Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Dejó la muñeca enfrente de él, deslizó sus uñas por las hileras de perforaciones en la cabeza. De cada una salían unos pelos de nailon y de pronto vislumbró la respuesta.

Puntadas.

– Marilyn -llamó. Marilyn.

Sorprendida, la chica levantó la mirada.

– ¿Qué pasa?

– ¿Dónde está Essex?

– En el depósito de pruebas.

– Bien. Necesito echar una ojeada a las fotos posmortem. Creo que sé qué son esas marcas.

En las estanterías de la pequeña habitación donde se almacenaban las pruebas sólo cabían las de la investigación en curso. Las de los casos anteriores se habían guardado en cajas en otra sala.

– Essex, necesito… -dijo Caffery, y se interrumpió en medio de la frase. Había irrumpido en medio de una conversación.

Essex, con aspecto cansado, estaba sentado delante del pequeño escritorio. Detrás de él, Diamond, sonriendo levemente, revolvía una estantería con la camisa arremangada. Logan, el agente responsable del depósito de pruebas, estaba sentado con una caja amarilla entre los pies, una copia de impresora en una mano y una etiqueta en la otra. Cuando vio entrar a Caffery, se levantó tan precipitadamente que las bolsas que tenía sobre las rodillas cayeron al suelo.

– Mierda -masculló intentando recogerlas torpemente. Buenos días, inspector.

– Las fotos posmortem, Logan.

– Por supuesto, señor.

Sobresaltado, volvió a poner todas las bolsas sobre el escritorio y empezó a revolver una caja azul que había en una esquina. Essex clavó la mirada brevemente en Caffery. Era suficiente. Caffery cerró la puerta tras él y se apoyó contra ella con los brazos cruzados.

– Bien -dijo, ¿qué pasa?

– En Lambeth han estado inspeccionando el coche de Géminis -dijo Diamond.

– Ya veo. ¿Algo nuevo?

– Se han encontrado cuatro pelos. Ninguno pertenecía a las victimas.

– Bien. ¿Y…?

– Pero eso no es lo importante -prosiguió. Logan tosió con nerviosismo y Essex se quedó mirando sus manos. Diamond hizo una pausa y se mesó el pelo. Sorbió aire por la nariz, se enderezó y agarró el informe de la mesa con un movimiento exagerado. Encontramos varias huellas parcialmente borrosas. Alguien utilizó Kodian-C dentro del coche.

– Un líquido para limpieza industrial -explicó Logan.

– Lo que resulta sospechoso -Diamond entrecerró los párpados como un lagarto al sol. Pero los muchachos de Lambeth han encontrado tres huellas lo bastante claras como para descubrir a quién pertenecen.

– Ya veo.

– Una es de Craw y la otra de Wilcox.

– Las llevaba y traía en su coche.

– Pero él afirma que ni siquiera las conocía.

– De acuerdo. -Caffery se apartó de la puerta. ¿Se le ha comunicado al comisario?

– Por supuesto. Se lo dijimos cuando iba a ver al jefe -Diamond sonrió mientras se bajaba las mangas y se abrochaba los puños-, ya está en contacto con Greenwich. Vamos a darle a esa rata una oportunidad para que declare voluntariamente. Y si no lo hace, le arrestaremos. No pienso dejarle que vuelva a su casa y desaparezca.

– Es comprensible -dijo Essex.

Caffery sintió que se le agotaba la paciencia.

– Supongo que sí -dijo con frialdad dándose la vuelta para salir y deteniéndose un momento mientras abría la puerta. Essex.

– ¿Señor?

– Sigo queriendo ver esas fotos posmortem en mi escritorio.

CAPÍTULO 24

La señora Frobisher, con el sombrero y los guantes puestos, se sacó el abrigo y lo colgó en el perchero del despacho del detective inspector Basset de la comisaría de Greenwich.

– ¿Una taza de té, señora de Greenwich?

– Me encantaría -respondió sonriendo.

Basset se quedó mirándola discretamente mientras levantaba las persianas y encendía la tetera. Cierta inquietud le revolvía es estómago. La señora Frobisher era bien conocida por el personal de la comisaría de Greenwich: durante los últimos seis meses se había transformado en una visitante habitual denunciando desde las peleas que tenían lugar en el bloque de viviendas de protección oficial que tenía enfrente de su casa o el ruido y la suciedad que provocaban las obras del municipio, hasta el comportamiento escandaloso del inquilino del piso de abajo. Se había negado a que la remitieran al departamento de medio ambiental y era considerada como parte de las obligaciones a que estaba sometido el equipo que estuviera de servicio los lunes por la mañana.

Así fue hasta ese lunes a las diez de la mañana, cuando, como de costumbre, entró vistiendo su mejor abrigo y sombrero en un caluroso día de verano, para presentar una denuncia que provocó que el sargento de guardia cogiera precipitadamente el teléfono. El inspector Basset, que había sido uno de los primeros agentes del CID en acudir al desguace el fin de semana anterior, canceló la cita que tenía esa mañana con el funcionario responsable de las relaciones del municipio con el departamento de policía e hizo pasar a la señora Frobisher a su oficina.

Se sentó, como un gorrión, en el borde de la silla, mirando por la ventana cómo el sol iluminaba un anuncio de productos lácteos Mullins.

– Es muy bonito, ¿verdad? -suspiró.

– Claro -respondió Basset. A mí también me lo parece. Veamos -sacó las bolsas de té con una cuchara y las tiró a la papelera, señora Frobisher, el sargento me ha dicho que ha tenido algunas molestias. ¿Quiere que hablemos de ello?

– ¡Oh!, eso… Hace meses que me ocurre y nadie parece haberse dado cuenta. Se sacó los guantes, los guardó en el bolso de piel sintética y cerró la cremallera. Se dejó puesto el sombrero. Me he presentado aquí cada semana y hasta hoy nadie me ha hecho caso. No querían escucharme. Puedo ser vieja pero no soy estúpida, y sé muy bien que comentaban «esa vieja loca». Les he oído decirlo más de una vez.

– Vaya, vaya. -Le tendió una taza. Lo siento, señora Frobisher. Lo siento sinceramente. Supongo que se ha debido a que algunos de nuestros muchachos han tenido que hacer horas extra y se sienten…

– ¡Fueron los zorros! En esa época del año se dedican a mantener sus pequeños romances o lo que sea, y ¡menudo ruido arman!

Parecen mujeres gritando. Sabe, en estos tiempos y a mi edad, tengo que ser muy precavida. -Cogió la taza de té y la apoyó en las rodillas. Cuando mi George estaba vivo solía tirarles piedras. Él hubiera distinguido la diferencia entre los chillidos de un zorro y los de una mujer. -Se inclinó hacia adelante, feliz de saberse escuchada. Nací en Lewisham, detective, y hace ya cincuenta años que vivo en Brazil Street. A pesar de todo lo que ocurre, le tengo un cariño muy especial a este barrio. He visto cómo caían las bombas alemanas, cómo el ayuntamiento seguía destrozándolo, cómo llegaban los extranjeros y, ahora, los promotores. Han derribado todo lo que me importaba para construir de nuevo. Hiper por aquí, hiper por allá, remodelación de espacios comerciales y no sé cuántas cosas más.

– Señora Frobisher. -Basset dejó su taza de té al lado de su bloc de notas y se sentó al otro lado de la mesa. En la declaración que ha hecho al sargento, usted hablaba sobre uno de sus vecinos, ¿estoy en lo cierto?

– ¡Ése! -Echó la cabeza hacia atrás y apretó los labios. Sí. ¡Como si ya no tuviera bastantes problemas!

– Hábleme de él. ¿Es el dueño de la planta baja?

– Sí, pero eso no significa que se ocupe de ella. Nunca está en casa.

– ¿Hace mucho tiempo que la compró?

– Años. Desde que mi George murió. Tan pronto lo tuve bajo tierra, mi hijo decidió que la antigua casa era demasiado grande para mí e hizo tapar la escalera, abrir una puerta a un lado y construir una especie de horrible garaje a la americana. Luego le vendieron el piso a ese hombre y desde entonces yo y mi gato vivimos encerrados como un par de leprosos en nuestra propia casa. Y se ha quedado con el jardín. No es que se ocupe de él, ¡oh no! -Suspiró y sacudió la cabeza. No, no. Además no podría hacerlo porque nunca está. A este paso en julio ya estará lleno de hierbajos. Pero si lo cuidara daría igual. ¿A quién podría gustarle sentarse allí afuera con todo el ruido, el polvo y los martillazos que se oyen continuamente?

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