Ella consiguió soltarse de un tirón y, con los ojos desorbitados y el pelo alborotado, retrocedió frotándose un codo. Ninguna lágrima humedecía su cara. Él comprendió que había conseguido asustarla.
– No vuelvas a tocarme, ¿te enteras?, no…
– Cierra la boca y escúchame.
– Por favor… si te atreves a tocarme papá te lo hará pagar caro…
– Acercó su cara a la suya. No lo repetiré: si vuelvo a verte te mato, y hablo en serio… ¡Te mataré de una jodida vez! ¿Ha quedado claro?
– Jack… por favor…
Él la zarandeó con violencia.
– ¡Te he preguntado si ha quedado claro!
– ¡Sí, sí! -estalló de pronto en sollozos. ¡Y ahora quítame las manos de encima! ¡Aparta tus malditas manos!
– Fuera de mi casa. -La soltó con una mueca de asco. Vete ahora mismo.
– Está bien -balbuceó ella y se alejó con la respiración entrecortada, mirando por encima del hombro para comprobar que no la seguía. Ya me voy.
Caffery entró en la casa, cogió la caja y la llevó hasta la puerta de entrada. Verónica estaba delante del jardín marcando con dedos temblorosos un número en su teléfono móvil. Cuando la puerta se abrió, retrocedió estremecida de espanto. Luego vio lo que él llevaba y, de pronto la expresión se le demudó.
– ¡Oh no! -gimió. ¡Cuestan una fortuna!
Pero él lanzó la caja a la calle: describió una graciosa curva en el aire dejando caer cristal y terciopelo verde, rebotó en el techo del Tigra y acabó por hacerse añicos en medio de la calzada.
– Te juro, Verónica -dijo él antes de regresar a la casa, que te mataré.
Dio un portazo, echó el cerrojo y fue a la cocina a buscar el whisky.
El despertador sonó a las siete de la mañana y Jack siguió acostado mirando las sombras de los árboles reflejadas en las paredes de su habitación. Al cabo de una eternidad se volvió boca arriba, se tapó los ojos y empezó a respirar con fuerza.
Demasiado lejos. Esta vez todo había llegado demasiado lejos.
Había habido otras como Verónica. Otras relaciones que se habían roto a los pocos meses. Pero, incluso aunque se rompieran con amargura, la venganza nunca se le había desatado con tanta violencia. Nunca habían conseguido herirle.
Tal vez deberías extraer alguna lección de todo esto, se dijo.
Una lección de vida.
Se apretó las sienes y pensó en Rebecca, apartándose su pelo castaño de los ojos. Se preguntó si también metería la pata, cuánto tiempo tardaría en estropearlo. Seis meses, quizás. O un año si se esforzaba mucho. Y luego estaría en el mismo sitio. Solo. Sin hijos. Pensó en sus padres, optimistas, ilusionados iniciando la vida de sus dos hijos allí mismo, en esa habitación bañada por el sol.
– Maldita sea, Jack -masculló para sí mismo. Contrólate.
Se apoyó en los codos, parpadeando por la luz de la mañana y tiró del teléfono hacia la cama.
Rebecca, soñolienta, respondió enseguida.
– ¿Te he despertado?
– Sí.
– Soy el detec… Rebecca, soy yo, Jack.
– Lo sé -respondió ella con tono monocorde.
– Siento lo de anoche.
– No pasa nada.
– Me preguntaba si…
– ¿Sí?
– Si esta noche… ¿Una copa o cenamos juntos?
– No. -Hizo una pausa. No, no me parece una buena idea.
– Y colgó.
Esto te enseñará, pensó Jack, y se levantó.
Maddox, recién afeitado con una camisa de manga corta, le encontró en el pasillo de Shrivemoor con una taza de café en la mano.
– Jack, ¿qué te pasa? No será otra vez ese pervertido, ¿verdad?
– No es nada.
– Pareces recién salido de una cloaca.
– Gracias.
– ¿Cómo estaba el tráfico?
– Pasable. ¿Por qué?
Maddox sacó del bolsillo las llaves del coche del equipo y las hizo tintinear delante de sus narices.
– Porque ahora mismo vas a volver por donde has venido.
– ¿Pasa algo?
– Tal vez hemos encontrado a Peace Jackson. Una mujer encontró el cuerpo en un contenedor de basura hace apenas quince minutos.
Royal Hill, que une Greenwich con Lewisham, sube serpenteando como si quisiera alcanzar Blackheath y por el camino perdiera las fuerzas. Al cabo de medio kilómetro gira a la izquierda y cae en picado hasta juntarse con South Street. Cuando llegaron y consiguieron aparcar el coche ya había una multitud de curiosos en el lugar de los hechos. Los vecinos, apartando los visillos, miraban con los brazos apoyados sobre los alféizares de sus ventanas. El juez de instrucción se presentó con los de pompas fúnebres, dos tipos fornidos con corbatas negras que esperaban de pie junto a su Ford Transit. Un agente de policía estaba precintando el pequeño jardín delantero mientras sus colegas impedían el acceso al sendero pavimentado donde estaba el contenedor con la tapa abierta.
Basset estaba en la calle con la cabeza gacha, absorto en la conversación que mantenía con Quinn. Apenas advirtió la presencia de Maddox se le acercó con la mano extendida.
– Bien, Basset -le dijo Maddox estrechándole la mano, ¿qué tenemos aquí?
– Tiene el aspecto de ser obra de Harteveld, señor. Hembra, desnuda, parcialmente envuelta en tres bolsas de plástico. Quinn le ha echado un vistazo y puedo asegurarle que hemos hecho bien en llamarle. Tiene algunos cortes reveladores en los pechos y el esternón abierto en canal. No hemos podido ver la cabeza, la tiene hacia abajo, pero, por si sirve de algo, le diré que es afro caribeña.
– Bueno, creo que sabemos de quién se trata.
– Ya he perdido el rigor mortis, de lo contrario no tendría las piernas dobladas sobre el pecho.
– ¡Encantador! -Maddox arrugó la nariz y levantó la mirada hacia el cielo. ¿Cuándo podremos ocuparnos de algunos deliciosos cadáveres frescos? -Cogió la mascarilla y los guantes de látex que le tendió Logan y se dio la vuelta. Jack, habla con la mujer que la encontró, Logan y yo nos ocuparemos del resto.
La mujer estaba con una oficial en la cocina de la pequeña casa adosada, contemplando la tetera eléctrica. Dieron un respingo al oír entrar a Jack.
– Lo siento, la puerta estaba abierta.
La agente frunció el entrecejo.
– ¿Y usted quién es?
– AMIP. Detective inspector Caffery.
– Perdón, señor. -Se sonrojó. Estaba preparando un té con la señorita Velinor. ¿Le apetece una taza?
– Gracias.
La mujer, vestida con un caro traje sastre hecho a medida, le dirigió una lánguida sonrisa. Resultaba atractiva con su rostro egipcio de facciones severas y angulosas y su oscuro pelo recogido en un moño.
Había dejado su maletín junto a unas revistas tiradas sobre la mesa: tres publicaciones sobre negocios, un montón de hojas con los tests psicométricos de Saville & Holdsworth y un ejemplar del Guardian con la fotografía de Harteveld. En la ventana colgaban de un tendedero cuatro toallas de baño.
– Si quiere preguntarme alguna cosa -dijo, tendrá que esperar a que me tome una taza de té. Por desgracia he vomitado.
– No hay prisa, tranquilo.
Les ayudó a poner la esa llevando la leche y el azúcar. Se sentaron cerca de la ventana y, poco a poco, el semblante de la señorita Velinor se relajó, volviéndole el color a medida que tomaba su té.
– Ya me siento mejor.
Caffery sacó su libreta de notas.
– Cuénteme qué ha pasado. ¿Fue cuando iba a tirar la basura antes de irse a trabajar?
Asintió y puso la taza en el plato.
– Creí que alguien había tirado algo asqueroso para gastar una broma. Mi compañero es blanco pero yo, como puede ver, soy una mezcla de razas y a la gente no le hace mucha gracia. Hace dos semanas hicieron una pintada en la puerta principal, y no se imagina lo que llegan a meter por el buzón. Pensé que sería algo por el estilo.
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