Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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CAPÍTULO 8

Caía ese sol plomizo que provoca jaquecas y reduce las sombras a oscuras líneas. Mientras conducía, Caffery dejó las ventanillas abiertas pero Essex se quejaba tanto del calor, se pasaba tan aparatosamente los dedos por el cuello de la camisa, que, cuando aparcaron, Jack abrió el maletero del Jaguar para guardar sus chaquetas, y luego echaron a andar por Greenwich South Street mientras se arremangaban las camisas.

El número 8 era una casa de dos pisos de estilo georgiano encima de una tienda de segunda mano.

– Harrison recordaba lo que Craw llevaba puesto -dijo Essex mientras entraba por el pequeño portal de la izquierda-. Sandalias claras con reflejos rosa en los tacones, medias negras, minifalda y tal vez una camiseta. -Se acercó al portero automático.

– ¿Cómo se lo han tomado sus padre?

– Como si les importara un carajo. No piensan venir a Londres, no tienen dinero para el viaje. «Era una verdadera putilla, detective, si le sirve de algo», es lo que mamá considera colaborar con la policía.

De pronto el portero automático crepitó y ambos se sobresaltaron.

– ¿Quién es?

– Inspector Jack Caffery. Busco a Joni Marsh -respondió quitándose las gafas de sol.

Un momento después se abrió la puerta y una joven delgada de pelo castaño se quedó mirándolos. Debía de rondar los treinta años, pero la larga melena, los delicados y pequeños zapatos de piel y un corto vestido de peto de pana azul le daban aspecto de colegiala.

Sacó su placa.

– ¿Joni?

– No. -De los bolsillos de su peto sobresalían pinceles como si la hubieran interrumpido en medio de una clase de pintura en un elegante colegio femenino-. Vive aquí, sí, ¿puedo ayudarles?

– ¿Cómo se llama usted?

– Todos me llaman Becky, pero mi verdadero nombre es Rebecca. Joni y yo compartimos piso -respondió con una sonrisa.

– ¿Podemos pasar?

– Bueno, es que nosotras… -Parecía sentir embarazo-. Bien, pues… no. No pueden, lo siento.

– Tenemos que hacerle algunas preguntas sobre una persona a la que conoce la señorita Marsh.

Rebecca se apartó el flequillo de sus ojos verdes y se quedó mirando la calle como si esperara ver francotiradores apostados en la acera y los tejados.

– Es algo complicado. -Su voz era suave y educada. Una voz que podía interrumpir una conversación sólo con un susurro.

– ¿Podemos hablar aquí afuera?

– No buscamos estupefacientes -dijo Caffery.

– ¿Cómo?

– Desde aquí huelo a marihuana.

– ¡Oh! -exclamó, bajando azorada la mirada.

– Tiene mi palabra.

– Bien. -Se mordió el labio inferior-. De acuerdo. Adelante, pasen.

La siguiente dentro de la fresca penumbra de la casa pasando por delante de una bicicleta apoyada contra la pared. Essex miraba con ojos vidriosos el pelo ondulante y las largas y bronceadas piernas que subían la escalera delante de él.

Ya dentro del apartamento, mientras los conducía a través de un pequeño recibidor hasta un salón. Jack vislumbró, antes de que Rebecca cerrase la puerta, unas bragas tiradas en el suelo de una habitación bañada por el sol.

– Mi estudio -dijo.

La luz entraba a raudales por dos ventanas de guillotina que se reflejaban en el entarimado del suelo. De las paredes colgaban cinco acuarelas de luminosos colores.

En el centro de la habitación, en medio de un tintineo de pulseras, una joven, vistiendo una blusa sin espalda color lima y pantalones de campana negros, olisqueaba alrededor pulverizando precipitadamente nubes de ambientador. Apenas los oyó dejó el aerosol, cogió de la mesa un paquetito envuelto en celofán y lo escondió a su espalda, mirándolos como un niño pillado en falta. Tenía el pelo tintado como una vikinga y la cara pintarrajeada como una muñeca de porcelana, enormes ojos azules y nariz muy chata. Caffery advirtió que estaba colocada.

– ¿Joni Marsh? -preguntó con su placa en la mano.

– Mmm… sí. -Echó una ojeada a la placa-. ¿Y usted quién es?

– Policía.

Sus ojos se dilataron.

– ¿Policía? Becky, ¿qué diablos…?

– No te preocupes. No están buscando drogas.

– ¿No? -Parecía muy nerviosa.

– No -aseguró Caffery.

Joni se apartó el pelo de la cara y le observó -desvaídos ojos azules revoloteando con desconfianza, la boca apretada-, fijándose en la camisa arremangada, en el despeinado pelo, en el vientre liso. De pronto soltó una risita nerviosa.

– No cuela -se cubrió la boca con la mano-. ¿De verdad es la pasma, estás segura?

– Oye, Joni -Caffery se guardó la placa en el bolsillo de la camisa-, ¿quieres deshacerte de esa porquería? Si lo haces podremos hacer nuestro trabajo.

Incongruentemente le guiñó un ojo a Caffery, luego a Rebecca y de nuevo a Caffery. Su maquillaje recordaba a fotografías de autopsia, la brillante sombra de ojos y los labios perfilados en forma de corazón.

– ¿Estás seguro de que eres de la pasma?

– Joni -insistió-. ¿Quieres llevarte la china y tirarla en cualquier parte?

– Joni- Rebecca la cogió del brazo-, ven conmigo.

Se la llevó a la cocina y ambos hombres oyeron cómo le hablaba en tono tranquilizador.

Por el resquicio de la puerta, Caffery vio una mesa de roble, reproducciones de Matisse en las paredes y un congelador en la despensa. Al cabo de un momento oyó los pasos de Joni en la escalera, un portazo, el taconeo de sus pies al regresar y, luego, las oyó cloquear otra vez en la cocina.

Caffery empezó a pasearse por la habitación mirando unos dibujos esparcidos sobre tableros. Algunos eran borrosos desnudos al carboncillo en los que podía adivinarse un brazo o un rostro. Uno de ellos, una acuarela de gran tamaño, representaba a una mujer mirando de medio perfil al artista mientras se agachaba para subirse una media por la pantorrilla.

– Mira, Jack -Essex estaba contemplando una pintura casi terminada colocada sobre un caballete-, fíjate en esto.

Una mujer de pie frente a una cortina color burdeos adornada con borlas, con los brazos levantados en actitud disipada. Los espectadores, un público formado por tres hombres, habían sido dibujados sobre la aguada con unos amplios trazos de carbón.

– Sabía que lo descubrirían- musitó Joni desde la puerta-.

Soy yo.

Los hombres se dieron vuelta.

– Hace strip-tease, ¿saben? -dijo Rebecca, de pie a su lado y sujetando un cubo de hielo con cervezas.

– Lo sabemos -mintió Essex.

– Sí, ya… -Joni se apoyó sobre una pierna con las manos en los bolsillos -aunque tal vez si lo supierais.

– ¿Lo has pintado aquí, en el estudio? -preguntó Caffery.

– No, empecé a pintarlo en el pub. Estoy dando los últimos retoques.

– ¿Trabajas muchos con las chicas? ¿Las conoces?

– No, son monstruos, ¿sabes? -Le sonrió ladeando la cabeza-.

Yo me dediqué a lo mismo durante algún tiempo, gracias a eso pude matricularme en bellas artes, en el Goldsmith.

– Tal vez podríamos… -Miró alrededor de la habitación-. ¿Por qué no nos sentamos y hablamos un poco?

Rebecca dejó el cubo sobre la mesa y se secó las manos. Su vestido de pana estaba salpicado de agua.

– Suena muy siniestro.

– Tal vez lo sea…

– Pues bien, si va a ser duro -exclamó Rebecca, sacando las cervezas del cubo-, yo necesito una. -Tendió una botella a Essex-. ¿Puedo tentarte y vender la noticia a los periódicos?

Essex no vaciló:

– Naturalmente.

Le ofreció una cerveza a Caffery, que la aceptó sin decir palabra. Ella fue a sentarse en el alféizar de la ventana con sus desnudas pantorrillas recogidas y sujetando una botella entre sus delgados tobillos. Essex estaba cerca de la cocina, balanceándose sobre los pies, abriendo su botella y echando miradas furtivas a los pechos de Joni.

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