Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Diamond le dirigió una fría mirada.

– ¿Algún problema?

– ¿No tienes ni una pizca de decoro? -siseó-. Ya sabes lo que se viene a hacer aquí.

– Perdona, tío. -Diamond levantó la mano-. No volverá a ocurrir.

Siguieron andando hacia la oficina del forense, conteniendo la risa que sacudía sus hombros como si la intervención de Caffery hubiese hecho más divertido el chiste. Jack suspiró y regresó a su asiento. El daño ya estaba hecho. El rostro de la madre de Kayleigh estaba anegado en lágrimas.

– ¡Oh, Doreen, mi Dor!- La tía escondía su cara en el cuello de su hermana-. No llores, Doreen.

– ¿Y si mi niña está ahí, mi niña, mi pequeña…?

CAPÍTULO 11

Kayleigh Hatch fue identificada por su tía.

– Se ha cortado el pelo, pero es ella. estoy segura.

El AMIT ya disponía de cuatro identificaciones positivas de las cinco que tenía pendientes. El superintendente había decidido levantar esa misma tarde la moratoria que había impuesto a la prensa y Maddox supuso que ya podía arriesgarse a visitar el pub.

La lluvia caía sobre Londres con una deprimente familiaridad. Comparada a la llovizna grasienta a la que estaban acostumbrados parecía fresca y vivificante, pero seguía siendo lluvia.

Siete personas, con sus impermeables, se acomodaron en dos coches. En un Sierra, Diamond llevaba a dos miembros del equipo F. Caffery condujo su Jaguar llevando como pasajeros a Maddox, Essex y Logan.

El Dog and Bell, con la pintura descascarillada y mugrienta, se encontraba en la estrecha calle Trafalgar, entre una desvencijada agencia de viajes y una lavandería. Olía a tabaco rancio y desinfectante.

Se hizo el silencio y, bajo una nube de humo, los clientes habituales, protegiendo sus pintas de cerveza, volvieron sus inexpresivos rostros hacia los siete detectives. El inspector Diamond se dirigió hacia la salida de emergencia mientras Logan se quedaba vigilando la gran escalera de caracol con su pulida barandilla victoriana. Maddox cerró la puerta con el pie. La camarera, una mujer de unos sesenta años, enjuta como un alambre, con sombra de ojos de un azul intenso y pelo negro teñido, siguió detrás de la barra fumando tranquilamente, observándolos con sus brillantes ojos.

– Bien, señores -dijo Maddox exhibiendo su placa-. Mera rutina. No os preocupéis.

Caffery se dirigió a la barra y, en apenas diez minutos, ya había obtenido dos de los nombres que constaban en la lista de Harrison. La camarera se llamaba Betty y la bailarina que actuaba ese día, una alta e irascible rubia escandinava, de ojos azules y pies y manos de adolescente, respondía al nombre de Lacey.

Llevaba medias debajo de un amplio jersey que le llegaba hasta las caderas y, cuando Caffery llamó a su puerta del primer piso, estaba en el cuarto de baño maquillándose.

– Cierra la puerta -masculló-. Aquí uno se congela y eso que se supone que estamos en verano.

Él lo hizo y se sentó en un taburete. Apoyada en el lavabo, Lacey, con un cigarrillo entre los labios y sacando humo por la nariz, le observaba mientras él le contaba lo ocurrido.

– Es lo que pasa con esos tipos -dijo al cabo, encogiéndose de hombros y mirándose en el espejo-. No vas a conseguir asustarme.

Soy muy precavida.

– Sabemos que conocías a Shellene.

– Las conocía a todas. Lo que no quiere decir que confiara en ninguna. Ni que me gustaran.

Dejó el cigarrillo en el borde del lavabo, donde se fue consumiendo añadiendo una nueva marca a los innumerables rastros rojizos de nicotina.

– Una no podía dejar sus bártulos en el vestidor si ella estaba cerca. Es lo que pasa con los que están enganchados al caballo. Si me lo preguntas, te diré que fueron a hacerle algún numerito a algún jodido lunático para poder quitarse el mono.

– ¿Y Petra?

– No era adicta, así que no lo hacia por drogas. Pero eso no significa que nunca se largara con un cliente, ¿verdad?

– ¿Conoces a los clientes?

– No vengo con mucha frecuencia. -Dio una última calada y tiró la colilla al inodoro-. Pregunta a Pussy Willow… aparece en casi todos los shows. Hoy no hay nadie, pero cuando ella está aquí no cabe ni una aguja. Todos están locos por sus tetas infladas.

– ¿Alguno de los habituales trabaja en un hospital?

– Abogados, funcionarios, estudiantes. ¿Sabes?, este lugar no está reservado exclusivamente para la hez de la tierra. -Tomó un sorbo de vodka-. Y hay un par de tipos que vienen de punta en blanco, creo que son médicos o algo por el estilo.

Caffery cogió u cigarrillo y lo desmenuzó.

– ¿De dónde vienen esos médicos?

– Del St. Dunstan.

– ¿Recuerdas a algún nombre?

– No.

– ¿Hay alguno de ellos abajo?

Ella pensó.

– No, creo que no.

Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo.

– Gracias por tu ayuda, Lacey.

Caffery se detuvo al pie de la elaborada escalera victoriana.

Maddox, frente a él, observaba la sala con los brazos cruzados.

Los agentes se habían desperdigado por el pub, enseñando fotos de las cuatro chicas. Diamond, sentado con la chaqueta desabrochada, se subió ligeramente los pantalones dejando entrever la última novedad de la Warner Brothers: unos calcetines con el diablo de Tasmania. Frente a él, dos obreros fruncían en entrecejo con la mirada fija en sus jarras de cerveza.

Se abrió la puerta y entró un joven negro de unos veinte años. Ágil y musculoso, con una gorra de béisbol de Tommy Hilfiger gris y dorada, unas zapatillas Nike y una funda de oro recubriendo su canino izquierdo. Casi había alcanzado la barra del bar cuando advirtió que todas las miradas estaban fijas en él.

Diamond, avanzando con la emoción del cazador, tardó apenas unos segundos en acercársele. Puso una mano, suave pero significativa, en su hombro y le condujo hacia una mesa.

– ¿Dejarás que le interrogue? -murmuró Caffery al oído de Maddox.

– No interfieras -dijo Maddox.

– Diamond ya ha decidido a quién está buscando, y eso no es justo.

– Te he dado una orden -le cortó Maddox.

Jerry Henry, conocido en los alrededores de Deptford como Géminis, nunca había sido arrestado. Lo atribuía a que era un delincuente de poca monta, lo que era una ventaja. Para la pasma, simplemente, era una pérdida de tiempo ocuparse de él. Se consideraba un listillo, merodeando por las afueras de Deptford, pillando cualquier cosa que le ofrecían las dos grandes mafias de la zona.

Lo que no perjudicaba a nadie. La otra cara de la moneda era que su manera de trabajar le dejaba indefenso. La policía no era estúpida: sabía que esos artículos procedían de alguna parte. Algunas veces la emprendían contra alguien como él, acosándole hasta que los conducía hasta un pez gordo. La policía no dudaría en sacrificarle si con ello tenía la posibilidad de acabar con una de las grandes mafias del sur de Londres.

Sea lo que sea, se decía mientras seguía al polizonte hasta la mesa, no te precipites, niégalo todo, deja que lo prueben. Repasó lo que llevaba encima. Dog, de New Cross, había escamoteado para él un poco de coca de uno de los laboratorios de Peckham, que Géminis había desmenuzado. «Métetelo en la boca, socio -le había dicho Dog-. Y trágalo si te metes en un lío.» Pero Géminis no lo había hecho. Lo había metido en sus botas y ahora iba a costarle caro.

– Niégalo todo -musitó Géminis para sí.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó el inspector.

– Nada -masculló Géminis, hundiéndose en la silla.

– Muy bien… Veamos, esto no es más que una investigación rutinaria.

El policía se sentó en una silla con su barriga asentándose sobre sus caderas y apoyó los codos en la mesa. Géminis, con una mano metida en la cintura de sus Calvin, la cabeza gacha, la boca seca y rasposa, se encogió de hombros.

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