– ¿Te importa si te pregunto algo personal? -le dijo mientras andaban por el jardín del cementerio hacia recepción.
– ¿Acerca de lo que hace Joni? ¿Sobre lo que yo hice? -recalcó estas últimas palabras sin mirarle, manteniendo altiva su cabeza con una solemnidad de primera dama-. ¿Vas a preguntarme cómo pude dedicarme a esto?
– No. -Palpó sus bolsillos buscando tabaco-. Iba a preguntarte por qué compartes apartamento con Joni.
– ¿No debería hacerlo?
– Sois muy distintas.
– ¿Tal vez porque ella procede de una clase más baja?
– No. Yo… -Se interrumpió. Tal vez era precisamente eso en lo que estaba pensando-. Parece mucho más joven.
– Estamos enamoradas. ¿No te has dado cuenta?
Caffery sonrió y sacudió la cabeza.
– No me lo creo.
– Pero es lo que querías oír. Es lo primero que la mayoría de los hombres quieren saber, si somos lesbianas.
– Sí -asintió-. También soy humano y fue lo primero que me pregunté. Pero estoy pensando en algo distinto. Tú tienes la pintura, una meta, pero Joni va…
– ¿A la deriva?
– Sí.
– ¿Porque toma drogas?
– No creo que tú las tomes.
– Lo hago si me apetece. -Le deslumbró con una sonrisa-. Soy una artista, señor Caffery. De mí se espera que sea una depravada. Y Joni pronto descubrirá cuál es su meta en la vida. Yo tardé mucho en encontrarla.
– ¿Vas a quedarte con ella hasta que ocurra?
Con la cabeza inclinada, se pensó la respuesta.
– Pues sí -dijo al cabo, echando atrás su melena-. Se lo debo, creo… -Hizo una pausa para elegir las palabras que mejor expresaran lo que sentía-. Parecerá estúpido, una estúpida razón para aferrarse a alguien, pero Joni… -Vio su mirada y se interrumpió sonriendo-. No. Te lo estoy poniendo muy fácil.
– ¡Oh, vamos!
– He dicho que te lo estoy poniendo muy fácil. -Al llegar a recepción se paró y se dio la vuelta para mirarle-. De todas formas, ahora eres tú el que debe decirme algo.
– Pregunta.
– ¿Conseguiré superar lo que voy a ver?
– La gente reacciona de distintas maneras.
– ¿Cómo reaccionas tú?
– ¿Quieres saberlo?
– Por eso lo pregunto.
Caffery echó una mirada a la sala de recepción.
– Opino que, a fin de cuentas, acabar aquí es mejor que desaparecer para siempre. Podían no haberlas encontrado nunca.
Rebecca se quedó mirándole pensativa, con los temblorosos labios apretados.
– Bien -dijo él, manteniendo la puerta abierta para que pasara-, ¿entramos?
En la cabina de reconocimientos oyeron el ajetreo del forense que se ocupaba del cuerpo de la Spacek. Rebecca se puso de espaldas al cristal.
– Huele como un hospital -dijo-. ¿Ella también olerá?
– No estarás tan cerca.
– Muy bien. Estoy preparada.
Las cortinas que cubrían el cristal se abrieron lentamente.
Petra Spacek tenía la boca y los ojos cerrados. La sutura, donde Krishnamurti había vuelto a coser el cuero cabelludo sobre el cráneo, estaba disimulada bajo un satén púrpura. Habían puesto pequeñas bolas de algodón debajo de los párpados para disimular el vacío de los globos oculares. Sin embargo, Caffery se dio cuenta, demasiado tarde, de lo destrozada y deformada que estaba la cara de Spacek. Había olvidado que durante la carnicería de la primera autopsia posmortem había podido comprobar lo mucho que se había degradado durante los meses pasados en el astillero.
– Rebecca, escucha, tal vez no haya sido una buena idea…
Pero ella ya se había dado la vuelta. Durante unos segundos sus ojos escudriñaron aquel rostro. Soltó un gemido gutural y apartó la mirada.
– ¿Estás bien?
– Sí…
– No debería haberte traído. Es imposible reconocerla.
– Es ella.
– ¿Lo crees así?
– Sí… bueno, tal vez. No lo sé. Concédeme un segundo.
– Todos los que quieras.
Ella respiró profundamente y enderezó los hombros.
– De acuerdo -murmuró.
Despacio, se dio la vuelta para mirar otra vez el cadáver. Sus ojos recorrieron el rostro lentamente, desafiándose a sí misma a no apartar la mirada.
– ¿Qué son esas marcas en la frente?
– No lo sabemos.
Le miró. Intentaba parecer natural, pero Caffery sentía que era para evitar seguir viendo el cadáver.
– Creo que es ella.
– ¿Lo crees?
– No. Estoy segura.
– Sus facciones casi han desaparecido.
Rebecca entronó los párpados y sacudió la cabeza.
– Era muy delgada. Se podían ver sus… huesos.
Abrió los ojos y le miró; estaba temblando.
– ¿Podemos irnos ya?
– Tranquilízate -dijo él, y le puso una mano en el brazo, sintiendo la repentina frialdad de su piel-. Terminaremos el papeleo en recepción.
Le llevó un vaso de agua.
– Gracias -dijo ella.
– Quiero que firmes esto.
Se sentó a su lado y le entregó un formulario sin darse cuenta de que también llevaba las fotos del cadáver.
– Oh, Dios, ¿qué es esto? -dijo ella.
Las fotos posmortem de Spacek se veían claramente dentro de una funda de plástico transparente.
– Siento que las hayas visto.
– ¿Estaba así cuando la trajeron? ¿Tenía ese aspecto?
– No debí dejar que las vieras…
– ¡Dios mío! -Estrujó el vaso de papel.
– Firma aquí. -Destapó un bolígrafo y señaló con una cruz algunos espacios en los documentos-. Declaras que has visto el cuerpo y… -Se interrumpió. Alguien había carraspeado como advirtiendo «cállense».
Ambos levantaron la mirada.
El inspector Essex estaba en la puerta de recepción, manteniéndola abierta y con una mano extendida para que entraran dos mujeres vestidas, de forma casi idéntica, con tejanos y cazadoras de piel. Entraron dócilmente y se sentaron sin decir una palabra donde les indicó Essex.
– Voy a comprobar que todo esté a punto. -Essex, cogió la mano de la mujer mayor-. Si necesita algo, dígaselo a su hermana, ¿de acuerdo?
Ella asintió blandamente y apretó un pañuelo contra su boca. Su cara no reflejaba expresión alguna, parecía perpleja. Llevaba unos tejanos muy ceñidos y los tobillos irritados por el roce de las sandalias.
Rebecca tenía la mirada estúpidamente fija en las dos mujeres, intuyendo que eran familiares de otra de las víctimas. Caffery guardaba silencio. Él sabía con certeza que se trataba de la madre y la tía de Kayleigh Hatch.
La tía, que había estado mirando al jardín del cementerio a través de los macetones con palmeras que decoraban la sal de espera, se revolvía inquieta en su silla y suspiraba mientras abrazaba a la otra mujer. Un crujido de suave cuero.
– Tal vez no sea ella. Mantén la esperanza, Dor.
– Pero puede que lo sea, ¿verdad? ¡Dios mío! -Con ojos ausentes miró por la ventana-. ¿Crees que aquí se puede fumar?
Las puertas de cristal se abrieron dejando entrar a un miembro del equipo F.
Le seguía el inspector Diamond, quitándose las gafas de sol. Echó una mirada a Rebecca y luego los dos hombres se dirigieron a la oficina del juez forense; apenas desaparecieron tras la esquina del corredor se oyeron sus risas.
– ¿Y sabes éste? -decía Diamond-. Escucha.
– Veamos.
– ¿Sabes cuál es la diferencia entre una puta y una cebolla?
– No.
– Está tirado; una puta y una cebolla.
– Me rindo.
– Bien. -Hizo una pausa y Caffery supo que Diamond se había detenido-. Pues que a una puta puedes cortarla sin echarte a llorar.
Las cuatro personas que había en recepción miraron fijamente al suelo. De pronto Caffery se levantó y se plantó en la esquina del corredor.
– ¡Eh, vosotros! -exclamó.
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