Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Dirigiéndose a Ingram, Maggie dijo:

– No podía verlo, ¿no, Nick? Dijo que había llegado paseando desde el cabo St Alban.

– Desde el sendero costero hay una buena panorámica de Egmont Bight -le recordó Ingram-. Si llevaba prismáticos pudo haberla visto desde allí.

– Pero no los llevaba -protestó ella-. Lo único que llevaba era un teléfono. Tú mismo te fijaste en ese detalle.

Galbraith vaciló sobre cómo plantear la siguiente pregunta, y finalmente decidió un enfoque directo. Aquella mujer debía de tener al menos un par de sementales en sus cuadras, de modo que no era probable que se desmayara si alguien mencionaba un pene.

– Nick dice que Harding tenía una erección cuando él llegó a la playa. ¿Puede confirmarlo?

– O eso, o está increíblemente bien dotado -admitió Maggie.

– ¿Cree que usted pudo haber sido la causa de aquella erección?

Maggie no contestó.

– ¿Qué le parece? -insistió el inspector.

– No tengo ni idea -respondió ella-. En aquel momento pensé que lo había excitado la chica que iba en el barco. Si se pasea usted por la playa de Studland cualquier día soleado verá a un centenar de jóvenes cachondos de entre dieciocho y veinticuatro años escondidos en el agua porque sus penes reaccionan espontáneamente. Eso no es ningún crimen.

Galbraith sacudió la cabeza y dijo:

– Usted es una mujer atractiva, señorita Jenner, y él estaba cerca de usted. ¿Lo incitó usted de algún modo?

– No.

– Esto es importante.

– ¿Por qué? Sólo sé que ese pobre chico no se controlaba del todo. -Suspiró-. Mire, lamento lo de esa mujer. Pero si Steve tuvo algo que ver con su muerte, a mí no me dio ningún indicio de ello. Por lo que a mí respecta, era un joven que había salido a dar un paseo e hizo una llamada para ayudar a un par de niños.

Galbraith puso el dedo índice sobre una hoja de su bloc de notas.

– Le voy a citar a Danny Spender. Dígame si lo que el niño dijo es cierto. «Estaba ligando con la señora del caballo, pero creo que a ella no le hacía ninguna gracia.» ¿Refleja eso la situación?

– En absoluto -contestó Maggie con enojo, como si la idea de que alguien intentara ligar con ella le repugnara-, aunque entiendo que los niños lo interpretaran así. Yo comenté que Steve era muy valiente por atreverse a sujetar a Bertie por el collar, y él creyó que riendo a carcajadas y dando palmadas a Jasper en la grupa impresionaría a los niños. Al final tuve que llevarme a los animales a la sombra para apartarlos de él. Jasper es un caballo inofensivo, pero no le gusta que le golpeen el trasero cada dos minutos, y yo no quería que de pronto le soltase una coz.

– Entonces, ¿tenía Danny razón cuando dijo que a usted Steve no le cayó simpático?

– No veo qué importancia puede tener eso -repuso ella, un tanto incómoda-. Es muy subjetivo. Yo no soy una persona muy sociable, y hay mucha gente que me resulta antipática.

– ¿Qué fue lo que no le gustó de él? -insistió el inspector, imperturbable.

– ¡Por el amor de Dios, esto es ridículo! Nada. Él estuvo correctísimo desde el principio hasta el final. -Miró de soslayo a Ingram y añadió-: Casi ridiculamente correcto, me atrevería a decir.

– Entonces, ¿por qué no le cayó simpático?

Maggie aspiró con fuerza por la nariz, sin saber si debía contestar o no.

– Era un sobón, ¿vale? -reconoció-. ¿Es eso lo que quería saber? No soporto a los hombres que no saben tener las manos quietas, inspector, pero eso no los convierte en violadores ni en asesinos. Son sobones, simplemente. -Volvió a respirar hondo-. Y ya que hablamos del tema, y para que vea usted lo poco que puede confiar en mi juicio sobre los hombres, le diré que no me fío de los hombres en general. Si quiere saber por qué, pregúnteselo a Nick. -Sonrió mientras Galbraith bajaba la mirada-. Veo que ya se lo ha contado. De todos modos… si quiere conocer los detalles más escabrosos de mi relación con el bigamo de mi marido, puede solicitármelos por escrito, y veré lo que puedo hacer por usted.

El inspector se acordó de la similar advertencia que le había hecho Sandy Griffiths respecto a su juicio sobre Sumner, e ignoró el berrinche.

– ¿Está insinuando que Harding la tocó, señorita Jenner?

Maggie le lanzó una mirada fulminante y dijo:

– Por supuesto que no. No le di ocasión.

– Pero tocó a sus animales. ¿Fue eso lo que la molestó?

– No -respondió ella con enojo-. Era a los niños a los que no sacaba las manos de encima. Era todo muy masculino y campechano, ya sabe, puñetazos en el hombro y palmadas… Fue eso lo que me hizo pensar que Steven era su padre. Al pequeño no le hacía ninguna gracia, y constantemente esquivaba a Harding, pero al mayor le encantaba. -Esbozó una sonrisa un tanto cínica-. Era la clásica emoción superficial que sólo se ve en las películas de Hollywood, así que cuando Harding le dijo a Nick que era actor, no me sorprendí.

Galbraith miró inquisidoramente a Ingram.

– Sí, creo que es una descripción acertada -admitió el agente-. Harding se mostraba cariñoso con Paul.

– ¿Cómo de cariñoso?

– Muy cariñoso -dijo Ingram-. Y la señorita Jenner tiene razón. Danny lo esquivaba todo el rato.

«¿Corruptor de menores?», escribió Galbraith en su bloc de notas.

– ¿Vio a Steve dejar una mochila en la colina antes de bajar con los niños hasta el coche de Nick? -preguntó luego.

Ella lo miró con gesto de extrañeza.

– Cuando lo vi ya estaba junto a los cobertizos de las barcas -replicó.

– ¿Le vio recuperarla cuando Nick se llevó a los niños?

– No le vi hacer nada porque no le estaba mirando. -Frunció el entrecejo y añadió-: Oiga, ¿no cree que se está precipitando otra vez? Cuando dije que estaba tocando a los niños no quería decir… bien, no hacía nada inadecuado, sino sólo… no sé, exagerado, diría yo.

– De acuerdo.

– Lo que intento decirle es que no creo que sea un pedófilo.

– ¿Conoce usted a algún pedófilo, señorita Jenner?

– No.

– Pues no tienen dos cabezas ni nada de eso. Sin embargo, entiendo lo que quiere decir. -Cogió la taza de café que todavía no había tocado y bebió un sorbo; después sacó una tarjeta de su cartera y se la entregó a Maggie-. Aquí tiene mi número de teléfono -dijo al tiempo que se levantaba de la butaca-. Por favor, llámeme si se le ocurre algo que considere importante. Gracias por su ayuda.

Ella asintió y miró a Ingram, que en ese momento se apartaba de la ventana.

– No te has bebido el café -le dijo con una mirada maliciosa-. Quizá lo habrías preferido con azúcar. Las cacas de ratón siempre se van al fondo.

Ingram sonrió y dijo:

– Pero los pelos de perro no, señorita Jenner. -Se puso la gorra y enderezó la visera-. Salude a su madre de mi parte.

Los documentos y los objetos personales de Kate Sumner ocupaban varias cajas que los investigadores llevaban tres días examinando minuciosamente, intentando hacerse una idea de cómo era la vida de aquella mujer. No encontraron nada que la relacionara con Steven Harding, ni con ningún otro hombre.

Hablaron con todas las personas que aparecían en su agenda de teléfonos, sin éxito. Todas ellas resultaron personas a las que Kate había conocido después de trasladarse a la costa sur, y coincidían con una lista de felicitaciones de Navidad que había en el último cajón del escritorio del salón. Encontraron un cuaderno en uno de los armarios de la cocina, con la inscripción «Diario», pero que resultó ser, lamentablemente, un minucioso registro de lo que Kate gastaba en comida y otros gastos domésticos, y que coincidía, con un escaso margen, con la asignación que William le pasaba a su esposa.

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