– De acuerdo, tranquilízate. Resérvala para la reunión de mañana y lo examinaremos todo con calma.
– Quiero empezar ahora mismo.
– ¿Qué piensas hacer? ¿Montar una operación de vigilancia en todos los hospitales de la zona cuatro?
– Empezaré por aquí, por el St. Dunstan. Es el que está más cerca del pub. Iré cribando al personal y luego procederé a un interrogatorio encubierto. Si no obtengo ningún resultado, me dedicaré al de Lewisham, tal vez al de Catfor.
Maddox meneó la cabeza.
– No van a soltar prenda. Esa clase de gente mantiene la boca bien cerrada.
– Deja que lo intente.
Maddox se quitó la gabardina de la cabeza y levantó la mirada hacia el cielo entrecerrando los ojos para protegerlos de la lluvia. Cuando bajó la vista su semblante parecía sereno.
– De acuerdo, tú ganas. Puedes llevarte a Essex y dispones de cuatro días a partir del lunes para obtener algún resultado.
– ¿Sólo cuatro?
– Sólo cuatro.
– Pero…
– No me vengar con peros, tendrás tiempo de sobra. Y que no se te ocurra escaquearte de ninguna reunión del equipo. Además, si te necesito, te sacaré de donde estés sin previo aviso. ¿Algo más?
– Sí. ¿Sigue pensando venir a nuestra fiesta, señor?
– Pregúntamelo cuando no esté cabreado contigo.
La chica que estaba sentada en el asiento trasero del GTI vestía una falda de licra verde y sandalias de plataforma. Su melena, cortada a la altura de la mandíbula, estaba salpicada con motas doradas. Tenía los ojos oscuros y la piel tostada. Géminis intuía que llevaba a África en la sangre.
La noche anterior se le había acercado en el Dog and Bell, antes de que apareciera la policía, y le había pedido que la esperara en la salida norte del túnel de Blackwall para llevarla en coche hasta Croom’s Hill. Tenía algo que resolver en ese lugar. Cuando se lo pidió no sospechó nada, pero, desde la redada de esa misma tarde, se sentía nervioso.
Géminis no era más que un fantasmón nacido en Deptford y, a pesar de su forma de moverse y de hablar, lo más cerca que había estado de los hispanos era la botella de ron que sus tías solían traer a Londres cuando venían de visita. Dog, su contacto principal, lo sabía y se aprovechaba de ello utilizándolo para repartir la droga que no ofrecía garantía para él: pastillas, crack, coca. La semana anterior habían sido sesenta gramos de Ketalar, un anestésico para caballos. Géminis, disgustado, no tuvo más remedio que colocarlo, y ahora todo parecía indicar que una de esas chicas por las que preguntaba la policía se había ido de la lengua. O tal vez, y sólo de pensarlo se le helaba la sangre, alguna de ellas había muerto por algo que él le había vendido. Seguramente el crack era puro pero en cuanto al caballo… en Deptford todos esperaban que el caballo local estuviera cortado. Pero ¿cortado con qué? ¿Con laxante infantil? ¿Leche deshidratada, o, tal vez con amoníaco o una sustancia aún más mortífera? Si era esto lo que había ocurrido no sólo tendría problemas con la policía.
Géminis sabía que, hasta que los traficantes supieran quién los había puesto en el candelero, se desencadenaría una auténtica caza de brujas.
Y en ese momento se le ocurrió que la chica que llevaba en el coche podía tenderle una trampa. Mientras conducía la observaba por el retrovisor. Ya habían pasado por delante del St. Dunstan cuando ella se inclinó y le tocó el hombro.
– Me han dicho en el pub que quizá puedas ayudarme.
– ¿Cómo?
– Coca, caballo, algo.
Se la quedó mirando por el espejo. Fuera lo que fuese lo que buscara la policía, no podía permitirse rechazar una venta. Era su pan de cada día.
Puso el intermitente y giró hacia un callejón sin salida.
Había dejado de llover. Las cuatro torres de la central eléctrica de Londres se recortaban contra el cielo del atardecer. Una columna de humo se alzaba de los mojados huertos que bordeaban la vía del tren. Paró el motor. La chica fumaba en silencio mirando por la ventanilla con indiferencia. Estaba convencido, tenía que estarlo, que no era una agente de policía. Se dio la vuelta apoyando la cabeza en su brazo derecho.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
Ella ni siquiera le miró.
– ¿Qué tienes?
– No soy tan estúpido, ya sabes a qué me refiero. Desde que tengo a la bofia pegada a los talones no puedo meter la pata.
– Quiero heroína, caballo, jaco… como quiera que llames a esa mierda, ¿vale? Y no tengo nada que ver con la pasma.
Géminis se relajó.
– Vale, vale. Tengo un poco. Me dedico sobre todo a la coca, chinas, ya sabes.
– Dame una papelina.
¿Sólo una?
– Sí, van a traerme más.
Creía que la venta iba a ser mayor pero no perdió la sonrisa.
– Tranquila. Dame diez talengos.
Del bolsillo de su cazadora azul sacó un pequeño sobre. Cogiéndolo con dos dedos, metió su mano entre los asientos delanteros. Rogó que no se le cayera ni una partícula. Por la noche iría directamente a Creek Road para que le limpiaran el coche por dentro y por fuera. Había oído comentar que la policía podía detectar el menor atisbo de droga pasando una aspiradora por un coche.
La chica comprobó el contenido de la papelina y le pagó.
– Vámonos.
Géminis dio marcha atrás.
– ¿Croom’s Hill?
– Sí. Al final de Blackheath.
Al llegar se pararon en un semáforo.
– Gira a la derecha y déjame ahí mismo.
– ¿Vives aquí?
– Yo no, amigo.
– ¿De veras? -Tamborileó en el volante mientras la miraba por el retrovisor. Durante los últimos meses había dejado a un par de chicas en el mismo sitio y todas le habían dicho lo mismo. Tal vez allí había un cliente potencial-. ¿Y quién es tu amigo, nena?
– Sólo un amigo.
Miró por la ventanilla y siguió fumando. Tenía un pequeño lunar encima de la comisura izquierda de la boca.
– Ya he dejado aquí a otras chicas.
– ¿Sí? -contestó con indiferencia.
– Un par de chicas blancas.
– ¿De veras?
El semáforo se puso en verde. Géminis giró a la derecha.
– Entraron en una de esas casas grandes. ¿Sabes a la que me refiero? -Le dirigió una sonrisa a través del espejo pero ella siguió ignorándole.
– Para aquí.
Géminis acercó el coche a la acera y lo dejó en punto muerto.
– Cuatro talegos por el taxi.
La muchacha salió del coche y dio un portazo. Dejó caer un billete de cinco libras por la rendija de la ventanilla.
– Y deja de hacerte el chulo -dijo levantando un dedo y alzando sarcásticamente las cejas-.
Sólo oyéndote hablar ya pareces un auténtico gilipollas.
Se dio la vuelta y echó a andar. Géminis recogió el billete y miró cómo sus piernas se alejaban en la penumbra. No se sentía ofendido.
– Y tú tienes un precioso culo negro debajo de esa falda, nena murmuró, sonriendo-. Esta noche alguien va a pasarlo muy bien.
La muchacha se perdió de vista en Croom’s Hill y Géminis avanzó unos metros con el coche. Pero ya había desaparecido. Los insectos revoloteaban perezosamente alrededor de una farola junto a una casa de ladrillo; la calle estaba desierta. Chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza, Géminis, cambió de marcha y se dirigió hacia East Greenwich.
Hasta que llegó al pub no consiguió recordar cuándo había visto por última vez a esa Shellene por la que había estado preguntando la policía. El lunes de la semana anterior. Después de la mamada la había dejado exactamente en el mismo lugar.
Una encantadora casona estilo Regencia separada de la calle por la valla de un jardín dominado por un bosquecillo de encorvados cedros. Antaño había pertenecido a un acaudalado miembro del grupo Bloomsbury que había encargado que pintaran unos muros ciegos en trompe l’oeil . Incluso se comentaba que el invernadero de más de doscientos metros cuadrados era obra de Lutyens. Las dimensiones de sus jardines superaban con mucho a las habituales de las casas de ciudad. Se podía desaparecer en uno de sus rincones o perderse entre topiarias y ciruelos en espaldera. En verano, blancas rosas florecían en pérgolas y cenadores mientras las abejas zumbaban en largos corredores de tejos buscando piracantos y fucsias.
Читать дальше