Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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El vivido azul de sus venas. Toby, evocador y gélido. Su pelo empapado dejando su frente descubierta.

La joven se dio la vuelta para mirarle.

– ¿Y bien?

– ¿Qué?

– ¿Dónde está el cuadro?

– El cuadro… -repitió.

– Sí, el Khalo.

– ¡Oh, sí, claro! -Harteveld se rascó el estómago mirando su suave rostro. No; creo que me confundí. No está en el invernadero, lo tengo en el estudio.

– ¡Por el amor de Dios! -Ella se volvió pero él la cogió por el brazo.

– Escucha, hay algo que necesito que hagas. Normalmente… -le estallaba la cabeza, normalmente doy doscientas libras, pero a ti te daré trescientas.

Le miró incrédula.

– Oye, de qué vas, tío. He venido con mi compañera de piso. Eso es todo.

– ¡Vamos! -dijo él, repentinamente alarmado ante su negativa. Digamos… cuatrocientas. No soy un tipo difícil… todo lo que tienes que hacer es quedarte inmóvil, sólo eso. No voy…

– He dicho que no me interesa.

– No tardo mucho -repuso él, y apretó con más fuerza su brazo. Si te quedas inmóvil termino en unos minutos. Anda, vamos…

– Que no. -Sacudió el brazo para liberarlo. Deja que me vaya o gritaré.

– Por favor…

– ¡No! -gritó ella.

Harteveld, sorprendido, soltó su brazo y se echó hacia atrás. Pero, fuera de sus casillas, la joven no estaba dispuesta a olvidar lo ocurrido. Se abalanzó furiosa sobre él.

– No me importa… -arremetió contra él hincándole las uñas bajo la barbilla hasta hacerle sangrar -quién diablos seas…

– ¡Mierda! -exclamó él llevándose las manos al cuello, atónito. ¿Te has vuelto loca?

– Así aprenderás a aceptar un no como respuesta. -Giró sobre los talones. Lo tienes bien merecido.

– ¡Tú! la llamó él agarrándose al cuello. Escucha, pequeña puta, lárgate de esta casa ahora mismo. Pero ella ya se alejaba, orgullosa y satisfecha de sí misma. Vienes aquí y aceptas mi hospitalidad, mi vino, mis drogas… y me haces esto, pequeña zorra. ¡Fuera! ¡Sal de esta casa!

Pero ya se había ido y supo, mientras miraba las manchitas oscuras que perlaban sus manos, que estaba perdiendo el control, que los problemas estaban a punto de aparecer.

No volvió a la fiesta. Al día siguiente, la asistenta le encontró acurrucado en el sofá hasta el que se había arrastrado a primeras horas del amanecer, con la cabeza entre las manos, la cara anegada en lágrimas y el cuello de la camisa manchado de sangre. Ella no dijo nada. Abrió las ventanas de par en par y vació los ceniceros.

Más tarde le llevó café, fruta y un vaso de Perrier. Puso la bandeja sobre la mesa de mármol de Carrara mirándole con compasión. Harteveld se enderezó y respiró el vivificante aire frío que entraba por las ventanas con una promesa de invierno, lluvia y nieve. Y algo más. Algo perverso se estaba acercando. Lo presentía.

Cuatro de diciembre, su treinta y siete cumpleaños. Y sucedió. Justo antes de las tres de la madrugada, cuando la fiesta ya estaba terminando, vio a la chica debajo del piano. Tenía los ojos en blanco, y con los brazos se cogía los hombros. De vez en cuando emitía un gemido y se movía como un orondo capullo de seda. Estaba rellenita y llevaba un vestido azul muy juvenil. Un tatuaje parecía querer escaparse de su brazo y su boca rezumaba una sustancia blancuzca.

Divertido, se acodó en el piano y se agachó para mirarla.

– Hola, ¿cómo te llamas?

Ella movió los ojos tratando de enfocarlos hacia el sonido. Antes de pronunciar palabra alguna, cerró y abrió dos veces la boca.

– Sharon… Dawn… McCabe.

– ¿Sabes que tienes un buen colocón?

Ella hipó y, con los ojos cerrados, asintió con la cabeza.

– Lo sé.

Se llevó a la pobre y gordita Sharon a su habitación, la desnudó en la oscuridad y la metió en la cama. La folló rápida y silenciosamente agarrando desde atrás sus fríos pechos. Ella se mantuvo inmóvil, sin emitir siquiera un gemido. Abajo la fiesta había terminado y el servicio estaba recogiendo los vasos. Por la ventana veía nevar en medio de la oscuridad.

A su lado, Sharon Dawn McCabe empezó a roncar. Antes de dormirse, él la folló de nuevo pensando que estaba tan borracha que no se enteraba de nada.

Soñó que regresaba a aquella tarde de invierno en el laboratorio de anatomía, cuando, agazapado tras un mueble, observaba con horrorizada excitación cómo el guarda de seguridad se masturbaba con la mano del cadáver para que aumentara su esmirriada erección, inclinándose sobre la mesa de disección, con una expresión de intensa concentración, se disponía a penetrar a la muerta.

Harteveld soltó un débil gemido.

El guarda de seguridad se detuvo, y miró en todas direcciones. No era un hombre muy alto, pero a Harteveld, agazapado en el suelo, le parecía un gigante. Su mirada era fría y húmeda.

Habría podido intentar largarse de allí, pero estaba paralizado por el miedo. Y en ese mismo instante el guarda de seguridad, con la frente perlada de sudor, comprendió que el enclenque estudiante de medicina allí agazapado, había estado esperando en la oscuridad para hacer exactamente lo mismo que él estaba haciendo.

Por un instante todo quedó en suspenso. Luego, el guarda sonrió…

Ahora, años después, Harteveld despertó en la casa de Greenwich aullando de terror, con la imagen de aquella sonrisa taladrándole la mente. La habitación todavía estaba a oscuras. Un rayo de luz se filtraba por las cortinas. Estaba acostado y sudaba copiosamente, con la mirada fija en el techo, oyendo cómo se calmaban los latidos de su corazón, esperando que su mente se sosegase.

«Te comprendo -le había dicho esa sonrisa. Soy como tú, los pervertidos humanos y los enfermos, por más alejados que se hallen, al final se encuentran».

Harteveld se mesó el pelo y gimió. Se dio la vuelta, vio lo que yacía a su lado sobre la almohada y tuvo que taparse la boca para contener un grito.

CAPÍTULO 22

Sharon Dawn McCabe estaba boca arriba y con los ojos abiertos a sólo unos centímetros de él. Un hilo sanguinolento le salía por la nariz y la boca dejando un rastro por su barbilla y cuello.

– ¡Dios! -suspiró sobrecogido Harteveld. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué has hecho?

Le cogió la mano para tomarle el pulso.

En la mesilla de noche, el reloj marcaba las 4.46.

Con el corazón desbocado, se precipitó hacia el cuarto de baño, llenó el lavabo con agua y metió la cabeza dentro.

Contó hasta veinte.

Días, semanas, años, conteniendo sus ansias y ahora esto. Esta burla del destino yaciendo inerte en su cama. Exactamente lo que había esperado durante todos esos años, lo único que no podía obtener pagara lo que pagase.

Se incorporó chorreando agua, boqueando.

Su cara le observaba desde el espejo. La luz le hacía aparecer demacrado, poniendo de relieve sus treinta y siete años. Como si le hubieran chupado desde dentro, como si la tensión le hubiera exprimido. Se pellizcó las mejillas, esperando recobrar la sensatez. Pero sólo consiguió aquella sorda y familiar sensación en la boca del estómago.

– Ayudadme, ayudadme, por favor…

Su voz sonó profunda, apenas como un suspiro. Nada podía ayudarle. Lo sabía. Se secó la cara y regresó al dormitorio.

La luz del amanecer había invadido la habitación. Ella seguía con los ojos fijos en el techo, la boca abierta, las sábanas tapándola púdicamente hasta el cuello como si hubiese querido morir de forma pulcra.

Con paso vacilante, Harteveld cruzó la habitación y abrió la ventana. La brisa era fría y suave, salpicada con nieve. El cedro del Líbano parecía quebrarse contra el cielo.

Tembloroso, se acercó a la cama y, despacio, bajó la sábana descubriendo su torso. Le puso los brazos a lo largo del cuerpo. El rastro de baba sanguinolenta sobre su barbilla refulgía bajo la luz mortecina. Edema pulmonar. Fue al cuarto de baño por una toalla húmeda y se la pasó con suavidad. Luego la lavó entre las piernas y cambió las sábanas. Todavía no había rigor mortis y podía moverla con facilidad. Un inerte amasijo de blandos círculos blancos bajo la luz azulada: redondos pechos, redondo vientre, rodillas gordezuelas, ovalados muslos, líneas deslizándose suavemente hasta encontrarse en la oscura hendidura del pubis.

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