Existen formas para salir de esto, pensó. Háblale, oblígale a pensar en ti como en un individuo. Te considera un objeto. No se lo permitas.
Despacio, con el cuerpo tenso, dispuesta a hablar y a luchar por su vida, se atrevió a abrir los ojos.
Ni siquiera la estaba mirando.
Estaba de pie, a unos tres metros, de lado. Con un gorro de los utilizados en los quirófanos, llevaba puesta una bata azul de hospital y una mascarilla quirúrgica. A sus pies tenía una caja de herramientas. Era bajo y regordete, pero ágil. Lo sabía por la forma en que casi había saltado por encima del asiento del coche la noche anterior. Y era fuerte, mucho más de lo que hubiera imaginado.
Estaba mirando la fotografía de un rostro de mujer y le daba ligeros golpes con un dedo. Tenía la cara pequeña y suave de una muñeca. Cabello rubio intenso. Exceso de maquillaje. Sombra de ojos azul y labios de un brillante color ciruela. Apretaba sus manos contra la foto, tapando sus facciones con sus enormes pulgares sobre la boca como si deseara que atravesaran sus dientes, su lengua, sus amígdalas.
De pronto se dio la vuelta.
– ¿Y bien? -dijo.
Susan se sintió desfallecer. Sabía que ella le había estado observando. Sin siquiera mirarla, lo sabía.
– ¿Y bien? -repitió.
Por encima de la mascarilla asomaban sus ojos vivaces.
– Me llamo Susan -dijo deprisa, sin tartamudear. No demuestres que estás asustada, pensó. Mi padre es magistrado. Tiene muchas influencias.
– ¡Un magistrado! -Su voz sonaba ligera, divertida. ¿Eso quiere decir que debo preocuparme?
– No… Yo… ¡Oh, Dios! ¿Qué quiere de mí?
– ¿Qué crees que quiero?
Reza para que sólo te viole, Susan. Reza para que no te haga nada más.
– Por favor, no me haga daño. -Se acurrucó, sollozando. Por favor…
– ¿No resulta incómodo tener unas tetas tan grandes? -Unas manos húmedas se acercaron y cogieron sus pechos, intentando que dejara de forcejear. ¿Cómo puedes sentarte a comer con eso delante de ti? ¿No te molestan?
Por favor, no, por favor…
– Sabes muy bien lo que tengo que hacer, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza y gimió.
– Contesta.
– No me haga daño…
– ¡Te he preguntado si sabes lo que tengo que hacer con tus jodidas tetas! -Le dio una patada en el costado y de repente su voz sonó tranquila. Y deja de llorar de una vez o conseguirás preocupar a la señora Frobisher.
Susan, entre sollozos, abrió la boca y giró la cabeza. Él se puso a horcajadas encima de ella, le inmovilizó los hombros entre sus rodillas y la obligó a mirarle tirándole del pelo.
– ¡Mira! -Se inclinó y abrió la caja de herramientas.
Susan vio unas tijeras Wilkinson, pinzas, un fino pincel de marta, una gama de irisados maquillajes en tonos turquesa, melocotón, fucsia, rojo…
– Creo que éste. -Sonido de metal, chasquido de guantes de látex, ruido de algo extraído de la caja de herramientas.
¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¿Un bisturí?
Él se agachó y agarró uno de sus pechos.
– Vamos allá. -Una gota de sudor cayó de su frente sobre el pelo de Susan. ¿Estás preparada?
A las tres de la tarde, los detectives Logan y Quinn llegaron al apartamento en el límite de Lewishan y Greenwich. Acompañados por un policía uniformado, se acercaron con expresión severa y sus placas en la mano. No esperaron a que contestaran su llamada. Quinn hablaba en voz alta grabando todos sus pasos en su Sony Professional:
– Son las tres y catorce de la tarde, y estamos en el número siete de Halesowen Street. Hacemos constar que la vivienda está desocupada, nadie nos facilita la entrada, no hay vecinos, así que según nos autoriza la ley… -Pulsó pausa y se echó hacia atrás para dejar que el agente de policía se adelantara hasta la puerta.
Cumpliendo la orden de registro H/OO estamos utilizando la fuerza para acceder a la vivienda… ¡Mierda!, sujeta esto.
El móvil estaba sonando dentro de su bolsillo. Desconectó la grabadora y cogió el teléfono. Era Caffery.
– ¿Qué impresión tiene?
– Cuando entre podré decírselo.
– Busque polvo de cemento, quizás un cobertizo… un garaje tal vez. Si lo encuentra, ése es el lugar en que estuvieron los cadáveres.
– Lo haré. ¿Ya puedo seguir con mi trabajo?
– Por supuesto.
En Shrivemoor a los equipos de investigación no les preocupaba que aún no se hubieran resuelto las últimas formalidades del caso. Intuían que muy pronto quedaría cerrado. Maddox les advirtió que no se relajaran, que todavía debían ultimarse las pruebas. Kryotos había subido las persianas y por primera vez durante las últimas semanas el sol inundó la habitación. Sobre el tablero, habían vuelto del revés las fotos de las chicas asesinadas y, mientras Betts y Essex salían a buscar cerveza, acercaron sillas a las ventanas, se pusieron cómodos e incluso descorcharon un par de botellas de vino.
Superado, Maddox sacudió divertido la cabeza.
– Vale, de acuerdo, pero no olvidéis que mañana tenemos que trabajar.
Lavaron unos vasos para la cerveza. Los informáticos, viendo que ese día ya no se trabajaría más, dejaron que Betts les sirviera vino en vasos de plástico. Caffery, recién llegado del depósito de cadáveres, abrió una Pilsen, se aflojó la corbata y se repatingó en una silla, mientras Essex, feliz como un cachorro, se anudaba la suya alrededor del cuello desnudo, y buscaba un lugar para descansar con los pies encima del escritorio. Echó un vistazo alrededor buscando al equipo F, que se había reunido en torno a una mesa con una cerveza frente a cada hombre.
– Por fin nos libraremos de vosotros. Vais a volver al trote a Eltham.
– Así podréis volver a leer revistas del corazón sin avergonzaros -respondió uno de ellos. Lejos de nuestras embarazosas miradas de reprobación.
– Y podré ponerme de nuevo mi traje favorito -dijo Essex afectando nostalgia, el de color melocotón.
– Y así podrás estar con la gente que te entiende.
– Te sentirás más a gusto.
– Más tranquilo.
– Más satisfecho.
– Más guapo.
Caffery se reclinó en su silla mirando hacia el pasillo. La puerta al lado de su despacho estaba abierta: la oficina del equipo F, el cuartel general de Diamond, que en ese momento recogía sus pertenencias moviéndose de un lado a otro con nerviosismo.
Todos seguían festejando y bromeando. Essex había sentado a Kryotos en sus rodillas.
– Con la ayuda de la adorable Marilyn, voy a demostraros cómo se debe economizar en estos tiempos austeros…
Caffery se levantó sin que se dieran cuenta. Abrió otra lata de Pilsen y salió de la oficina.
Diamond estaba inclinado sobre una caja amarilla, apartándose de vez en cuando el pelo que, por una vez sin fijador, le caía sobre la frente. Las pequeñas macetas de cactos, las fotos de familia sobre la mesa… Caffery comprendió que Diamond había esperado quedarse más de dos semanas. Se detuvo en el quicio de la puerta y observó cómo descolgaba un calendario Michelin de la pared. Tardó más de un minuto en hacerlo. Finalmente pasó un trapo por el tablero de la mesa, se inclinó para tirar una serie de cosas en la papelera y de pronto, sintiéndose observado, levantó la cabeza.
– ¿Sí?
Caffery entró en la oficina.
– ¿Quieres una cerveza? -La puso en la mesa y señaló la fotografía de unos niños muy elegantes con sus corbatas azules del colegio. Se te parecen. Debes de sentirte muy orgulloso de ellos.
– Gracias. -Diamond le dirigió una larga mirada con sus ojos desvaídos. El sudor perlaba ligeramente su cara y se enjugó la frente con la manga de la camisa. Dio la vuelta a la foto, empujó la cerveza por el escritorio y, dando la espalda a Caffery, cerró con cinta adhesiva la caja. Pero no bebo cuando estoy de servicio.
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