Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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A los pies de Caffery había un pedazo de la cinta fluorescente que Quinn utilizaba cuando se recogían huellas. La examinó atentamente dándole vueltas entre las manos. Todas y cada una de las botellas y latas recogidas en ese lugar estaban ya en la sala de pruebas de Shrivemoor espolvoreadas con nitrato de plata y etiquetadas: Heineken, Tennants, Red Stripe, Wray & Nephew.

Wray and Nephew, Géminis, drogas. Algo en esta asociación de ideas le pareció especialmente significativo. Drogas y las marcas de ataduras en las muñecas y tobillos de Spacek.

Sólo Spacek se había resistido. Debía haber una conexión en alguna parte. Dos gaviotas pasaron volando en picado sobre el desguace. Los pensamientos de Caffery transcurrían lentos como las nubes.

Cuatro de las chicas eran adictas. Sólo Spacek no lo era. Había una continuidad. Dejó caer la cinta y le dio la vuelta con la punta del zapato.

Algo (¿cinta?) para atar a Spacek. Drogas.

Y entonces, bruscamente, lo supo. Echó la cabeza hacia atrás y suspiró, sorprendido al oír los latidos de su propio corazón: el asesino tuvo que atar a Spacek porque era la única que no iba a quedarse inmóvil. No consumía drogas, no podía convencerla de que le dejara clavarle una aguja en la nuca. El asesino no drogaba a las chicas para que permanecieran inmóviles ni tampoco las obligaba a hacerlo. La verdad era mucho más sencilla, y más trágica.

Las víctimas accedían voluntariamente. Se daban la vuelta, tal vez incluso se recogían el pelo para facilitarle el acceso a ese vulnerable punto donde se juntan hueso, ligamentos y fluidos y que es el centro neurálgico que mantiene vivo al cuerpo. El bulbo raquídeo. Las convencía de que era lo que estaban deseando, la forma más rápida de colocarse «la forma más rápida de que penetre en la corriente sanguínea». Y ellas estaban lo bastante desesperadas para querer intentarlo. Y él disponía de suficientes conocimientos médicos, confianza y jerga. Ésta era una posibilidad, especialmente si las chicas, con su voluntad erosionada por años de heroína, ya conocían y confiaban en su asesino.

– ¡Eh! ¡Tú!

Caffery se dio la vuelta. El hombre que se dirigía hacia él era alto y fornido. Vestía un traje oscuro a rayas con la chaqueta abierta dejando al descubierto unos tirantes sobre una camisa y corbata azules. Como Diamond, llevaba su escaso pelo engominado y peinado hacia atrás. En su cuello y muñecas relucía el oro.

– La pasma no debería haberte dejado entrar. Ya me he cansado de ver rondando a tipos de tu calaña.

Caffery le enseñó su placa y el hombre se detuvo.

– No, socio, lo siento. No basta por mucho que brille. Ande, pásamela dijo señalando su mano. Otra puñetera tarjeta de prensa, ¿verdad?

Caffery se acercó enseñándole su placa.

– ¿Satisfecho?

El hombre se frotó la nariz y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones.

– Vale, vale. No puede culparme. Ayer esto estaba lleno de gente.

– ¿Usted es North, el propietario?

– Sí, lo soy.

– No nos presentaron, pero la primera noche que estuvimos aquí tuve ocasión de verle. -Volvió a guardarse la placa en el bolsillo. Estoy echando una ojeada.

– ¿Piensa que volverá a husmear por aquí? Dicen que los perros siempre vuelven al lugar donde han meado. -Se dio la vuelta y levantó los ojos hacia el cielo. Bien, ¿cuándo voy a conseguir que salgan de mi propiedad?

– Tan pronto podamos inculpar a alguien.

– Esta tarde he estado con su superior. Me pareció oír que han llevado a alguien a comisaría. ¿Es cierto?

– No puedo hablar sobre esto.

– Un chico negro, ¿no?

– ¿Quién se lo ha contado?

North cambió de postura y se restregó la nariz.

– Se comenta que desde esta mañana toda la zona está bajo mandato judicial. Cuando el río suena, agua lleva, ¿verdad? -Hizo que las monedas tintinearan en sus bolsillos mientras miraba el cielo donde se acumulaban las nubes. Tal vez debería empezar a pensar en pedirles una indemnización.

– No puedo impedir que lo intente. -Caffery se dio la vuelta. Ahora, si me disculpa.

– Vale, vale…

North se quedó inmóvil mientras Caffery reemprendía su tortuoso camino hacia la carretera. No se movió hasta que lo perdió completamente de vista. Dejó caer la cabeza y se puso en cuclillas con la cara entre las manos.

Sobre la esclusa del Támesis había empezado a llover de nuevo.

Después de haberse desembarazado del cuerpo de Peace, siguió conduciendo. Sólo podía hacer una cosa: seguir adelante.

No mires hacia abajo, Toby.

Pasó el resto del día conduciendo como si con el continuo viajar pudiera olvidarlo todo: condujo a través de las frondosas calles de Camden, de las verdes curvas de Hampstead, del pegajoso barro rojizo de los caminos de Hyde Park. Condujo hasta que el motor del Cobra se recalentó y el sol se ocultó detrás de Westminster.

El crepúsculo le sorprendió en el puente de Londres. Se quedó sin respiración. Londres se extendía como un diamante, desde el espigón del muelle Canary, pasando por el millón de luces que se reflejaban hacia es este en el Támesis hasta el edificio del Parlamento.

Paró el motor del Cobra y sacó de su bolsillo la caja de cocaína.

Con la uña cogió una pizca y se la llevó a la nariz. A su derecha, detrás de la torre del Guy’s, donde todo había empezado, la luna asomaba tranquila. Harteveld se reclinó en el asiento y la miró con los ojos fijos.

Debajo de él, el agua lamía los pilares del puente.

Se frotó las sienes y arrancó el motor del Cobra.

No mires hacia abajo.

CAPÍTULO 27

Un corto vestido sin mangas color caléndula, una pesada pulsera cara de cobre: Rebecca se disponía a salir cuando Jack llamó al timbre. Normalmente hubiera buscado una excusa para no asistir a una sesión privada en el Barbican, pero la ayudaría a olvidar Greenwich durante toda la tarde. Necesitaba distraerse. Desde que los detectives Caffery y Essex se presentaron ante su puerta, Rebecca no había podido pensar en otra cosa. Pasaba el día sentada frente al caballete, jugueteando ausente con un pincel mientras exorcizaba una y otra vez los rostros de Kayleigh, Shellene y Petra. A su lado, Joni, canturreaba por lo bajo, esperando que llegara la hora de irse a la cama, liando canutos y tomando té y tostadas. Había dejado muy claro que no quería hablar de lo que estaba ocurriendo y, las raras veces que estaba en casa, un extraño silencio se instalaba entre las dos.

En aquel silencio, Rebecca sentía por primera vez que algo empezaba ligeramente a cambiar.

¡Dios mío! Ya era hora.

Mundos aparte, todos lo decían, eran mundos aparte. Y su único punto en común, que una vez fue tan importante, ya se estaba desvaneciendo. Rebecca procedía de un condado de los alrededores de Londres. Su padre, un hombre alto y solemne de aspecto conservador y meditabundo, sólo se encontraba a gusto entre sus ediciones con cantos dorados de sonetos de amor isabelinos. Su mujer, entretanto, daba traspiés en el piso de arriba tragándose a puñados píldoras de trazodona. Los médicos opinaban que adolecía de trastornos de personalidad. A veces se quedaba en la cama durante varios días, olvidando lavarse o comer. Olvidando que tenía una hija de la que ocuparse.

Así que Rebecca creció entre el Amoretti de Spenser y la amitriptilina. Y las azotainas antes de acostarse. Si la pequeña Becky estaba alborotada, los tranquilizantes de mamá aparecían en su zumo de naranja.

Se convirtió en una adolescente menuda y reservada que se sentía sola e incomprendida.

Teóricamente son los padres los que abusan, no las madres. En los periódicos y en la televisión nunca aparecen noticias sobre las madres, se había dicho cuando niña.

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