Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Huyó de Surrey para ir a la universidad, pero en realidad acabó en Londres. Y de repente apareció Joni, con un canuto entre los labios, pavoneándose por las calles de Greenwich con sus pantalones cortos y sus gafas en forma de corazón, despotricando sobre su jodida infancia. Se había criado en bloques de beneficencia, ente escaleras llenas de vómito y palomas copulando en el alféizar de su ventana.

Rebecca la escuchó, y ambas se hicieron amigas.

– Fue mi madre la que me metió en esto de las drogas -contaba Joni. Si había tenido un mal día me obligaba a tomar sus tranquilizantes. Me los metía en la boca y, si no me los tragaba, sus gritos se oían en toda la casa. Deberían haber encerrado a esa jodida vaca loca en un manicomio antes de que yo naciera.

Luego seguía Rebecca:

– Una vez me obligó a bañarla. Estaba llorando. Yo sólo tenía ocho años y también empecé a llorar. Me dio caramelos para que me tranquilizara.

– No me digas. ¡Tofranil, eso es lo que te dio!

– Sí, o algo parecido. Y si ella no se alimentaba bien, tampoco lo hacía yo. Una vez viví a base de Nesquik durante una semana. Mi padre comentó que estaba adelgazando y eso la asustó. Se fue al Benjams de Guildford y volvió con cinco botes de helado italiano y me obligó a tragármelo hasta que lo devolví todo.

– Y después imagino que te reprendería.

Sabían que eran muy distintas, pero juraban que eran como hermanas.

Habían vivido juntas sus felices y desenfadados veinte años, compartiendo novios y lápices de labios, sin pararse a pensar que, mientras Joni se quedaba durmiendo todo el día la juerga de la noche anterior, Rebecca madrugaba para coger el autobús que la llevaría al Goldsmiths College. Lentamente su intimidad se fue deteriorando y Rebecca sólo le contaba a Joni lo mismo que le contaría una niña pequeña.

Sobre todo no le contaba lo que pensaba sobre el detective inspector Jack Caffery.

¿Un policía? ¡Por Dios! ¿Estás loca?, le diría.

Pero el otro día, al salir del pub, se había quedado momentáneamente traspuesta al ver su cuello. Se había sentido obsesionada por algo tan nimio como el contraste entre el bronceado de su cuello y el blanco de su camisa, por su ralo pelo. Se sorprendió preguntándose qué aspecto tendría cuando se corriera.

Sentada en el estudio con su traje de fiesta, intentó alejar esa imagen de su mente.

Por favor, Becky, métete en esa loca cabecita algún pensamiento tierno, decente y burgués.

Esperó que el rubor desapareciera de su cara y abrió el portero automático. Al cabo de un momento Jack estaba delante de la puerta, cansado y sin afeitar.

– Adelante. -Abrió la puerta de par en par y encogió la pierna para ponerse un mocasín de piel. No tengo mucho tiempo. -Se puso el otro zapato y le acompañó a la cocina encendiendo las luces a medida que avanzaba. ¿Un vaso de Poully?

– Si está abierto…

– El vino siempre está abierto cuando estoy nerviosa.

– Nerviosa, ¿por qué?

– ¿Aparte de lo obvio? ¿Del Destripador del Milenio?

– ¿Ocurre algo más?

– Miedo a las reuniones artísticas, ya sabes, terror a los cuellos altos, a las barbas de chivo, a las discusiones inacabables. La vanguardia versus el expresionismo alemán y bla, bla, bla. Ya puedes imaginarte. De modo que, si tengo que salir de mi taller y hacerme la intelectual, me siento infinitamente mejor si cojo fuerzas tomándome un inteligente fuissé.

– Al ver que él seguía sin sonreír, sacó la botella de vino del refrigerador y la puso encima de la mesa. ¿Querías hablar conmigo?

– dijo poniéndose de puntillas para alcanzar las copas del armario.

– Han detenido a Géminis para interrogarle.

Rebecca se detuvo en seco con las dos copas suspendidas en el aire.

– Vaya.

– Creí que te gustaría saberlo.

Bajó los talones y se quedó mirando fijamente el refrigerador.

– Ya hablamos sobre esto.

– Lo sé -dijo él.

– Entonces ¿qué ha ido mal?

– Hablamos demasiado tarde. Si me hubieras contado desde el principio lo de Géminis y Shellene…

– ¿Me estás culpando?

– O cuando estuvimos en el depósito.

– De modo que me estás culpando.

– ¿Acaso no era más importante aquel cadáver que el que tus amigos siguieran consiguiendo drogas? Tal vez debí dejar que vieras de cuerpo entero a Petra. Ese cabrón las mutila, les corta los pechos, las abre…

Ella se dio la vuelta para mirarle. Caffery se arrepintió de su salida de tono.

– ¡Mierda! Lo siento.

Un escalofrío recorrió Rebecca.

– Está bien, no te preocupes. -Puso las copas sobre la mesa y las llenó de vino. Sus manos temblaban. Acostumbraba a trabajar en ese pub. Hubiera podido ser yo. O Joni -le miró. Es ahí donde las encuentra, ¿verdad?

– Eso es algo sobre lo que debemos hablar. Tú y yo.

– Así que es ahí donde las encuentra.

– Seguramente.

– ¿Las sigue cuando salen?

– Sólo es una suposición. -Levantó la copa y la miró pensativamente mientras le daba vueltas intentando que reflejara los últimos rayos de sol que entraban por la ventana. Pero tienes que saber lo que yo creo.

– Adelante.

– Creo que habían quedado para verse con él. Para tirárselo o para colocarse. Creo que le conocían, incluso que confiaban en él hasta cierto punto. Al menos lo suficiente para irse a algún sitio a solas con él: a su coche, o, incluso, seguramente a su casa. Creo que es alguien bien situado socialmente, tal vez medico o asistente de laboratorio. -Se interrumpió para elegir sus palabras. Con seguridad se trata de alguien en quien confiaban lo suficiente para permitirle que les inyectara algo.

– ¿Qué? -exclamó Rebecca mientras se llevaba la copa a los labios.

– Les dijo que era la mejor manera para colocarse rápidamente. Tal vez ya habían tenido algún contacto con él. Alguien que ya les había proporcionado drogas.

– ¿Por qué me cuentas todo esto?

– Porque creo que le has visto alguna vez. Incluso que le conoces. Y creo que Joni también. Por eso ahora vuelvo a preguntarte si estás protegiendo a alguien por alguna razón, por insignificante que sea.

– No sigas. -Levantó una mano. No estoy protegiendo a nadie. Lo juro.

– Te creo. -Bebió un sorbo de vino observándola por encima del borde de la copa. ¿Recuerdas haber conocido a alguien en el pub que trabajara en el hospital St. Dunstan?

Frunció el ceño.

– No… bueno, imagino que a Malcom. Tiene algo que ver con un hospital. Joni le conoce desde hace años.

– ¿Su apellido?

– No lo sé. Sale con él cuando no tienen nada mejor que hacer, deja que le invite a una copa, esa clase de cosas.

– ¿Tiene aspecto de hippie?

– En absoluto.

– ¿Conoces a un tal Thomas Cook?

– No.

– Pelo largo, pelirrojo, con ojos muy peculiares.

Ella negó con la cabeza.

Caffery suspiró.

– Bueno, supongo que en cuanto se enteren de todo lo que te he contado recibiré una carta de despido. Tal vez me dedique a la crítica de arte.

– No pienso perderme ni una.

– Gracias.

Ella se quedó delante de la puerta mientras él bajaba por la escalera. Cuando iba a salir del edificio ella le llamó.

– ¿Caffery?

Su cabeza apareció en el hueco de la escalera.

– Sí, ¿qué pasa?

Las palabras salieron de su boca antes de que fuera consciente de lo que estaba diciendo.

– Estoy asustada. Ese asesino me asusta.

Caffery no respondió.

– Lo siento -dijo con agotamiento mientras se frotaba la frente, pero tengo que irme. Llámame si recuerdas algo.

En el centro de Greenwich ya habían encendido las farolas y las luces blancas y dorada de los edificios lucían alegremente festivas como transatlánticos amarrados a puerto. Al oeste, más allá de los tejados, todo lo que quedaba del día era una delgada franja de tono rosa. Los taxis paraban, la gente hacía cola fuera del cine y Rebecca, con un jersey echado por los hombros, buscaba un taxi.

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