Mo Hayder - El latido del pájaro

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En un desguace medio abandonado cercano al Millenium Dome, en el este londinense, la policía realiza el macabro descubrimiento de cinco cadáveres de mujeres terriblemente mutilados. Las muertas estaban relacionadas con un pub de striptease de Greenwich y eran toxicómanas. El hecho de que todos los cuerpos presenten las mismas espeluznantes amputaciones, hace pensar que su asesinato ha sido obra de una mente perturbada, de un maníaco obseso pero que posee conocimientos médicos.
El recién ascendido inspector Jack Caffery es uno de los principales encargados de resolver el caso. A pesar de su cautela y profesionalidad, la compleja investigación que está llevando a cabo su equipo se verá entorpecida por Mel Diamond, un policía empecinado en inculpar a un hombre de raza negra que trapichea con drogas. Pero Caffery está convencido de que su colega ha errado el tiro y de que deben buscar al culpable en el Sr. Dunstan, un tenebroso centro médico cercano al local nocturno en el que trabajaban las víctimas.
El círculo de sospechosos se va estrechando en torno del que parece ser el presunto homicida, un joven que abandonó la carrera de Medicina años atrás y que padece serios trastornos psicológicos. Sin embargo, poco después aparece otro cadáver…
¿Se trata de otro criminal que le está imitando? ¿Fue realmente Harteveld el único causante de las muertes? ¿Hasta cuándo va a durar la angustia?

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Pero ahora las hojas se pudrían amontonadas contra los muros y, casi escondidos junto a la entrada del garaje, yacían los restos del esqueleto de un perro. Las cortinas estaban echadas durante el día. A causa de los problemas, la asistenta había sido despedida meses antes para que no molestara y, gradualmente, ciertas partes de la casa habían ido deteriorándose hasta resultar inhabitables.

Harteveld sólo pasaba por aquella zona cochambrosa por la noche. Durante el día la pesada puerta de caoba permanecía cerrada. No podía correr el riesgo de que aparecieran visitantes inesperados y que accidentalmente vieran sus cosas. Sus pertenencias…

Esta noche había cerrado la puerta y estaba en la «zona pública»: la parte de la casa que podía permitirse enseñar a los extraños y que incluía el vestíbulo, la cocina, los baños destinados a las visitas, el pequeño estudio y el salón, donde se encontraba en ese momento, junto a la chimenea donde colgaba el retrato de sus padres.

Había pasado toda la tarde limpiando y ordenando para que esa noche todo fuera seguro. Conectó una manguera al grifo del fregadero de la cocina para desinfectar la fosa séptica, que despedía una fetidez terrible. Pero en cuanto llegó a la trampilla se detuvo, descorazonado. No podía hacer nada con la porquería que se había acumulado allí dentro.

Se tragó dos buprenorfinas con un sorbo de agua. Luego abrió una cajita de cocaína y con la larga uña de su meñique se llevó una pizca a la nariz. Frotó el resto contra su encía y cerró los ojos.

Estallaría si la muchacha tardaba en llegar.

Se mordió el labio y levantó la mirada hacia el retrato de sus padres, Lucilla y Henrick.

No, no estallaría. Lo que haría sería arrastrarse hasta la repisa de la chimenea, y luego, con mucho cuidado, inclinarse y arrancar de un mordisco el rostro de Lucilla de la tela del cuadro.

CAPÍTULO 14

«El desguace de la muerte».

La frase asaltó a Caffery desde los carteles de los quioscos de prensa cuando conducía hacia el St. Dunstan. Apenas la policía confirmaba oficialmente los hechos, la prensa invadía Greenwich, acosando a los residentes, husmeando alrededor del desguace. El titular del Sun, «Terror del milenio», se ilustraba con unas instantáneas de Shellene, Petra, Wilcox y Kayleigh encima de una fotografía del almacén. El Mirror publicaba una foto de Kayleigh en la que aparecía con un vestido de satén rosa sin hombros y con una copa en la mano brindando hacia la cámara. Como era de esperar, se hacían las inevitables comparaciones con el caso de los West utilizando fotografías del número 25 de la Cromwell Street. «Cómo ha podido suceder de nuevo?», se preguntaba el Sun. El Mirror empleaba para el asesino el predecible titular de «El destripador del milenio». Caffery ya había apostado con Essex que precisamente ése sería el favorito.

El AMIP estaba manteniendo una estrecha colaboración con los servicios de información de Dulwich, centrando su atención en Géminis para averiguar si ya estaba fichado o si le buscaba la policía metropolitana. Caffery, consciente de que ya había empezado la carrera, se dirigía al hospital de St. Dunstan. Dejó el coche al pie de Maze Hill, hasta donde llegaban los limoneros y las vallas rojas de Greenwich Park.

«Esa gente es de lo más corporativista, Jack. Ningún juez te dará una orden para que husmees en los archivos de personal de todo un hospital sólo porque tienes una corazonada», le había dicho Maddox.

Pero Caffery tenía más que una simple corazonada: sabía que el hombre que estaba buscando conocía ese edificio. Estaba seguro de que por más caminos que emprendiera la investigación todos conducirían a ese lugar. El ascensor exterior reflejaba los rayos del sol. Por un momento, se quedó mirando el hospital, imaginando lo que iba a descubrir en el corazón de aquel edificio. La chimenea del incinerador se recortaba contra un cielo del mismo azul intenso de la sombra de ojos de Joni, creando la sensación de la perspectiva plana de los cubos de Mondrian. Entonces se dio cuenta de que estaba remodelando el cielo, el mundo, para que ese lugar fuera como él esperaba que fuese. Se ajustó la corbata y entró por una puerta de emergencia.

El estado del hospital era lamentable. En los pasillos el calor era insoportable a causa del vapor procedente de las cocinas y las unidades de esterilización. La luz de un fluorescente defectuoso fluctuaba. No vio a nadie. Sólo oía el sonido de unos pasos cuyo eco llegaba desde un recodo del pasillo y un estornino que agitaba sus alas entre las tuberías del techo. Cuando Caffery abrió la puerta señalada con el rótulo «Personal», cayó un trocito de metal blanco a pocos centímetros de sus pies.

Tómatelo con calma, se dijo. Si te precipitas adivinarán que estás desesperado.

La oficina era muy amplia y estaba dividida por mamparas.

Sólo se oía el entrecortado repiqueteo de un teclado.

Caffery echó un vistazo por encima de las mamparas. Un administrativo, bajito y encorvado, con entradas en el pelo y vistiendo una camisa gris, estaba mecanografiando.

Caffery carraspeó.

El administrativo levantó la mirada.

– Buenos días. ¿Viene por el comité?

– No, no es eso, señor… -leyó el nombre en la placa encima del escritorio- señor Bliss. Detective inspector Caffery. ¿El jefe de personal está…?

– La jefa de personal le corrigió-. Está en el comité. Estarán reunidos hasta las once -añadió, tendiéndole la mano-. Tal vez pueda ayudarle, detective…

Caffery. Me gustaría consultar sus archivos de personal.

– ¡Oh! -el funcionario se reclinó en su asiento entrecerrando los ojos. ¿Si me niego traerá una orden judicial?

– Exacto. -Se secó discretamente la mano en los pantalones.

Como todo el hospital, la mano del administrativo estaba húmeda-. Si se niega volveré con una orden judicial.

– Y finalmente conseguirá la información que necesita, ¿verdad?

– Exacto.

– ¿Puedo pedirle que me enseñe su placa?

– Por supuesto.

Caffery se quedó de pie delante del escritorio observando cómo el administrativo anotaba los datos de su placa de identificación.

– Gracias, detective Caffery -dijo devolviéndole la placa-. Se lo entregaré a mi jefa en cuanto vuelva de su reunión. ¿Necesita averiguar algo sobre una persona en particular?

– Nadie en particular. Médicos, forenses, enfermeras. Cualquiera con experiencia en quirófano.

– Mmmm -gruñó el oficinista rascándose una rosada oreja-.

¿Qué busca, direcciones?

– Edades, direcciones, números de teléfono.

– Llevará su tiempo. Puedo mandárselo por fax. Supongo que nuestro aparato seguirá funcionando.

Caffery garrapateó un número al dorso de su tarjeta. Por azar acababa de conseguir su objetivo.

– ¿Hay algún lugar tranquilo donde pueda entrevistar a las personas que me interesen?

– Déjeme ver… Wendy se está ocupando de la biblioteca. Tal vez pueda ofrecerle la sala de consultas de la parte de atrás. Vayamos a echar un vistazo.

Salieron y el hombre cerró el despacho antes de irse.

– Espero que haya aparcado en un buen sitio. Ésta es una zona peliaguda.

– En la colina, cerca del parque.

– Hoy en día resulta un engorro encontrar plaza, sobre todo por culpa de los cochazos de los miembros del comité y sus permisos de aparcamiento.

Pero yo no tengo elección. No puedo dejar del coche en casa y al regresar encontrarme el parabrisas destrozado. Así que vengo y peleo todos los días con los peces gordos. Van a estar aquí toda la semana y no hay forma de evitarlos… Ya hemos llegado. -Abrió la puerta de la biblioteca-. ¿Wendy?

Detrás de un panel corredizo de cristal, una mujer con gafas en forma de mariposa apartó los ojos de su Reader’s Digest y escondió, levemente ruborizada al ver a Caffery, un pañuelo en la manga de su jersey.

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