Minette Walters
La Escultora
© 1993, Minette Walters
Título original The Sculptress
Traducido de la edición de MacMillan London Limited, Londres, 1993
Traducción de Carme Geronés y Carlos Urritz
«La verdad se sitúa en un radio limitado y preciso, pero el error es inmenso.»
Henry St John, Vizconde Bolingbroke
«Se trataba de la sensación de que el enorme e implacable dedo de la sociedad apuntaba hacia mí, y de la vigorosa voz de millones de personas que repetían al unísono: “Vergüenza. Vergüenza. Vergüenza”. Así trata la sociedad a alguien que es distinto.»
Ken Kesey
Alguien voló sobre el nido del cuco
«Escultura de cera. La malicia y la superstición se expresaban asimismo en el modelado de imágenes de cera de personas odiadas, en cuyos cuerpos se clavaban largos alfileres con la esperanza de provocar heridas mortales en la persona que representaban. La creencia en este tipo de magia negra nunca ha desaparecido por completo.»
Encyclopaedia Britannica
Dawlington Evening Herald, enero de 1988
Veinticinco años por unos brutales asesinatos
Ayer, el tribunal de Winchester condenó a Olive Martin, de 23 años, con domicilio en Leven Road, 22, a cadena perpetua por haber asesinado de forma brutal a su madre y hermana, con la recomendación de que cumpla veinticinco años. El juez, que calificó a Martin de «monstruo sin una pizca de humanidad», dijo que nada podía eximir el salvajismo que había mostrado frente a dos mujeres indefensas. El asesinato de una madre por parte de su hija constituía el crimen más antinatural que imaginarse pueda, dijo, y pidió la máxima pena que pudiera imponer la ley. No menos atroz resultaba asesinar a una hermana. «La carnicería que Martin llevó a cabo con los cadáveres -continuó- fue una profanación despiadada y bárbara que debería figurar en los anales del crimen como acto de suprema maldad.» Al dictarse la sentencia, Martin no dejó entrever emoción alguna…
Plano de la planta baja de Leven Road número 22, Dawlington, Southampton, con la distribución que tenía en el momento de los asesinatos. Confeccionado por el propietario actual para la señorita Rosalind Leigh.
Resultaba imposible ver cómo ella se acercaba y no sentir un escalofrío de asco. Era una grotesca parodia de mujer, tan gorda que sus pies, manos y cabeza sobresalían de forma absurda del enorme bulto que constituía su cuerpo, cual minúsculos y desproporcionados accidentes. Un pelo rubio y sucio se adhería, húmedo e inconsistente, al cuero cabelludo; las oscuras manchas de sudor se iban extendiendo debajo de sus axilas. Sin duda, andar le resultaba doloroso. Avanzaba arrastrando los pies con las puntas hacia dentro, las piernas separadas a la fuerza por el empuje de un muslo gigantesco contra el otro, un equilibrio de lo más inestable. Con cada movimiento que realizaba, por pequeño que fuera, la tela de su vestido se tensaba al máximo al oscilar el peso de la carne. Al parecer, ni un solo rasgo en su cuerpo podía salvarse. Incluso los ojos, de un azul profundo, quedaban totalmente perdidos en los espantosos pliegues de grasa blanquecina de una cara picada de viruelas.
Resultaba extraño que después de tanto tiempo siguiera siendo objeto de curiosidad. La gente que la veía cada día contemplaba su marcha pasillo abajo como si lo hiciera por primera vez. ¿Qué era lo que les fascinaba? ¿El puro volumen de una mujer que medía metro setenta y cinco y pesaba más de ciento quince kilos? ¿Su fama? ¿Asco? No había sonrisas. La mayoría la contemplaba impasible al pasar, tal vez temerosa de llamar su atención. La mujer había descuartizado a su madre y a su hermana y recompuesto los pedazos en un sangriento abstracto en el suelo de la cocina. Pocos de los que la habían visto podían olvidarlo: la horrenda naturaleza del crimen y el terror que su enorme y amenazadora silueta había inspirado en todos los presentes en el juicio donde se la había condenado a cadena perpetua, con la recomendación de un cumplimiento mínimo de veinticinco años. Lo que la hacía atípica, aparte del propio crimen, era que se había declarado culpable y había rechazado la defensa.
En el interior de los muros de la prisión se la conocía como la escultora. Se llamaba Olive Martin.
Rosalind Leigh, que esperaba junto a la puerta de la sala de comunicaciones, iba moviendo la lengua en el interior de la cavidad bucal. Experimentaba una sensación de repugnancia tan directa que parecía que la maldad de Olive la había alcanzado hasta tocar su cuerpo. «Dios mío, -pensaba, y la misma idea la sobresaltaba-, seré incapaz de seguir adelante.» Sin embargo, no tenía otra alternativa. Habían cerrado las puertas de la cárcel y ella, como visitante, se hallaba tan bloqueada allí dentro como las propias presas. Con mano temblorosa ejerció presión contra el muslo, en el que los músculos forcejeaban fuera de todo control. Detrás de ella, la cartera casi vacía, un testamento de la nula preparación de la entrevista, constituía un patente escarnio al hecho de haber dado por sentado que la conversación con Olive transcurriría como cualquier otra. Ni por un momento se le había ocurrido que el miedo pudiera sofocar su inventiva.
«Lizzie Borden cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre. Al darse cuenta de lo que había hecho, atizó cuarenta y uno a su padre.» La copla daba vueltas y más vueltas en el cerebro de Rosalind, repitiéndose hasta el entumecimiento. «Olive Martin cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre. Al darse cuenta de lo que había hecho, atizó cuarenta y uno a su hermana…»
Roz cruzó el umbral de la puerta y esbozó una sonrisa forzada:
– ¿Qué tal, Olive? Me llamo Rosalind Leigh. Me alegro de conocerte por fin. -Alargó la mano y estrechó con calidez la de la otra, tal vez con la esperanza de que, si demostraba una afabilidad impersonal sería capaz de reprimir la repulsión. El roce de Olive fue tan sólo una especie de apariencia, un breve toque de unos dedos insensibles-. Gracias -dijo Roz con aire animado a la funcionada de prisiones que rondaba por allí-. Nos quedaremos por aquí. Tengo permiso de la directora para hablar con ella durante una hora. «“Lizzie Borden cogió un hacha…” Dile que has cambiado de opinión. “Olive Martin cogió un hacha y asestó cuarenta golpes a su madre…” ¡Seré incapaz de seguir adelante!»
La mujer de uniforme hizo un gesto de indiferencia:
– De acuerdo -dejó caer al suelo la silla metálica que transportaba indolentemente y la sujetó con la rodilla-. Le hará falta. De lo contrario, hundiría cualquier asiento donde intentara acomodarse. -Rió amablemente. Una mujer atractiva-. El año pasado quedó encajonada en el water e hicieron falta cuatro hombres para sacarla de allí. Una sola persona sería incapaz de levantarla.
Roz consiguió pasar la silla al otro lado de la puerta con mucha dificultad. Se sentía en inferioridad de condiciones, como el amigo de un contendiente a quien se obliga a tomar partido. No obstante, Olive la intimidaba de una forma que jamás hubiera conseguido la funcionaria.
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