Minette Walters
Donde Mueren Las Olas
© Minette Walters, 1998
Título de la edición original: The Breaker
© de la traducción: Gemma Rovira Ortega
Quiero expresar mi agradecimiento
a Sally y John Priestley de XII Bar Blues,
y a Encombe House Estate.
Domingo 10 de agosto de 1997, 1:45 h.
Se dejaba llevar por las olas, cayendo de sus crestas y volviendo a despertar, más y más desesperada, cada vez que el agua salada le bajaba ardiendo por la garganta. Durante los intermitentes períodos de lucidez en que recordaba, con profundo asombro, lo que le había pasado, no era el acto brutal de la violación lo que permanecía indeleblemente grabado en su memoria, sino el momento en que le habían roto los dedos.
Domingo 10 de agosto de 1997, 5:00 h.
La niña estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, como una diminuta estatua de Buda, y la pálida luz del amanecer suavizaba el tono de su semblante. Él no sentía nada por ella, ni siquiera la más elemental compasión, pero no podía tocarla. La niña lo contemplaba con la misma solemnidad con que él la contemplaba a ella, cautivado por su inmovilidad. A él no le habría costado nada romperle el cuello, pero le pareció intuir una sabiduría ancestral en su concentrada mirada, y esa idea lo asustaba. ¿Era consciente la niña de lo que él acababa de hacer?
Extracto de La mente del violador, de Helen Barry
Los expertos consideran que la violación es un ejercicio de dominación masculina, una reafirmación patológica de poder, frecuentemente provocada por un sentimiento de odio hacia el sexo femenino en general o por un sentimiento de frustración motivado por un individuo en concreto. Al obligar a una mujer a aceptar la penetración, el hombre no sólo demuestra su superioridad física, sino también su derecho a plantar su simiente donde y cuando se le antoje. Eso ha elevado al violador a la categoría de personaje legendario -diabólico, peligroso, astuto-, y el hecho de que pocos violadores merezcan semejantes calificativos pasa a un segundo plano ante el temor que inspira ¡a leyenda.
En un elevado porcentaje de casos (incluidas las violaciones domésticas, entre novios y las que tienen lugar dentro de un grupo), el violador es un individuo inepto que pretende reforzar su pobre imagen de sí mismo atacando a una persona a la que considera más débil. Es un hombre de escasa inteligencia, poco sociable y con un profundo sentido de su propia inferioridad respecto al resto de la sociedad. Es más habitual que el violador tenga un arraigado temor a las mujeres que un sentimiento de superioridad, y eso seguramente se debe a su incapacidad de establecer relaciones satisfactorias.
Para ese tipo de personas la pornografía se convierte en un medio para lograr un fin, porque necesitan la masturbación tanto como un heroinómano necesita su dosis de droga. Sin orgasmo, el adicto al sexo no experimenta nada. Sin embargo, su carácter obsesivo, combinado con su falta de éxito, lo convierte en un compañero poco atractivo para el tipo de mujer que su complejo de inferioridad necesita, es decir, una mujer que atrae a hombres de éxito. Si es que tiene alguna relación, su pareja será una mujer que ya ha sido utilizada y maltratada por otros hombres, lo cual no hace más que exacerbar los sentimientos de ineptitud e inferioridad del violador.
Podría argumentarse que el violador, una persona de limitada inteligencia, limitada sensibilidad y limitada capacidad para relacionarse, debería inspirar más lástima que temor, porque su peligro radica en la supremacía que la sociedad le ha atribuido sobre el llamado sexo débil. Cada vez que jueces y periódicos demonizan y mitifican al violador como un peligroso predador, no hacen más que reforzar la idea de que el pene es un símbolo de poder.
La mujer estaba tumbada boca arriba en la playa de guijarros, a los pies de Houns-tout Cliff, contemplando el despejado cielo; el cabello rubio claro, que se le había secado al sol, formaba una apretada masa de rizos. Tenía arena adherida al abdomen, y parecía que llevara una prenda de tela fina, pero los círculos oscuros de sus pezones y el vello del pubis demostraban que estaba desnuda. Tenía un brazo doblado lánguidamente alrededor de la cabeza, mientras que el otro descansaba, con la palma de la mano hacia arriba, sobre los guijarros, y los dedos eran mecidos por las pequeñas olas que los acariciaban a medida que subía la marea; las piernas, relajadas y separadas sin el menor pudor, parecían invitar al calor del sol a que penetrara directamente en su cuerpo.
Por encima de ella se alzaba la escarpada ladera de pizarra de Houns-tout Cliff, con las irregulares franjas de resistente vegetación que se aferraba a sus salientes. En invierno y otoño estaba a menudo envuelta en niebla y lluvia, pero ahora, iluminada por el brillante sol estival, parecía un lugar apacible. A dos kilómetros de distancia en dirección oeste, por el camino de Dorset, que avanzaba pegado a la parte más alta de los acantilados hasta Weymouth, un grupo de excursionistas se acercaba sin prisas, deteniéndose de vez en cuando para ver cómo los cormoranes se lanzaban en picado hacia el mar como diminutos misiles teledirigidos. Hacia el este, por el camino de Swanage, un paseante solitario pasó por delante de la capilla normanda del cabo St Alban de camino hacia el crisol rodeado de rocas de Chapman's Pool, cuyas transparentes y azules aguas constituían un atractivo fondeadero cuando soplaban vientos flojos de tierra. Debido a las empinadas cuestas que rodeaban la cala, muy poca gente llegaba por tierra a sus playas, pero los fines de semana de buen tiempo, a la hora de comer, fondeaban allí más de diez barcos, meciéndose al compás de las olas que pasaban por debajo de ellos.
De momento, sólo un barco, un Princess de 32 pies, había asomado por el canal de entrada, y el traqueteo de la cadena del ancla se distinguía por encima del ruido de los motores. Detrás de él, y a escasa distancia, apareció la proa de un Fairline Squadron que acababa de doblar el cabo St Alban, sorteando a los yates que se mecían suavemente. Eran las diez y cuarto de uno de los domingos más calurosos del año, pero a la mujer que tomaba el sol desnuda, al otro lado de Egmont Point, no parecían importarle ni el calor abrasador ni la posibilidad de tener compañía.
Los hermanos Spender, Paul y Daniel, habían visto a la nudista al rodear el cabo con sus cañas de pescar, y ahora estaban encaramados en un saliente poco firme, unos treinta metros por encima de ella y hacia su derecha. Se estaban turnando para mirarla con los caros prismáticos de su padre, que se habían llevado de la casa de veraneo alquilada sin que él se enterara, envueltos en un fardo de camisetas y avíos de pesca. Llevaban una semana de vacaciones y todavía les quedaba otra, y para el mayor de los dos hermanos la pesca no era más que un pretexto. Aquella remota región de la isla Purbeck no ofrecía grandes atractivos para un adolescente en ciernes, pues había pocos habitantes, pocas distracciones y ni una sola playa de arena. Lo que él llevaba días deseando hacer era espiar a las mujeres en biquini que tomaban el sol en las lujosas lanchas que fondeaban en Chapman's Pool.
– Mamá nos dijo que no escaláramos los acantilados porque es peligroso -susurró Danny, el virtuoso hermano de diez años, menos interesado que su hermano por las nudistas.
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