Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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– Bien -Jack se aclaró la garganta-, vayamos al grano.

Lo contó rápidamente, presentando los hechos de forma concisa y sin tapujos: las cinco mujeres que estaban unas calles más allá en el depósito de cadáveres, la conexión con el pub. Cuando acabó de hablar, Joni sacudió la cabeza. Ya no se reía estúpidamente. La diversión había terminado.

– ¡Oh, tío, es terrible!

Rebecca seguía inmóvil, mirándole consternada con sus claros ojos felinos.

Caffery y Essex esperaron a que ambas mujeres se recuperaran de la conmoción y luego hablaron durante mas de una hora, primero con incredulidad («Decídmelo otra vez. ¿Shellene, Michelle y Petra…?»), luego examinando la cruda realidad. Enseguida quedó claro que el Dog and Bell era un punto clave tanto para los adictos a las drogas como para la prostitución. Parecía que cualquier cosa que ocurriera en esa zona de Greenwich tuviera relación con el cochambroso pub de la calle Trafalgar. Fue en ese mismo lugar donde Rebecca y Joni conocieron a Petra Spacek, Shellene Craw y Michelle Wilcox. También creían conocer a la víctima número cuatro.

– ¿Con el pelo muy decolorado, de un rubio casi blanco como el mío? Joni se señaló el cabello. Ya estaba sobria, con la cabeza despejada-. ¿Y con un tatuaje de Bugs Bunny aquí?

– Exactamente.

– Es Kayleigh.

– ¿Kayleigh?

– Sí, Kayleigh Hatch. Es… bueno, ya sabes -simuló pincharse en el brazo-. Está enganchada de verdad.

– ¿Tienes su dirección?

– No. Vive con su madre, creo. En un barrio del este de Londres.

Caffery anotó el nombre. Se había sentado en un taburete cerca del caballete. Rebecca trajo más cervezas, cogió una silla y se puso muy cerca de él, inclinada con sus delgados brazos apoyados en las rodillas. Inocente, pero a Jack le inquietaba su proximidad.

Desvió la mirada y se dirigió a Joni:

– Hay algo más.

– ¿Sí?

– La semana pasada trabajaste con Shellene Craw.

– Sí, lo había olvidado.

– Intenta recordar. ¿Se fue con alguien? ¿Fueron a recogerla?

Joni se humedeció los labios y se estudió las uñas pintadas.

– Estoy pensando. -Levantó la mirada-. ¿Becky?

Rebecca se encogió de hombros pero Caffery sorprendió la mirada que Joni había dirigido a su amiga. Apenas fue un segundo, lo que le hizo preguntarse si lo habría imaginado.

– No -dijo Rebecca-. No se fue con nadie.

– ¿También estabas allí?

– Estaba pintando. -Señaló los bocetos desparramados sobre la mesa.

– De acuerdo. Quiero… -Se interrumpió al advertir que las piernas de Rebecca se ponían con carne de gallina. Esta repentina y cercana percepción de su piel le dejó en blanco.

Y ella se dio cuenta. Bajó su vista hacia donde Jack estaba mirando, comprendió y clavó sus ojos en los suyos.

– ¿Sí? -musitó dulcemente-. ¿Qué más quieres de nosotras, qué más podemos hacer?

Caffery se ajustó la corbata… ¡Por el amor de Dios!, es un testigo, pensó. Carraspeó y dijo:

– Necesito que alguien identifique a Petra Spacek.

– Yo no puedo -repuso Joni-. Vomitaría hasta la primera papilla.

– Y tú, Rebecca, ¿lo harás?

Después de un momento, apretó los dientes y asintió en silencio.

– Gracias -dijo él, y se acabó su cerveza-. ¿Estáis seguras de que no visteis a Shellene Craw abandonar el club acompañada?

– No; te lo hubiéramos dicho.

Volvieron al coche. Essex parecía extenuado.

– ¿Estás bien?

– Sí -dijo con voz ronca, tocándose el corazón y sonriendo burlonamente-. Lo superaré. ¿Crees que son lesbianas?

– Te encantaría, ¿verdad?

– No, en serio.

– Tienen habitaciones separadas. -Vio la expresión de Essex y le entraron ganas de reír-. Además, no eran auténticas.

Essex se paró en seco mientras abría la puerta del coche.

– ¿De qué estás hablando?

– Las tetas de Joni son de silicona. No son auténticas.

Essex apoyó los codos en el techo del vehículo y le miró fijamente.

– ¿Y cómo eres tan experto en esas cuestiones?

Caffery sonrió.

– Experiencia, tal vez, o tres años viendo transformaciones en Men’s Only. No lo sé con exactitud. ¿Y tú?

– No -respondió Essex boquiabierto-. No, ya que me lo preguntas, no, no sabría qué contestarte.

Subió refunfuñando al coche y se puso el cinturón de seguridad. Al cabo de un momento miró a Caffery:

– ¿Estás seguro?

– Naturalmente que sí.

Essex suspiró con cansancio y miró por la ventanilla.

– ¿Adonde irá a para el mundo?

Todavía era de día cuando Caffery llegó a casa. Verónica estaba echada en una tumbona en el patio, taciturna y silenciosa, mirando cómo las sombras se cernían sobre el jardín. Al lado de la tumbona había una botella de vino medio vacía.

– Buenas tarde -saludó él.

Hubiera querido preguntarle qué hacía de nuevo en su casa, pero algo en su rígida postura le advirtió que le encantaría iniciar una discusión. Se dirigió al final del jardín, apoyando las manos sobre la cerca, sin mirarla.

Más allá de las vías una ligera nube de humo se elevaba hacia el cielo del atardecer, Caffery apoyó su cara contra la cerca. Penderecki.

Algunas veces, por la tarde, Caffery vigilaba a Penderecki cuando éste paseaba por su jardín con un cigarrillo entre los labios, rascándose el trasero como un viejo gorila que se dispone a dormir. El jardín no era más que una pequeña parcela de tierra gris entre la casa y la vía del tren, con motores viejos tirados aquí y allá, una nevera y el eje oxidado de un camión. Esa zona al otro lado de la vía del tren había sido una cantera de arcilla y los propietarios de las hileras de casas de los cincuenta todavía removían arcilla con sus azadas.

Tierra dura de cavar. Caffery no creía que Ewan estuviera enterrado en ese lugar.

Penderecki, de espaldas a Caffery, con una mano apoyada en un rastrillo, llevaba su acostumbrada chaqueta color tabaco. A su lado, el decrépito incinerador escupía humo. Diecisiete años antes, Penderecki había descubierto que Jack solía rebuscar en su basura llevándose todo lo que podía proporcionarle una pista sobre Ewan. Y desde entonces procedía a hacer lo que se había convertido en un rito: quemar sus desechos y, para asegurarse de que Caffery se enteraba, lo hacía en la parte trasera del jardín, a la vista de todos.

Mientras Caffery lo observaba, Penderecki carraspeó, escupió flemas al suelo y se quedó inmóvil sujetando con una mano la tapadera del incinerador, dándose cuenta de la presencia de Jack. Su estudiada pose, sus caderas femeninas, su pelo gris y lacio cubriendo su calva de un rosa brillante… Caffery sintió renacer un odio antiguo y lo arrojó fuera de él como si pudiera golpear a Penderecki a través de los treinta metros que los separaban.

Muy despacio, Penderecki se dio la vuelta para mirarle y sonrió.

La sangre acudió al rostro de Caffery. Rabioso por haber sido descubierto, se apartó de la cerca a grandes zancadas.

Verónica le contemplaba atentamente.

– ¿Qué pasa? -preguntó él-. ¿Por qué me miras así?

En lugar de contestar, ella resopló y frunció el entrecejo.

– ¿Qué pasa? -insistió él. Y de pronto lo recordó: los análisis-.

Dios mío, perdona. -Sacudió la cabeza-. Lo siento. ¿Te han dado los resultados?

– Sí.

– ¿Y?

– Pues me temo que ha vuelto a aparecer. Mi Hodgkins ha regresado. -Sus ojos se entrecerraron y se le demudó el semblante, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos.

Caffery se quedó mirándola fijamente. Así que se trataba de eso.

– Ha llamado el doctor Cavendish -explicó ella-. Debo reanudar la quimioterapia. -Se puso el jersey alrededor de los hombros-.

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