una operación de cirugía a manos de un matarife. Pero después oí a su marido sollozar mientras contaba cómo había desaparecido, luego la vi en la camilla y…
– ¿Y?
– Pues que comprendí que había algo raro.
– ¿Raro?
– Resulta difícil de ver, pero los puntos eran… bueno, obra de un loco.
Caffery se miró las manos. Recordaba haber oído pronunciar unas palabras semejantes a un agente del CID en el desguace de North aquel primer sábado.
– ¿Y la cabeza?
– La golpearon un par de veces en un lado. Estaba cubierta de maquillaje, como una fulana. Su marido cree que le cortaron el pelo. No dejaba de repetirlo una y otra vez. ¿Por qué le ha cortado el pelo? ¿Por qué le ha cortado el pelo?, como si fuera lo más importante del mundo.
– Sin peluca. A ésta la eligió a su medida -murmuró Caffery.
Benton le dirigió una mirada de incomprensión.
– ¿Qué ha dicho?
Caffery se levantó y se puso la chaqueta.
– Nada. -Miró a Maddox. Voy a echar un vistazo a la señora Lister. Te veré en el lugar de los hechos dentro de… ¿un par de horas?
– ¿Dónde piensas ir?
– No tardaré mucho. Tengo una idea, pero deja que hable con alguien de Lambeth, a ver si me confirma que voy en la dirección correcta.
Estaba tumbada boca arriba con los brazos extendidos y la cara vuelta hacia la puerta, como si esperara una visita y se hubiera dormido cansada de esperar. El pelo que caía sobre sus amoratados ojos era de un rubio casi blanco, del color de la arena bañada por el sol. Alguien había intentado limpiarla, pero su boca todavía estaba manchada con carmín y sus manos y uñas, advirtió Caffery, estaban sucias de polvo.
El aliento de Caffery empañaba la ventana. Pasó el puño de su camisa por el cristal. Una enfermera apareció en su campo de visión y se quedó observándolo. Jack se apartó de la puerta. Había visto todo lo que necesitaba ver.
Exactamente igual a las demás, pensó, comprendiendo por fin lo que estaba ocurriendo.
Cuando aparcó en Lambeth Street enfrente del Instituto Anatómico Forense, ya estaba oscureciendo y el parabrisas de su Jaguar estaba salpicado de insectos. Las luces del vestíbulo arrojaban las largas sombras de las yucas en el suelo de mosaico del pasillo.
El guarda de seguridad se levantó del mostrador y le tendió un pase a Caffery.
– Le diré que sube, pero vamos a cerrar dentro de diez minutos, señor… Deberá salir dentro de diez minutos.
Le esperaba en la puerta del ascensor. Vestía unos pantalones de chándal gris marengo, una sudadera verde, una Reebock y sostenía una lata de coca-cola. La doctora Jane Amedure, con su pelo gris cortado a lo paje, su cuerpo esbelto y casi con los hombros a la altura de los suyos, le pareció a Jack extrañamente hermosa.
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