Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Soy un científico… o algo parecido.

– ¿Puede decirme qué hizo las noches del dieciséis de abril y del diecinueve de mayo, hace dos semanas?

– No tengo ni idea. Lo preguntaré en cuanto llegue a casa. Seguro que ella lo recordará. Es mi norte, mi sur, mi este y mi oeste. -No cambió de expresión. Mi secretaria social, mi memoria.

Caffery le entregó una tarjeta.

– Llámeme cuando lo recuerde.

– ¿Eso es todo?

– A menos que tenga algo más que decirme.

– Evidentemente no tienen mucho a lo que agarrarse.

– Tenemos ya algunas pruebas de ADN.

– Ya. -Cook se levantó. No era muy alto. Sus miembros eran gordezuelos y sus manos enormes. Ya me pondré en contacto con usted.

Sacó las gafas del bolsillo de su pantalón, se las puso y salió hacia la iluminada biblioteca.

Caffery levantó la nariz y olisqueó el aire. Cook había dejado un ligero olor acre, algo que recordaba una mezcla de leche agria y pachulí.

Pensativamente empezó a tamborilear con el lápiz sobre la mesa. Pasado un rato escribió: «Cook: dice estar casado/vivir con alguien. ¿Le creo?». Se quedó meditando por un momento y luego garrapateó: «No».

Almorzó con Essex espaguetis con funghi y cerveza Spitfire en el Asburnham Arms. Cuando regresaron al hospital para la sesión de la tarde, la biblioteca estaba en silencio. Essex fue a buscar al personal de radiología y Caffery se sentó junto a la ventana para repasar las notas tomadas durante la mañana. Poco a poco advirtió la presencia de una persona con pelo gris y bata blanca con la cabeza inclinada estudiando con intensidad, sentada en un sillón al final de los estantes donde se apilaban las publicaciones. Algo en él le resultaba familiar.

Caffery se acercó.

– Buenas tardes.

El hombre se quitó las gafas de montura metálica y levantó lentamente la mirada.

– Buenas tardes.

– Siento interrumpirle.

– No pasa nada. ¿Puedo ayudarle en algo?

– Sí -Caffery se sentó y apoyó los codos en la mesa. Usted es Cavendish.

– Sí, lo soy.

– ¿Ha dejado el Guy’s?

– No, no. -Cerró el libro y se guardó las gafas en el bolsillo. He venido para realizar una consulta. Depranocitosis. Está teniendo una incidencia inhabitual en el sudeste de Londres.

– Ya fuimos presentados.

Cavendish parecía confundido.

– Disculpe. Si existe una laguna en mi personalidad es mi incapacidad para recordar caras. No suelo reaccionar ante los estímulos visuales, peculiaridad que a lo largo de los años ha resultado especialmente beneficiosa para la señora Cavendish.

Caffery sonrió.

– Nos presentaron hace cuatro meses. Usted atendía a una amiga mía que padece la enfermedad de Hodgkins. Le administró ultrasonidos.

– Sí, es posible. Para comprobar el estado del bazo.

– Le estamos muy agradecidos.

– Gracias. ¿Cómo está ahora?

– No muy bien. Ha tenido una recaída. Ayer por la tarde estuvo con usted en el Guy’s.

Cavendish entrecerró los ojos.

– Creo que me confunde con el doctor Bostall.

– No; estoy hablando de Verónica Marks. La visitó ayer.

– Si usted lo dice… reconozco el nombre pero yo no… -Se interrumpió y movió las piernas debajo de la mesa. Usted comprenderá que me rige el secreto profesional. Aun a riesgo de parecerle grosero, no pienso discutir casos individuales.

– Pero ¿usted la visitó ayer por la tarde?

– Mmm… -Abrió el libro y se puso las gafas. Creo que será mejor que dejemos esta conversación, ¿señor…?

– Caffery. Doctor Cavendish, tengo que preguntarle algo.

– Será mejor que no. Esto es muy embarazoso.

– No está relacionada con ningún caso en particular. Se trata sólo de que siento curiosidad por los nuevos métodos de diagnóstico del Hodgkins.

Cavendish levantó la mirada.

– La curiosidad es sana y debe ser fomentada. Especialmente entre los jóvenes.

– Es acerca del análisis de contraste.

– ¿No relacionado con un caso específico?

– No.

– ¿Galio o linfático?

– El que se introduce por los pies. El que se puede ver.

– El linfagiograma. Indica si el cáncer se ha extendido hasta la parte inferior del cuerpo. Mis pacientes han conseguido convencerme de lo desagradable del procedimiento.

– ¿Ha cambiado recientemente de método de análisis? ¿Utiliza un líquido de contraste distinto, uno que desaparezca con más rapidez?

– No, no. Todavía utilizo aceite de linaza. Tarda varios días, incluso semanas, en desaparecer. -Se pasó un dedo por los labios resecos. Señor Caffery, si está realmente interesado en este tema le aconsejo que lea un artículo aparecido este mes en el British Medical Journal sobre la vinblastina. Muy interesante. A pesar de que el autor es un colega, lo recomiendo dentro de la más estricta imparcialidad.

– Gracias -dijo Caffery tendiéndole la mano. Creo que me ha dicho todo lo que necesitaba saber.

CAPÍTULO 26

A las siete de la tarde se levantó un fuerte viento que arrastraba nubes cargadas de lluvia. Los automovilistas bajaron las viseras de sus coches para que no les deslumbrara el sol del atardecer, que brillaba intermitentemente.

Caffery no quería regresar a casa. Verónica le estaría esperando: falsa palidez y falsa debilidad. Temía lo que podría decirle. O hacerle. Tampoco le apetecía volver a la oficina y que las conversaciones fueran apagándose a su alrededor. Todos sabían que, contra todo pronóstico, estaba apoyando a un perdedor, defendiendo a Géminis, incluso a pesar de que en ese momento le estaban llevando a comisaría. Lo que Caffery quería era ver a Rebecca. De pronto se le ocurrió una excusa perfectamente verosímil.

Apenas dejó a Essex en comisaría se puso a llover a cántaros.

Dando la vuelta, desanduvo el camino metiéndose por Trafalgar Street en hora punta. Al llegar a Bugsby Way dejó de llover tan repentinamente como había empezado y el sol del atardecer asomó, centelleando en el Támesis y proyectando en la calzada las sombras de las vallas publicitarias. Por las vacías calles de servicio sólo se movían, arrastradas por el viento, unas bolsas de plástico abandonadas y, Caffery, una vez más, se quedó sobrecogido ante la extraña desolación apocalíptica de ese paisaje.

El aspecto del desguace había cambiado drásticamente. La policía todavía no había terminado su trabajo. La cinta transportadora y los tamices seguían en el mismo sitio. El precinto con que la policía había acordonado la zona ondeaba sujeto a una valla.

El detective Betts estaba calentándose discretamente al sol del atardecer sentado en el coche patrulla aparcado al final de la calle de servicio.

Caffery le conocía y pasó por debajo del precinto. Desde la última vez, una fina capa de verdor había brotado sobre la tierra húmeda. Se dirigió hacia Bugsby Way, siguiendo el mismo camino recorrido con Fionna Quinn aquella primera noche. No resultaba fácil andar entre aquellos extraños y altos hierbajos y el barro que se pegaba a sus zapatos. Cuando consiguió llegar al límite de la valla había empezado a oscurecer y tenía los calcetines empapados y tachonados con rastrojos.

Levantó la cara con los ojos entrecerrados, oliendo el desagradable y acre perfume de las amapolas mezclado con los olores procedentes del río. La búsqueda sólo había revelado un boquete lo suficientemente grande en esa parte de la valla, mientras que había varios en la que daba a la calle de servicio. La teoría más aceptada era que el Hombre Pájaro aparcaba en la calle de servicio y cargaba con los cuerpos durante casi un kilómetro a través de un terreno difícil y luego regresaba al coche para recoger la azada que, creían, había utilizado para cavar la fosa. Caffery opinaba que el Hombre Pájaro debía haber tenido alguna razón para acudir a ese lugar antes de los asesinatos o que había pasado por allí mientras de dirigía a otro sitio. Para un trabajador del St. Dunstan podía formar parte de sus desplazamientos cotidianos a varios puntos de la ciudad: Kent o Essex, incluso ciertas zonas de Blackheath.

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