– No puedo, me da dolor de cabeza -se quejaban ellas.
– Puedes al menos cerrar la boca y quedarte quieta.
Mientras las fornicaba, sólo capaz de alcanzar el clímax cerrando fuertemente los ojos, se adentraba ferozmente en sus fantasías.
Un día, mientras estaba sentado en su oficina de Sevenoaks con doble cristalera climatizada, con el aperitivo del mediodía a su lado, observando a los gansos canadienses posarse en el lago artificial, de repente vio la carga que le agobiaba bajo una nueva luz.
Tal vez, pensó, tal vez fuera incurable. Esta idea le provocó malestar. ¿Sería posible, se preguntaba, que cada ser humano estuviera sentenciado durante toda su vida con la obligación de asumir sus defectos con elegancia y valor? Y ¿acaso era posible que en su obsesión hubiera descubierto la razón de ser de su propia vida?
Respiró profundamente y se incorporó en la silla. Muy bien. Lo soportaría. Viviría llevando consigo un defecto perpetuo.
Pero necesitaba ayuda. Acarició con un dedo el lechoso vaso de pastis. Pero necesitaba algo a lo que aferrarse, y debería ser algo mejor que alcohol.
Dos semanas más tarde descubrió la válvula de escape que necesitaba: fue durante una cena con un amigo de su antigua escuela de Sherbone, recién llegado de las selvas de Tanjung Puting donde había llevado a cabo unas investigaciones para su doctorado. Después de cenar, su amigo sacó una bolsa y la puso sobre la mesa.
– ¿Cocaína, Toby? ¿O quizás algo que te haga volar? Mira, opio. Sólo dulce y aterciopelado opio. -Frotó sus dedos. Cultivado con mimo por los malayos.
Harteveld sólo vaciló un momento. Abrió las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba en un gesto de alivio y gratitud.
Ahí estaba lo que había estado buscando. La perfecta y ansiada vía de escape.
– Señor Henry, soy el detective inspector Diamond. Nos encontramos el otro día en el Dog and Bell.
Se oyó levantarse la tapa del buzón y asomar rápidamente una placa de identificación.
– Le estoy metiendo unas fotografías por el buzón. Creo que ya las ha visto antes.
Una lluvia de copias de ocho por diez cayó por el buzón. Géminis, apoyado contra la pared, clavó la mirada en los rostros que se desparramaron por el suelo del recibidor.
– Varios testigos aseguran haber visto al menos tres de estas mujeres en su compañía.
Géminis no dijo nada. Al otro lado de la puerta, el inspector Diamond tosió.
– ¿Tal vez quiera acompañarme a comisaría para hablar con calma?
Esperó un momento. Géminis seguía en silencio, mirando fijamente el buzón y oyendo cómo el policía plegaba una hoja de papel. Su madre todavía estaba durmiendo en la habitación al final del pasillo; no quería que se despertara, no quería que se la molestara.
– También le dejo una copia de una orden de incautación. Según estipula la ley, debo preguntarle si consciente que se incaute su coche, matrícula Cg66 HCY y ofrecerle la oportunidad de entregarme las llaves por voluntad propia.
Géminis se deslizó por la pared hasta sentarse en el suelo.
– Consideraré este silencio como un «no». -Un papel cayó revoloteando. La orden, señor Henry. Le traeremos un listado de todo lo que requisemos, lo que en este caso significa el coche y su contenido.
– ¡No podéis llevaros mi coche!
Un pálido ojo azul asomó parpadeando por la rendija del buzón.
– ¿Vais a llevaros mi coche?
– Exacto.
– ¿Por qué cree que esas chicas estuvieron en mi coche?
– Usted ya sabe por qué estamos interesados en ellas. -Incluso desde detrás de la puerta, podía oler el acre aliento de Diamond. ¿Verdad que lo sabe?
– Quizá -musitó Géminis. Quizá.
– No ha sido Géminis -dijo Caffery. Es imposible.
Maddox, alzando el cuello de su gabardina para protegerse de los últimos coletazos de una tormenta, levantó su ojerosa mirada. Estaban al pie del edificio de apartamentos de protección oficial, contemplando cómo los mecánicos del FSL cargaban el GTI rojo de Géminis en la grúa. Encima de ellos las nubes eran arrastradas lejos de Deptford, hacia el Támesis, por un viento invisible. Era sábado, los interrogatorios en el St. Dunstan estaban programados para el lunes y Caffery había decidido utilizar su tiempo libre en seguir los pasos de su equipo.
– ¿Sabes algo sobre la serotonina? ¿Histaminas libres?
– No soy científico.
– Las lesiones eran posmortem -dijo Caffery, y quiero decir muy pos.
Maddox se metió las manos en los bolsillos.
– Eso ya lo sabíamos desde que les hicieron la autopsia.
– No. Creímos que se las habían hecho en el mismo momento, apenas habían muerto, formando parte del asesinato.
Miró de reojo al hombre que estaba sujetando un cartel en los limpiaparabrisas del GTI en el que se leía: PROPIEDAD INCAUTADA.
– Escucha, Steve -prosiguió, las mujeres fueron violadas. Utilizó un condón porque es un pirado muy limpio o está obsesionado con el sida, y, además, lo hizo posmortem.
– ¿Posmortem?
– Por eso no había señales de violencia, ni contusiones en los genitales. Los tejidos muertos no reaccionan.
– ¿Y cómo has sabido todo esto?
– El informe forense dice que las lesiones fueron producidas tres días después de la muerte.
– ¿Tres días?
– El que no hubieran sido violadas era un enigma. Y ésta es la respuesta. Conservaba los cuerpos. Seguramente las violaba y mutilaba a la vez, quizá repetidamente y casi seguro cuando ya había desaparecido el rigor mortis. -Caffery vio cómo la cara de Maddox se endurecía. Es un necrófilo, Steve. Lo que no explica la facilidad con que las mata, pero sí explica por qué quiere matar sin perder el control, por qué no había signos de lucha ni moraduras.
– Menudo bastardo.
– La muerte debía ser rápida y sencilla. Matar no le interesa. Lo divertido es el cadáver. Sólo los utiliza cuando están putrefactos.
Maddox se estremeció. Seguía lloviznando. Caffery se metió las manos en los bolsillos y se acercó a Maddox.
– El Hombre Páj… el asesino conserva los cuerpos durante tres días y luego las mutila. ¿Sabes lo que significa?
– ¿Además de estar mucho más pirado de lo que creíamos?
– Significa más que eso.
Maddox se mordió el labio. Unos rayos de sol bailaron en los bloques de hormigón y de pronto se sintió muy viejo. Recorrió con la mirada el edificio hasta detenerse en la planta en que vivía Géminis.
– ¿Que vive solo?
– Sí, y además tiene un congelador. -Caffery siguió la mirada de Maddox. Las cortinas del apartamento estaban echadas.
Maddox carraspeó.
– Podemos obtener una orden de registro.
– Muy bien.
Caffery echó a andar hacia la entrada del edificio.
– ¿Adónde vas?
– Tengo algo que enseñarte.
– ¡Eh! -Maddox le alcanzó. No quiero que le pongas sobre aviso, Jack.
– No pienso hacerlo.
En la entrada, una niña de unos diez años, con una sucia melena rubia y un niño pequeño con la nariz llena de mocos apoyado en su cadera, estaban mirándolos a través del cristal. Llevaba puesta una vieja camiseta rosa y sus pies descalzos estaban cubiertos de arañazos. Caffery llamó al cristal. La niña abrió la puerta, se echó hacia atrás y los observó en silencio.
– Gracias.
Pulsó el botón del ascensor y las puertas se abrieron. Entró y se dio la vuelta para mirar a Maddox.
– ¿En qué piso vive?
– Diecisiete. No vamos a hablar con él, tío. Aún no.
– No te preocupes. -Caffery apretó el botón de 17. -Entra y veamos lo que pasa. Veamos cuántas veces se abre la puerta desde aquí hasta el diecisiete. Veamos hasta qué punto es factible la idea de Diamond.
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