Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Un viejo y encorvado jamaicano apareció con cubo y fregona para limpiar el suelo de la enfermería. El comisario Maddox, recién llegado de Shrivemoor con una jaqueca terrible, se encontró con la comisaría sumida en el caos.

– ¿Que has hecho qué?

– Estaba siendo violento.

– Bien, ahora sí estamos hundidos en la mierda. -Maddox se llevó una mano a la cabeza. Del calabozo le llegaban los gritos de protesta de Géminis. Dispones de veinticuatro horas… o sea, las diez de la mañana. Sabes, Diamond, tú puedes ser el listo que interrumpa el desayuno del juez pidiendo una prórroga.

El médico se asomó por la puerta de su despacho agitando un manojo de formularios frente a Maddox.

– ¿Quién quiere estos formularios?

– Vale, mandaré al agente responsable de las pruebas.

– Hemos repartido las muestras para su análisis. Cuando llegue el sumario ya estarán listas.

– Será mejor que nuestro inspector Diamond las bendiga antes de enviarlas. Es la única oportunidad que nos queda.

Diamond suspiró con los ojos en blanco.

A diez kilómetros de distancia, Caffery, aprovechándose de que la oficina de investigación de Shrivemoor estaba casi desierta, encendía un cigarrillo.

– No, no fumes -le reconvino Kryotos alzando la vista de su ordenador.

– Lo necesito.

– Vale. -Bebió un sorbo de su refresco, se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Y bien, ¿cuál es tu última teoría?

– Algo completamente absurdo.

– Sí. -Se puso las gafas y, de pie detrás de ella, miró la pantalla. Creo que le he descubierto. Creo que lo tenemos por algún sitio aquí dentro. ¿Puedes sólo…? -Señaló el archivo de nombres y lo accionó dejando que se deslizaran por la pantalla como luciérnagas verdes. Deja que siga así.

– Claro.

Se quedaron observando cómo los nombres iban pasando en rápida sucesión y que resumían los últimos días de la investigación: nombres aparecidos durante los interrogatorios, personas sin rostro que nunca habían sido investigadas, falsas pistas, callejones sin salida, bares en Archway, coches deportivos rojos, Lacey, North, Julie Darling, Thomas Cook, Wendy…

– ¡Para!

Kryotos, conteniendo la respiración, pulsó el teclado con un dedo.

– ¿Qué has visto?

– Ahí. -Caffery se inclinó y señaló la pantalla. Al lado del nombre de Cook. ¿Qué significa ese número dos ahí?

– Sólo que aparece dos veces en la base de datos.

– ¿Y esta entrada?

– De tus interrogatorios en el St. Dunstan.

– ¿Y la segunda? ¿Por qué aparece otra vez?

– Porque… espera. -Bajó el ratón por la lista de nombres. Aquí está

– dijo señalando la pantalla. Mira, es de esta mañana. ¿Ves esa T?

– ¿Sí?

– Significa que ha dejado un mensaje por teléfono -dijo ella. Y parece que me lo ha dejado a mí. ¿Ves mi número, el veintidós?

– ¿Has hablado con él?

– Me dijo que lo había comprobado y que se había quedado en casa las dos noches en que estabas interesado.

– ¡Ah, sí, ya recuerdo! La supuesta novia… No acabo de creérmelo.

– Jack se golpeó los dientes con el pulgar. Dijo que no distinguía los colores, que no tenía a nadie que le ayudara a elegir la ropa.

– Ergo, no existe tal novia.

– Raro, ¿verdad? -Caffery apagó el cigarrillo, levantó un poco la persiana y miró fuera. Era un día claro y caluroso. Creo que voy a hacerle una visita.

– Será mejor que te des prisa, mañana piensa irse a Tailandia.

Caffery dejó caer de golpe la persiana.

– ¿Bromeas?

– Pues no. Le encanta el aire de las montañas del Triángulo de Oro.

– Vaya por Dios.

Recogió su chaqueta y las llaves de su coche del despacho del SIO y ya casi había salido de las oficinas cuando oyó la voz de Kryotos.

– ¡Jack! -Tenía el teléfono apoyado contra el pecho. Es Paul. Será mejor que vayas a Greenwich, alguien quiere hablar contigo. Dice que tú sabes de quién se trata. Cito textualmente: está para comérsela.

– ¡Dios! -exclamó él poniéndose la chaqueta. Rebecca.

– Dice que los tíos la miran babeando y que la chica se está poniendo nerviosa.

– Dile que ya voy. Por favor, en cuanto me vaya telefonea a Cook. Procura que no sospeche nada, pero averigua dónde estará hoy.

– Lo haré.

– Te veré esta noche.

– ¿Estás seguro? Recuerda que también irán los niños.

– Naturalmente. Tengo muchas ganas de verlos -le respondió mandándole un beso y cerrando la puerta.

Kryotos se preguntó por qué a ella, casada y con hijos, le molestaba que Caffery se interesara por una chica llamada Rebecca.

CAPÍTULO 30

Cuando Caffery llegó, Maddox estaba en la escalinata de la comisaría de Greenwich, al sol, comiendo una grasienta samosa y mirando con aire ausente a los estudiantes que bebían cerveza fuera del Funnel and Firkin. Las líneas de su frente parecían más profundas. Cuando Caffery le preguntó qué le pasaba, frunció el entrecejo señalando la puerta de la comisaría.

– Ese descerebrado ha arrestado a Géminis sin siquiera consultarme. Menudo gilipollas.

¿Te sorprende, Steve?, pensó Jack. ¿De verdad te sorprende?

– Supongo que tendré que suspender la fiesta -dijo.

– ¡Caray!, me había olvidado -dijo Maddox dándose un golpe en la frente. No. -Sacudió la cabeza con exasperación. Que se jodan, además ya hemos hecho demasiadas horas extra. Dejaremos a Diamond en la oficina para que al menos haga algo útil. Betts puede empezar con el interrogatorio y yo ya pasaré más tarde.

– Sólo tienes que decirlo, Steve, y la suspendo. Sólo la hago por…

– Lo sé. Todos lo hacemos por ellas. Ésa es la cuestión. Es la última gran idea del jefe: los hogares felices hacen policías felices. Ni maridos violentos, ni alcohólicos, ni suicidas.

– Muy años noventa. -Jack abrió la puerta para entrar. ¿A las ocho entonces?

Maddox terminó su samosa, arrugó la bolsa entre las manos y la tiró en una papelera situada al pie de la escalera.

– Muy bien, a las ocho.

Caffery evitó pasar por la sala de vigilancia y se dirigió directamente a las dependencias del segundo piso reservadas, en todas las comisarías metropolitanas, para uso exclusivo del AMIP.

Vestida con unos anchos pantalones verde oliva y una delicada blusa de popelín, Rebecca le esperaba sentada, mirando por la ventana, moviendo con gesto distraído un elegante pie y jugueteando con un colgante mejicano de plata que llevaba al cuello.

– Hola -saludó a Caffery.

– Encantada de verte.

– ¿Ah, sí?

Se quedó mirándola.

– ¿Estás enfadada?

– Sí.

Él se sentó frente a ella y se miró las manos.

– Cuéntamelo.

– ¿Te estoy incordiando? No quiero que pienses que soy una pesada, pero te lo dije muy en serio. Creo que él es muy importante.

– Me he perdido. ¿De qué estás hablando?

– Hablé con tu servicio de mensajes.

– ¿Mi servicio de mensajes? -Caffery se reclinó. ¿Y cuándo fue eso?

– Ayer por la tarde.

– ¿Llamaste a mi móvil?

– Sí.

Verónica. Caffery meneó la cabeza.

– Rebecca, no recibí el mensaje. Lo siento.

Ella suavizó la mirada.

– No pretendo agobiarte, pero he estado toda la noche despierta, pensando en aquello que me dijiste acerca de que debía tratarse de alguien bien situado, alguien en quien ellas podían confiar. Al extremo de… -se estremeció -dejar que les inyectara lo que fuera.

– No debería haberte contado todo eso. Espero que…

– No se lo he dicho a nadie. -Se echó hacia delante y su larga melena cayó sobre sus hombros. El año pasado Joni me llevó a una fiesta. El dueño de la casa no ocultaba que disponía de heroína y que se la inyectaría a quien quisiera un chute. Era médico y sabía hacerlo sin que doliera y exactamente en qué cantidad, bueno, toda esa clase de cosas. -Se reclinó en la silla. Y te aseguro que no le faltaban voluntarios.

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