Ambos hombres se quedaron de pie, con las manos en los bolsillos, observando cómo avanzaba la luz roja en el panel situado encima de la puerta.
– Imagina que eres él, Steve. Tienes un cuerpo en una bolsa de basura, justo aquí, en el suelo. Estamos hablando de un cuerpo de mujer acuchillado y doblado. Apestando.
el ascensor seguía ascendiendo: 9, 10, 11. Maddox estaba callado, mirando cómo avanzaba la luz roja: 12, 13, 14. Se detuvo y las puertas se abrieron. Una vieja con un impermeable y un tembloroso perrillo sujeto con una correa se quedó mirándoles.
– ¿Bajan?
– Subimos.
– Hummm… iré con ustedes. -Entró sonriendo, sujetando una pequeña capucha a su impermeable. Nunca se sabe si parará cuando vuelva a bajar.
Caffery miró a Maddox y murmuró.
– Recuérdalo. En el suelo.
Una mujer con dos niños pequeños subió en el piso 15, y después de la parada en el 17 el ascensor continuó hasta el último piso.
En la cabina ya iban seis personas y un perro. Maddox, incómodo, no dejaba los pies quietos. Durante el descenso hubo tres paradas más. En cuanto llegaron a planta baja, el ascensor iba repleto.
– Es de día -dijo Maddox al salir a la calle, frotándose la cara con cansancio. Así pues, las bajó por la noche.
– Ya. Pero ¿puedes imaginártelo bajando todos estos pisos de día o de noche? Y después sacarlas del ascensor.
Echó a andar hacia el coche. El GTI se tambaleaba precariamente sobre la grúa.
– Luego tuvo que recorrer toda esta distancia. Mira hacia arriba.
¿Cuántas ventanas ves?
– Jack, estamos en un barrio pobre. No sería la primera vez que alguien arrastrara un bulto sospechoso en medio de la noche.
– Has visto esos cadáveres -bajó el tono de voz. No me dirás que no notaste cómo olían. Incluso tres días después de muertos ya hieden. Lo sabes muy bien. Es un olor que no se olvida, un olor que lo impregna todo.
– Tal vez lo hizo en otro sitio.
– Seguro -asintió Jack. Bien, sigue aferrándote a esa idea, no pierdas la esperanza.
La expresión de Maddox cambió. Una vena empezó a latirle en la sien y cuando habló su voz sonó profunda y queda:
– Esta mañana he hablado con el jefe. Se ha enterado de que tenemos a un novato en el equipo, así que he tenido que cubrirte.
– ¿Me estás diciendo que el jefe prefiere las casualidades y las pruebas circunstanciales? -Sacudió la cabeza. Steve, el equipo F seguramente ha hablado con todos los racistas del este de Greenwich y estarán encantados ante la posibilidad de encerrar a un miserable camello. Enciérralo y te los quitarás de encima por unos días. El inspector Diamond estará encantado, lo lleva en las venas. Me pregunto si se comporta de este modo porque sabe que puede hacerlo, porque…
– hundió las manos en los bolsillos y fijó su mirada en los ojos de Maddox -porque tú se lo permites.
– Todavía estás en período de prueba, Jack. No lo olvides.
– No lo he olvidado.
– Te veré en Shrivemoor. Dile a Verónica que le deseo suerte con la quimioterapia.
– Steve, espera…
Pero ya se estaba alejando y Caffery tuvo que gritar para que le oyera por encima del ruido de la grúa.
– ¡Comisario Maddox! -Su voz resonó contra el edificio. Los niños que estaban en la entrada asomaron la cabeza sorprendidos. ¡Voy a demostrar que estás acusando a la persona equivocada! ¡El asesino ni siquiera es negro!
Pero Maddox siguió andando. La grúa se puso en marcha y el GTI de Géminis, cubierto con una lona blanca, dispuesto como un dosel en una boda india, se alejó por las calles de Deptford.
El pub estaba vacío. Un pastor alsaciano que se había echado a dormir cerca de la chimenea de gas abrió un ojo para observar a Caffery acercarse a la barra. Betty, la camarera, vestida con una escotada blusa de nailon, gafas con una montura desproporcionada y una cadenilla alrededor del cuello, ni siquiera se molestó en saludarle. Se sacó el cigarrillo de la boca y siguió inmóvil, esperando que Jack fuera el primero en hablar.
Caffery sacó su placa y dijo:
– Lo siento, otra vez la pasma.
– Ya. ¿Quiere una copa?
– ¿Por qué no? Un Bell’s. -Buscó unas monedas en su bolsillo. ¿Cómo va el negocio?
– No tiene más que verlo con sus ojos. Los periodistas han acudido en jauría y ahuyentando a la mitad de la clientela.
– ¿Ha hablado con ellos?
Betty pegó un respingo que hizo tintinear sus pendientes turquesa.
– No quiero su asqueroso dinero. Ojalá no hubiera sucedido nada de esto.
– Todos lo deseamos. -Caffery se sentó en un taburete. Betty, ¿recuerda al joven que interrogamos hoy?
– ¿Ese chico de color?, ¿el que se largó?
– Sí.
– Se llama Géminis. ¿No le parece que ponen a sus niños nombres muy divertidos? Acérquese -dijo ella. No había nadie más en el pub, pero pareció quedarse más tranquila cuando Caffery se estiró lo suficiente por encima de la barra para poder oírla. Géminis… -musitó. Los periódicos dicen que las chicas eran adictas, ya sabe, drogas…
– Ya.
– Pues debían conseguirlas en algún sitio, ¿no cree? -Se dio un golpecito en la nariz con aire conspirador. Y no digo más. -Pasó un paño por un vaso, comprobó que estaba limpio y lo puso frente a él. Finge que sólo las lleva de acá para allá en su coche, pero no soy ciega. Estoy segura de que eso les sirve para llevar a cabo sus pequeñas transacciones, ya sabe a qué me refiero.
– ¿Le conoce Joni?
– Por supuesto. -Betty entornó los ojos obsequiando a Caffery con la visión de sus brillantes párpados. Géminis siempre la lleva. A ella y a Pinky, si no ha venido en bicicleta.
– A ella y ¿a quién?
– Cuando estaba trabajando la llamaban Pinky.
– Rebecca -murmuró él, sintiéndose extrañamente confuso al oír su nombre en labios de esa mujer.
– Así se llama. Ahora es artista. Se sienta con sus pinturas en ese rincón del bar, ceñuda y sin pronunciar palabra en toda la noche.
De pronto, el alsaciano empezó a gruñir. Caffery se volvió y alcanzó a ver cómo se cerraba la puerta y la sombra de un hombre que se apartaba del cristal opaco.
– ¡Entra, cariño, está abierto! -le llamó Betty poniéndose el paño encima del hombro y saliendo de detrás de la barra. Abrió la puerta y por un instante escudriñó la calle, antes de darse la vuelta y dejar que se cerrara. Debía de ser uno de nuestros clientes habituales. Seguramente creyó que usted era de la prensa. Recogió el vaso de Jack, limpió la barra y lo puso sobre un posavasos limpio. Eso o sabía que es polizonte.
El perro se sentó cerca de la estufa y, bizqueando de placer, se rascó la oreja con la pata trasera.
Cuando Caffery salió del pub, las calles estaban vacías. El suelo ya se había secado pero de los árboles todavía caían gotas de lluvia. Súbitamente fue consciente de una sombra que le seguía y del débil chirrido de los frenos de una bicicleta.
– Buenas tardes, detective.
Rebecca paró su bicicleta y afirmó un pie en el bordillo para conservar el equilibrio. Llevaba pantalones cortos de color marrón y jersey ancho, su larga melena recogida en una coleta. Una carpeta de cuero iba sujeta al sillín de atrás.
Jack se metió las manos en los bolsillos.
– ¿Coincidencia?
– No exactamente. -Del lilo encima de ellos caían gotas sobre su jersey. Sigo yendo al pub, como ya debes saber… Te he visto salir.
– Comprendo. Él adivinó que ella tenía algo que decirle. ¿Has recordado algo?
– Pues sí. -Esbozó una mueca de disculpa. Seguramente no es nada, sólo una pérdida de tiempo…
Jack había olvidado lo bonita que era.
– Adelante -le dijo.
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