Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Kryotos levantó la mirada y vocalizó en silencio: «Está en su despacho».

– Está ocupado, ¿puedo hacer algo? -dijo, rascando una pegatina del teléfono. Si tiene una pista sobre este asunto, tómele declaración y envíela por mensajería interna, si nos parece interesante la tendremos en cuenta… De acuerdo, como quiera. -Sacó un bolígrafo y se dispuso a escribir. ¿Qué es eso que tiene para mí?

Garabateó unas notas, miró el pastel de crema de Kryotos y sujetó el teléfono con la barbilla, miró de nuevo el pastel y se rascó el tobillo justo encima de sus calcetines. Más calcetines temáticos, se dijo Kryotos. Esta vez de Wallace y Gromit. Esta vez se había superado. Se volvió hacia el ordenador.

– Escuche, Basset, deje que le diga algo. Gracias. Y ahora, dígame, ¿estamos hablando de un individuo varón de raza blanca? ¿Sí?, bien. ¿Y dice que esa mujer los visita con asiduidad? -Sonrió mientras escuchaba la respuesta. Ya veo. No, no, comprobamos cualquier chivatazo que nos den. Gracias por la información. La haré circular entre el equipo. ¿De acuerdo?

Al colgar el teléfono arrancó la página del bloc, se levantó, se desperezó y se rascó la barriga.

– ¡Dios mío! -bostezó. Apenas la gente se entera de algo te mete en un montón de mierda. -Se lamió los labios. ¿Dónde está tu archivo secreto, muñeca?

Kryotos levantó la mirada.

– ¿Perdón?

– ¿Dónde está la basura?

Con su pie descalzo ella sacó de debajo de la mesa una bolsa de papel con el sello «confidencial».

– La trituradora está estropeada. Tendrá que conformarse con esto.

– ¿Sabes que eres una chica muy simpática? -Estrujó la hoja del bloc, retrocedió unos pasos hacia atrás y la encestó en la bolsa. ¡Ni Michael Jordan lo hubiese hecho tan limpiamente!

– ¡Y un cuerno! -murmuró Kryotos para sí misma.

Se quitó una pizca de crema de los dedos, se limpió las manos con un pañuelo de papel y volvió a su trabajo.

CAPÍTULO 25

Mientras Diamond, completamente seguro de sí mismo, se autoproclamaba jefe de la misión que detendría a Géminis y conducía victoriosamente hacia Depthford, Caffery y Essex se dirigían hacia el St. Dunstan en Greenwich. Hacía un día claro y luminoso y bajo las ramas de los castaños del parque, mujeres vestidas con trajes primaverales paseaban cochecitos de bebé parándose de vez en cuando para esperar que un niño rezagado las alcanzara. Los coches se alineaban junto a las aceras y tuvieron que aparcar casi medio kilómetro más allá.

– Me pregunto qué estará haciendo en un día como hoy -dijo Essex mirando el cielo mientras aparcaban. ¿Pensando en su siguiente víctima?

– Pensando en una mujer de pelo rubio.

– El clon, ¿será alguien que conoce?

– O alguien a quien cree conocer. Caffery dejó una rendija abierta en las ventanillas, cerró el coche y se puso la chaqueta.

– Así que estamos buscando a alguien que tiene conocimientos de anatomía y está encoñado con una rubia de tetas pequeñas.

– Muy poético.

– ¡Gracias! -Se separaron para dejar pasar a una mujer haciendo jogging con una sudadera Nike blanca. Essex se dio la vuelta para mirarla con su coleta rubia balanceándose. Quizá ya tiene a la siguiente. Miró a Caffery. Quizá se lo está haciendo ahora mismo.

Caffery consideró esta posibilidad mientras se dirigían hacia el hospital. Durante un rato ninguno de los dos pronunció palabra. Fue Essex el que rompió el silencio, cuando de pronto giró sobre los talones y exclamó:

¡Vaya! ¡Fíjate en eso!

Cerca de la entrada del hospital, en una zona donde aparcaban los residentes, centelleando al sol, había un Cobra descapotable. Ruedas radiales, tapicería color crema, volante de nogal.

Essex se acercó con la misma expresión vidriosa que puso al ver a Joni y Rebecca.

– ¡Mamma mía! ¡Qué preciosidad! Perdóname si me corro.

Caffery puso los ojos en blanco y suspiró.

– ¡Por el amor de Dios! Si no puede aguantarse, al menos hágalo de forma discreta. Y rápida, detective sargento Essex. Esta honrada ciudad le necesita.

Wendy, la bibliotecaria, con su habitual conjunto de jersey y rebeca, enrojeció apenas vio entrar a Caffery. Ya había preparado la sala.

– Casi no pude guardársela porque uno de los comités se reúne hoy y al principio pensé que sería en esta sala. Les habrá resultado muy difícil aparcar, ¿verdad?

Las persianas estaban cerradas, y encima de la mesa había un bloc de notas y dos humeantes tazas de té con leche desnatada. Essex, discretamente, las vació en los urinarios y luego fue a la cantina por café y chocolatinas. Luego se fue con su lista en busca de los que tenía que interrogar.

Cuando Cook entró eran las doce y media del mediodía y Caffery ya había interrogado a tres terapeutas y a un oftalmólogo. Llevaba su desgreñado pelo cobrizo recogido en una redecilla y se había sacado el mandil, dejando aparecer una vistosa camiseta sin mangas con una hoja de marihuana estampada en medio del pecho. Llevaba unas grandes gafas oscuras que se quitó tras cerrar la puerta.

A Caffery volvieron a llamarle la atención sus ojos, tan húmedos e irritados.

– Creo que ya nos hemos visto -dijo tendiéndole la mano.

– Thomas Cook. Supongo que se trata de esas chicas -dijo ignorando la mano que Caffery le tendía y cogiendo una silla sin esperar a que le invitaran a sentarse. Desde que le vi por aquí, he estado esperando su visita.

Caffery hizo crujir los dedos.

– ¿Sabe algo sobre eso?

– Ha salido en todos los periódicos y, además, Krishnamurti lo estuvo comentando. Según dicen, parece una versión de Jack el Destripador.

– Hablaba con voz suave, nasal, casi femenina. Ese tipo las raja, ¿no es así?

– ¿Conoce a Krishnamurti?

– Soy técnico. Le asistí en algunas autopsias antes de que alcanzara el estrellato en el Ministerio del Interior.

– ¿Usted es ayudante forense?

– Quería ser medico -dijo inexpresivamente. Este puesto está en lo más bajo del escalafón, pero paga las facturas.

– Señor Cook, esto no es más que un interrogatorio rutinario. Supongo que mi detective ya le habrá dicho que no está obligado a responder a mis preguntas. ¿Debo entender que todo lo que me diga lo hará libremente y sin coacción alguna?

– Para eso he venido.

– Usted reside en… -Caffery se puso las gafas para buscar la dirección en el listado -¿en Lewisham?

– En la parte que pertenece a Greenwich, cerca del Ravensbourne.

– ¿Conoce un pub de Trafalgar Street, el Dog and Bell?

– Yo no bebo.

– ¿No lo conoce?

Cruzó sus pálidas y lampiñas manos sobre el regazo.

– Yo no bebo.

Caffery se sacó las gafas.

– ¿Lo conoce o no lo conoce?

– Sí, lo conozco, pero nunca he entrado.

– Gracias. -Volvió a ponerse las gafas. ¿Reconoce a esta mujer?

Puso la foto de Shellene encima de la mesa.

– ¿Es a ella a quien le aplastó la cara una excavadora?

– Se ha enterado de muchas cosas.

– La gente murmura. -Ladeó la cabeza y echó una ojeada a la fotografía. No, no la conozco.

Caffery deslizó sobre el escritorio las fotos de Petra, Kayleigh y Michelle. Cook puso un dedo sobre el sonriente rostro de Kayleigh y la acercó a él.

– ¿La conoce?

Volvió a poner la fotografía en su sitio y miró a Caffery con sus insulsos ojos.

– No; la recordaría.

– Si nuestra investigación lo requiriera, ¿consideraría usted la posibilidad de entregarnos una muestra de saliva para un análisis de ADN?

– Por supuesto…

Caffery le observó.

– ¿No tendría ningún inconveniente?

– ¿Cree que porque parezco hippie voy por ahí enarbolando la biblia de los derechos civiles? Pues no lo hago: creo en la ciencia.

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