Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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A él y a su joven compañera de estudios se les había asignado el cadáver de una mujer de edad mediana. Durante el resto del año académico, por la noche sería almacenado en un depósito para sacarlo todas las mañanas bajo su sábana de algodón para ser diseccionado, destrozado y recompuesto por sus temblorosas manos.

Era de complexión angulosa con unas pequeñas bolsas amarillas en lugar de pechos, escaso vello púbico, afiladas caderas sobresaliendo bajo una piel fina como papel. Su pelo, rubio oscuro, caía lacio hacia atrás.

– ¿Doris ya está despierta y preparada? -interpeló alegremente su compañera a los ayudantes forenses al entrar en el laboratorio poniéndose los guantes.

– Esta mañana se ha quedado dormida, mírala, no se puede hacer nada con ella -dijeron mientras la sacaban. ¡Hola, Doris, despierta! ¡Tienes que trabajar!

Y se la entregaron a Harteveld que, ajeno a las bromas, esperaba, en silencio, sudando de sólo pensar en la estimulante frígida inmovilidad que había bajo la verde mortaja. A veces, cuando estaba cerca del lánguido cuerpo, temblaba de forma tan incontrolable que el escalpelo se le escurría entre los dedos.

– No tienes estómago para esto -bromeaba su compañera de estudios, dándole un codazo mientras estudiaban la tipología peritoneal y del intestino grueso. ¿Lo has cogido? No tienes… bueno, ¡olvídalo!

Ahorró la asignación que le enviaban sus padres y se compró un piso en Lewisham, una planta baja con un jardín cuadrado. Después de las clases se echaba en su habitación, con las cortinas corridas, y fantaseaba obsesivamente sobre el cadáver. En su mente había adoptado proporciones de diosa: cerúlea, de rostro inmóvil, sereno y frío, musa de mármol, cabello rubio esparcido sobre la almohada… sólo para él. Rezumando un infinito sosiego. Era precisamente ese sosiego y esa palidez lo que atraían a Harteveld: tan diferente a la carnosa y contoneante Lucilla.

Presa del pánico, hizo torpes intentos de seguir a solas una terapia de rechazo. Escribió a investigadores estadounidenses pidiéndoles le proporcionaran Depo-Provera. Cuando se lo negaron, intentó conseguir los mismos efectos inyectándose diamorfina antes de entra en clase de anatomía. Pero le daba tantas náuseas que apenas podía mantenerse en pie. Y lo que era peor, no mitigaba sus fantasías.

Fue sólo seis semanas después, casi al final del primer trimestre, poco antes de Navidad, cuando estalló la catástrofe.

Los técnicos del laboratorio se habían quedado más de la cuenta y no habían vuelto a colocar los cadáveres de anatomía en los depósitos de la antesala. Harteveld, mareado y tembloroso ante la posibilidad que se le brindaba, aprovechó el desorden del último día de clase de anatomía de ese trimestre para esconderse en una esquina, con los ojos al nivel de las pulidas válvulas neumáticas que se utilizaban para subir y bajar las mesas de disección.

Eran las dos de la tarde y la cruda luz del sol empezaba a declinar. El viejo sistema de calefacción crujía y se estremecía en las tripas del edificio, pero la atmósfera del laboratorio estaba gélida y viciada. Harteveld se rodeó las rodillas con los brazos y se meció suavemente. Los cuerpos yacían silenciosos bajo la débil luz invernal con la piel pulcramente arrancada en secciones desde los brazos, con abrazaderas, hemostáticos y retractores brotando como pequeñas espinas de sus fríos y grisáceos vientres.

Ella estaba en el centro de la habitación. Desde donde estaba, él podía contemplar cómo caía su pelo castaño.

Y en ese instante se abrió la gran puerta que había al otro lado del laboratorio.

Seguridad.

Harteveld dio un respingo. No debían descubrirle. Se levantaría y simularía estar buscando algo. Deprisa. Pero sus piernas no le respondían. La frente se le perló de sudor frío. Estaba atrapado.

Y entonces sucedió algo que lo cambió todo.

El guarda de seguridad cerró la puerta. Por dentro. Y luego bajó las persianas.

CAPÍTULO 18

Cuando Caffery, a las diez y media, se fue de Shrivemoor la noche todavía no estaba muy fría. Apagó la radio y condujo en silencio, prometiéndose un baño y un saludable vaso de whisky en cuanto llegara a casa. Bajo las preocupaciones de ese momento -su cansancio, los semáforos, las cegadoras farolas de la circunvalación sur -subyacía el nuevo inquilino de sus pensamientos, como una imagen borrosa al fondo de un lago revuelto. Una imagen del Hombre Pájaro.

Un necrófilo. ¿Cómo no lo habían advertido antes?

Giró a la izquierda en Honor Oak y siguió recto por Peckham Rye. A través de los árboles se vislumbraban fantasmagóricos reflejos de las lápidas del cementerio de Nunhead. En su mente la sangrienta trayectoria del Hombre Pájaro iba tomando cuerpo. Un hombre. ¿Alto? ¿Bajo? Agazapándose como un incubo, como un ave carroñera, con los ojos desorbitados por la excitación, deslizando sus manos por un cadáver. Los muertos y los no muertos. Una relación sacrílega.

Las preguntas sin respuesta seguían acosándole: un pájaro vivo cosido dentro del cuerpo después de su muerte. ¿Por qué? Los extraños y precisos cortes en el cuero cabelludo… excepto en Kayleigh. ¿Por qué no Kayleigh? Y ¿cómo conseguía mantener inmóviles a sus víctimas para ponerles la inyección? Esto era muy preocupante. Sonaba a control mental, o aún peor, a una toxina que la moderna medicina forense era incapaz de identificar.

Aparcó debajo del desnudo plátano de su vecino y bajó fatigosamente del coche con la cabeza a punto de estallarle. Todo lo que quería era tranquilidad. Se colgó la chaqueta del hombro. Un whisky y un baño.

Pero algo le estaba esperando delante de la puerta. Se paró con la mano en el pomo mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Y cuando comprendió qué era aquello que brillaba suavemente al resplandor de la luna, adivinó que procedía de Penderecki: dos muñecos de plástico desnudos, un niño y una niña, se abrazaban grotescamente con los genitales frente a frente. Al lado había una nota escrita en un papel rosa de jovencitas: «Telefonearme a mí es como llamar a tus problemas».

La muñeca, pelo rubio de nailon, era una Barbie o una Sindy.

Suaves pechos sin pezones, cintura de avispa y un enorme garabato obsceno entre sus piernas de plástico: una desnuda vulva pintada con tinta roja.

Muy propio de Penderecki.

Empujó el otro muñeco, que cayó de espaldas. Los mismos ojos ciegos mirando fijamente y los genitales pintados. Las mismas rígidas manos suplicantes y la marca Hambro estampada en la espalda.

Y Caffery lo reconoció. Ese juguete había sido de Ewan.

Recordaba claramente su extraña desaparición, ocurrida una soleada tarde a principios de los setenta. Antes del almuerzo el muñeco estaba tirado en el césped del jardín de atrás, derribado por granadas en miniatura, pero después de la comida había desaparecido. «Veamos, Ewan -decía su madre, ante su desconcierto, echando una desconfiada mirada hacia el cielo, tal vez lo ha robado un cuervo». Al día siguiente compró un Action Man en el Woolworths de Lewisham. «Mira sus manos, Ewan. Pueden cerrarse. ¿Acaso no es mucho mejor que el otro?»

No era una novedad en Penderecki esa sutil perversidad.

Caffery recogió los muñecos, abrió la puerta y entró en la casa.

La luz de la cocina estaba encendida y vio un montón de camisas recién dobladas sobre la tabla de planchar.

Verónica.

Estaba tan cansado que no había visto su coche.

Sé bueno con ella, Jack, se dijo. Está enferma. No lo olvides, sé bueno.

En la cocina, arrojó su chaqueta en una silla, cogió un rollo de plástico autoadhesivo y empezó a envolver los muñecos por separado para guardarlos en la habitación de Ewan.

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