Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Kayleigh Hatch, Petra Spacek, Shellene Craw y Michelle Wilcox, además de una chica que no había sido identificada a causa de su avanzado de descomposición. Sabía exactamente de quién se trataba: aquella joven de las calles de Glasgow que había muerto mientras él dormía. Nadie había comunicado su desaparición.

De repente dejó el periódico y se cubrió la cara con las manos. Siguió así unos momentos, sin cambiar de posición, balanceando la cabeza de un lado a otro. Luego, temblando violentamente, se levantó, cogió la botella de pastis y fue dando traspiés hasta el invernadero. El viento bramaba en el jardín hiriéndole en la cara, golpeando las contraventanas.

Toby recibió el vendaval en pleno rostro, viendo cómo las altas hierbas del parterre se inclinaban produciendo un sonido sibilante. Se acercaba la tormenta. Se precipitaba desde la noche hacia él, más rápida que n cometa. Su objetivo era el centro de su pecho.

CAPÍTULO 33

Donde Croom’s Hill serpentea hacia arriba, una vez pasado en antiguo convento de las ursulinas, un camión de la basura estaba parado en medio de la calle detrás de una furgoneta blanca. Minutos más tarde, el camión reemprendía su marcha hacia la colina, deteniéndose, como de costumbre, frente a la casa de Harteveld. La furgoneta dio la vuelta y, dando un amplio rodeo a través de Blackheath, llegó a la última curva en la cima, que también quedaba oculta desde la casa, justo a tiempo para encontrarse de nuevo con el camión. El chófer recogió las dos bolsas de basura que le tendían los empleados municipales y se las entregó a u colega que iba en la parte trasera de la furgoneta. Luego ajustó el espejo retrovisor hasta que vio, en un recodo de la colina, un Sierra gris emboscado debajo de las ramas de un roble. Sin volverse, se limitó a levantar el pulgar frente al retrovisor.

Aguardó hasta que los dos hombres del Sierra le hicieron una seña, luego arrancó y la furgoneta emprendió el ascenso final a la colina.

Detrás de los muros de su jardín, Harteveld no veía esos movimientos. Estaba apoyado en un banco de piedra, parpadeando por la luz de la mañana con los ojos inyectados en sangre. Cerca de él, en el suelo, en medio de parterre de violetas y margaritas, había una botella vacía de pastis y un montón de colillas aplastadas. No se había movido en toda la noche, escuchando los sonidos de la tormenta y las sirenas por las calles de Greenwich, esperando a que las nubes estallaran dejando caer la lluvia sobre su cara y convirtiendo los intrincados senderos en torrentes. Al amanecer, algunas ramas de los frutales yacían rotas en el suelo, el césped estaba anegado y los maravillosos iris que bordeaban el muro oeste se inclinaban exhaustos.

Por la mañana las puertas del invernadero seguían abiertas y las hojas del Times habían sido arrastradas por el viento. El rostro de Kayleigh Hatch colgaba de las ramas de un cedro.

Ahora, mientras desaparecían las sombras del jardín y el sol de la mañana secaba las telarañas empapadas por la lluvia, Harteveld empezó a reaccionar.

En el Sierra, Betts se dio la vuelta y miró a Logan. En alguna parte del camino que conducía a casa de Harteveld, alguien puso en marcha un automóvil. Al cabo de un rato se abrieron las puertas del garaje y un precioso coche clásico salió al camino. Giró a la izquierda en Croom’s Hill y avanzó en la luminosa mañana.

La boca de Betts se crispó ligeramente mientras ponía en marcha el motor.

A cinco millas de allí, en las oficinas centrales de Shrivemoor, el teléfono de Caffery empezó a sonar.

– ¿Inspector Caffery? Soy Jane Amedure, su asesora en el Instituto Anatómico Forense. Tengo en mi poder dos bolsas de plástico y vamos a cotejar su contenido con las autopsias ya realizadas. A última hora de la tarde tendré los resultados. -Se aclaró la garganta. Y… bueno, esta mañana el inspector Essex me ha traído algo más.

– Sí -respondió Caffery, que se sentía exhausto. Es personal.

Se lo ha llevado de mi parte.

– Lo sé, Essex me ha puesto al corriente. Si queda entre nosotros, podré incluirlo en el caso Walworth.

– Muy amable.

– Sí, bueno, me he enterado de la historia.

– ¿Puede decirme algo?

– Con un examen meramente visual no puede decirse mucho. Son antiguos y están muy fragmentados. Si llegara a demostrarse que son humanos los sometería a la prueba de ADN por lo que debo preguntarle si su madre vive todavía.

– Sí, mi madre aún… ¿Cree que pueden se humanos?

– Podré decírselo con seguridad a última hora de la tarde o quizá mañana.

– Gracias, doctora Amedure.

Colgó el auricular, se reclinó en su sillón y se quedó absorto mirando por la ventana. Sentía una punzada en el entrecejo. Mientras Verónica embalaba las copas de su madre y las guardaba en dos cajas de madera, habían estado trabajando durante más de una hora. Essex se encerró en la sala para etiquetar y poner en bolsas los huesos. A las diez de la mañana, precisamente cuando empezaba la prórroga de la detención de Géminis, en comisaría todos estaban al corriente de lo ocurrido y todos sabían acerca de Ewan y Penderecki, Todos comprendían a Caffery un poco mejor. Las mujeres de la oficina le miraban con un brillo nuevo en los ojos, algo que, curiosamente se asemejaba al miedo.

– ¿Tienes un minuto? -Maddox estaba de pie en el dintel de la puerta. Alguien pregunta por ti.

– Sí, adelante.

– ¿Prefiere estar a solas? -preguntó Maddox a la silueta que estaba en el pasillo.

– Me da igual que oiga lo que tengo que decir.

North, propietario del desguace, entró en la oficina. Vestía un suéter de cuello alto, traje, zapatos de charol, una pesada cadenilla de oro le colgaba sobre el pecho y sudaba profusamente. Se sentó en la silla que le acercó Maddox.

– Me siento como un gilipollas por venir aquí.

Jack y Maddox se sentaron frente a él y entrelazaron las manos. Maddox ladeó la cabeza.

– ¿Y bien?

– Estos últimos días me ha estado rondando por la cabeza y mi mujer… bueno, se ha puesto de tan mal humor que no piensa dejarme entrar en casa hasta que haya hablado con ustedes.

– ¿A qué se refiere?

– A ese chico de Greenwich…

– ¿Qué sabe de él?

– ¿La verdad?

– Sí.

– Tengo un amigo en este departamento…

Caffery y Maddox intercambiaron una mirada.

– Han detenido a un chico negro, ¿verdad? -preguntó North.

– ¿Tiene alguna importancia que sea negro?

– En cierto sentido. -North tenía la mirada fija en la raya de los pantalones y Caffery notó que trataba de disimular el apuro que sentía. Tal vez dije algo… improcedente.

– ¿Cuando se le interrogó?

– No; más tarde, en el pub. El detective Diamond…

Maddox suspiró.

– Sí, ¿qué pasa con él?

– Es un viejo conocido. Somos viejos seguidores del Old Charlton. -Se mordió el labio. Miren, mi hija vive en Greenwich Este, cerca del desguace. Ha tenido problemas con sus vecinos nigerianos. Ruidos… olores. Son como animales, conviven con ratas que se cuelan en sus casas por las grietas de las paredes y se aventuran hasta donde duermen los niños. -Hizo una pausa. No es que tenga nada en contra de ellos, pero ahí están, paseándose en sus flamantes coches que sólo Dios sabe cómo han conseguido, porque ninguno de ellos trabaja, y ahí está mi hija, buscándose la vida y sin conseguir ningún empleo decente porque, tal como están las cosas, cada puesto de trabajo vacante se lo lleva un negro.

– ¿Dónde quiere llegar, señor North?

– Mentí.

– ¿Mintió?

– Ustedes hubieran hecho lo mismo si su hija viviera donde vive mi chica.

– ¿Cuándo mintió?

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