Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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– ¿Croom’s Hill?

– Sí. ¿Te suena de algo?

– Steve -Caffery se le acercó con excitación, esta tarde Essex y yo estábamos trabajando en ello…

– Continúa.

– Se trata de alguien de buena posición. Pero padece un pequeño problema: tiene mono. Lo soluciona con un simpático colombiano, y el opio es del Triángulo de Oro. Un cliente habitual. También es el accionista mayoritario de DCC Plc.

– ¿De qué?

– Una compañía farmacéutica. ¿Has oído hablar de Snap-Healer?

– Me suena.

– Es un producto para el asma. DCC acaba de conseguir la exclusividad, las ventas se han disparado y la vida le sonría. También…

Un trueno retumbó en el jardín haciendo vibrar una bandeja llena de copas de pie alto. Algunas mujeres se sobresaltaron y Marilyn soltó una risita nerviosa. Essex fue a cerrar las cristaleras pero Verónica le detuvo.

– No, déjalas así. Me gusta la lluvia. -Contemplaba el jardín como si esperara que algo fuera a suceder.

Las gotas de lluvia empezaron a caer en el patio y un olor a tierra húmeda inundó el salón. Jack se dio la vuelta hacia Maddox y murmuró:

– También es miembro del comité de dirección del St. Dunstan.

Maddox guardaba silencio contemplando la lluvia. Cerró brevemente los ojos y asintió.

– Continúa.

– Hizo estudios de medicina. Chuta con heroina a sus invitados. Yo estaba a punto de investigar a otro, a un técnico del St. Dunstan, pero de pronto aparece éste y todo empieza a encajar.

Y ahora vienes tú y me hablas de Croom’s Hill. -Vació su copa de un trago. Deja que me encargue de esto. Dama una semana. Me ocuparé de todo personalmente.

Jack, no puedo chascar los dedos y… De acuerdo, conseguiré un permiso de cuarenta y ocho horas del jefe. Luego ya veremos.

– Mira, Jack -terció suavemente Romaine, enlazando su brazo con el de Maddox mientras sonreía a Caffery, debes aprender la regla de oro: fuera del trabajo no hablar de trabajo.

– No estábamos haciéndolo -dijo Maddox.

– Mientes. Puedo verlo en tu cara.

– NO le hagas caso, Jack. Quiere que pida la jubilación anticipada.

– Debes comprender a mi marido. -Le dio unos golpecitos en el pecho. Intenta que todos estén contentos y eso repercute en él.

Maddox cogió su mano y le besó la muñeca.

– Ya lo habíamos dejado, te lo prometo. Sólo estaba mirando a Marilyn y a sus niños. Ya sabes, recordando a Steph y Lauré cuando tenían su edad.

– ¡No me digas que te estás poniendo sentimental! -Le besó y se echó hacia atrás frunciendo la nariz. ¡Uf!, qué aliento. Ya veo que esta noche tendré que conducir yo.

– Sólo he tomado… -abrió la boca para que su mujer le rociara con un aerosol para refrescar el aliento -un par de copas.

– Es culpa mía -dijo Caffery, soy el camarero y…

De pronto la cara de Romaine cambió de expresión y se llevó un dedo a la boca pidiéndole silencio.

– Mira -articularon sus labios con los ojos clavados en las puertas que daban al jardín, date la vuelta.

Caffery tomó conciencia de que todas las conversaciones se iban apagando y los invitados se volvían para mirar las puertas cristalera.

– Mira… -repitió Romaine, señalando el jardín con un dedo.

Casi horrorizado, presintiendo lo que iba a ver, Jack se dio la vuelta.

Dean, paralizado, estaba sentado en el umbral de la puerta con la cara pálida y tensa. Detrás de él, Verónica, fascinada ante lo que veía, sonreía levemente. Las cristaleras estaban abiertas de par en par hacia la noche y, bajo el pálido reflejo de la luz, empapado por la lluvia y sujetando algo entre los brazos, estaba Penderecki con su pelo, ralo y alborotado, fosforescente bajo el resplandor de los relámpagos.

En el salón reinaba un absoluto silencio. Caffery, atónito, tenía la mirada clavada en los ojos de Penderecki, incapaz de adivinar qué llevaba entre los brazos.

Penderecki se lamió sus gruesos labio y sonrió avanzando un paso. Todos se apartaron y él, muy despacio, guiñó un ojo. Luego, con un sonido que recordaba un suspiro, dejó caer una brazada de huesos a los pies de los invitados.

CAPÍTULO 32

Sólo Logan y Essex se quedaron hasta la una de la madrugada.

Maddox tenía que irse a Greenwich y los demás invitados se fueron apresuradamente lanzando incómodas miradas a Caffery que, sentado en los escalones, no apartaba la mirada de sus manos, respirando profundamente y haciendo esfuerzos para sosegarse.

Verónica, con tranquilidad casi surrealista, intentaba evitar que se fueran:

– No hay por qué preocuparse. No os vayáis, podemos pasar al comedor.

Cuando por fin comprendió que la batalla perdida, cerró la puerta principal y, de mal humor, se refugió en la cocina para llenar e lavaplatos. Logan fue a Shrivemoor a buscar una bolsa y Essex se quedó con Caffery.

– Bueno -dijo Essex, ¿piensas contármelo?

Caffery fijó la mirada en la puerta de la sala, donde seguía aquella pesadilla, aquellos huesos desperdigados por el suelo.

– Creo que puede ser mi hermano.

La expresión de Essex se demudó.

– ¿Tu hermano?

– Se fue por la vía del tren, por detrás de la casa, el catorce de septiembre de 1974. Nunca más volvimos a verle.

Y entonces Caffery se desahogó, le contó a Essex aquella discusión que mantuvieron en la cabaña del árbol y que le había dejado para siempre el pulgar morado. Le habló de Ewan alejándose por el talud de la vía del tren («Le llamábamos el sendero de la muerte. ¡Qué ironía!»), de cómo su madre sollozaba y gritaba en el jardín de atrás, mordiéndose las uñas mientras la policía registraba la casa de Penderecki para finalmente salir con las manos vacías, sin el menor indicio que permitiera suponer que Ewan había estado allí.

Luego las sospechas se dirigieron hacia su propio padre, al que detuvieron durante dos días… ¡Dios mío!, eso casi acabó con su matrimonio.

El nivel de la botella de whisky iba bajando de una manera considerable.

– Finalmente todos se dieron por vencidos, lo olvidaron. Supongo que tenían que hacerlo. Pero yo no podía. Verás, yo sabia que él había escondido el cuerpo de Ewan, al menos cuando registraron la casa. Tal vez se lo llevó al campo, hay algunos indicios, facturas, cartas -señaló el piso de arriba con la cabeza, pistas que he ido recogiendo a lo largo de los años, que he guardado intentando descubrir lo que me decían, frente a las que me he sentado durante horas tratando de que me condujeran a alguna parte. Pero de lo que estaba convencido… -dijo, llenando su copa y bebiéndosela de un trago -era de que Penderecki tenía a Ewan.

– Así pues, ¿esperas que te lo devuelva algún día?

Caffery se quedó con la mirada fija en su pulgar morado, tratando de contener las lágrimas.

– Quizás acaba de hacerlo. ¿Crees que ese montón de huesos pertenece a Ewan?

Essex se levantó despacio con una expresión de pesar mientras la sangre volvía a circular por sus entumecidas piernas.

– No lo sé, Jack. Pero lo sabremos.

La tormenta estival se había alejado de Greenwich hacia el sudoeste, la antena plateada del Crystal Palace temblaba bajo la luz de la luna. Incluso las casas que tachonaban el límite de Blackheath parecían agazapadas contra los rastrojos que arrastraba el viento.

Harteveld, sentado a la mesa de caoba del salón con un ejemplar del Times y una botella de pastis junto a su codo, parecía taciturno. Le dolían las sienes. No importaba cuántos analgésicos tomara o cuánta coca utilizara: no conseguía librarse del dolor. Y sus manos estaban frías como el hielo. Estaba leyendo un artículo sobre los cuerpos encontrados en el Millenium.

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