Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– Correcto -concedió él-. Y considero que es una estimación razonable. Sin duda no habría cumplido ni de lejos la sentencia de veinticinco años que señaló el juez.

– Pero ella no aceptó su consejo. ¿Sabe usted por qué?

– Sí. Tenía un miedo patológico a verse encerrada entre locos y no comprendió bien lo que significaba la prisión indefinida. Estaba convencida de que quería decir eterna, y por más que lo intentamos, fuimos incapaces de convencerle de lo contrario.

– En este caso, ¿por qué no interpuso un recurso de inocencia por ella? El hecho de que la muchacha fuera incapaz de captar lo que le estaba explicando implica que tampoco podía alegarlo por sí misma. Debía haber pensado que ella podía defenderse porque si no, no se lo habría sugerido.

Él sonrió con aire siniestro.

– No entiendo exactamente por qué, señorita Leigh, pero tengo la sensación de que ha decidido que de una forma u otra fallamos con Olive. -Cogió un papel y escribió un nombre y una dirección-. Le aconsejo que hable con este hombre antes de que llegue a más conclusiones erróneas. -Le pasó el papel-. Es el abogado que tenía que encargarse de la defensa ante el tribunal. Graham Deedes. En este caso, ella se nos anticipó y no se le reclamó para su función.

– Pero ¿por qué? ¿Cómo pudo anticipársele ella? -preguntó Roz frunciendo el entrecejo-. Tal vez le parezca crítica, lo siento, señor Crew, pero por favor, créame, se equivoca presuponiendo que he llegado a alguna conclusión desfavorable. -Aunque ¿era verdad aquello?, se preguntó-. No soy más que una espectadora perpleja que formula ciertas preguntas. Si el tal Deedes estaba en condiciones de levantar serias dudas sobre la comillas, cordura, comillas, de ella, tendría que haber insistido en que la sala admitiera su defensa con el acuerdo de ella o sin él. Hablando en plata, si estaba como un cencerro, ¿no cree usted que el sistema tenía el deber de reconocerlo, aunque ella creyera que estaba en su sano juicio?

Él cedió algo:

– Está utilizando un lenguaje muy emotivo, señorita Leig. En ningún momento nos planteamos alegar enajenación mental sino tan sólo disminución de responsabilidad, pero ya entiendo por dónde va. He utilizado la expresión «se nos anticipó» deliberadamente. La verdad pura y simple es que unas semanas antes de la fecha prevista para el juicio, Olive escribió al ministro de Interior para preguntarle si tenía derecho a declararse culpable o bien si la justicia británica le negaba tal derecho. Alegaba que se estaba llevando a cabo una excesiva presión para forzar un juicio interminable que tan sólo prolongaría el sufrimiento de su padre. Se pospuso la fecha del juicio mientras se llevaban a cabo consultas para aclarar si ella podía inculparse. Se falló que justamente estaba capacitada para ello y se le permitió declararse culpable.

– ¡Santo Dios! -exclamó Roz mordiéndose el labio inferior-. ¡Santo Dios! -repitió-. ¿No se equivocaron?

– Claro que no. -Roz se fijó en que aquel cigarrillo que había quedado olvidado formaba una espiral de ceniza en su extremo y, con un gesto de enojo, lo aplastó-. Ella sabía exactamente qué consecuencias tendría aquello. Incluso le informaron de qué sentencia le esperaba. La prisión no le vino por sorpresa. Estuvo cuatro meses en prisión preventiva antes del juicio. La verdad es que, aunque ella hubiera aceptado la defensa, el resultado hubiera sido el mismo. Las pruebas para alegar disminución de responsabilidad eran muy endebles. Dudo mucho que hubiéramos conseguido tener al jurado a nuestro favor.

– De todas formas, en su carta decía que, a pesar de todo, sigue convencido de que es una psicópata. ¿Por qué?

El abogado tocó la carpeta que tenía sobre la mesa.

– Vi las fotos de los cadáveres de Gwen y Amber que se tomaron antes de que se los llevaran de la cocina. Aquello era un auténtico matadero, chorreando sangre, la escena más horripilante que he visto en mi vida. Nada en el mundo podrá convencerme de que una persona psicológicamente estable pueda cometer tal atrocidad, y no digamos ya a una madre y a una hermana. -Se frotó los ojos-. No, a pesar de lo que digan los psiquiatras, y debe recordar, señorita Leigh, que aún hoy no se ha cerrado el debate sobre si la psicopatía es una enfermedad diagnosticable, Olive Martin es una mujer peligrosa. Le aconsejo que lleve sus contactos con ella con extrema cautela.

Roz apagó la grabadora y cogió la cartera.

– Supongo que no queda ninguna duda de que lo hizo ella.

El abogado la miró como si lo hubiera insultado:

– Ni la más mínima -saltó-. ¿Qué insinúa?

– Se me ha ocurrido que la explicación más simple de la discrepancia entre las pruebas psiquiátricas sobre la normalidad de Olive y la naturaleza más bien anormal del crimen sería que ella no lo llevó a cabo pero está encubriendo a quien lo hizo. -Se levantó e hizo un leve gesto de indiferencia ante la expresión de cerrazón de su interlocutor-. No es más que una idea. Estoy de acuerdo en que no tiene mucha lógica, pero en este caso poca cosa la tiene. Me refiero a que si realmente se trata de una asesina psicópata, le hubiera importado un pepino acogotar a su padre en el juicio. Le agradezco que me haya atendido, señor Crew. No se moleste en acompañarme.

El alargó la mano para retenerla un momento.

– ¿Ha leído la declaración de ella, señorita Leigh?

– Todavía no. Su oficina prometió enviármela.

Crew hojeó en la carpeta y extrajo unos papeles grapados.

– Aquí tiene una copia, puede quedársela -le dijo ofreciéndosela-. Le encarezco que se la lea antes de seguir adelante. Espero que la convencerá, como me ha convencido a mí, de la culpabilidad de Olive.

Roz cogió los papeles.

– Le cae muy mal, ¿verdad?

Su expresión se endureció.

– No experimento ningún sentimiento por ella, ni positivo ni negativo. Únicamente me cuestiono la racionalidad de la sociedad al mantenerla con vida. Esta mujer mata. No lo olvide, señorita Leigh. Que usted lo pase bien.

Roz condujo una hora y media hasta llegar a su piso de Londres, y durante casi todo el tiempo las palabras de Crew, «esta mujer mata», turbaron todos sus pensamientos. Las sacó de su contexto y las escribió con mayúsculas en la pantalla de su mente, regodeándose en ellas con una especie de macabra satisfacción.

Mucho más tarde, cuando se encontró acurrucada en el sillón, descubrió que el viaje de vuelta se le había borrado por completo de la mente. No se acordaba de nada, ni tan sólo de cuando salió de Southampton, una ciudad que conocía a la perfección. Podía haber matado a alguien, aplastarlo bajo las ruedas del coche, y no sería capaz de acordarse cuándo ni cómo había sucedido. Contempló a través de la ventana de la sala de estar las deprimentes fachadas grises de enfrente, mientras se preguntaba con mucha seriedad sobre la naturaleza de la disminución de responsabilidad.

Declaración de Olive Martin 9-9-87 – 21,30 horas

Presentes: sargento hawksley, sargento wyatt, Crew (abogado)

Me llamo Olive Martin. Nací el 8 de septiembre de 1964. Vivo en Leven Road 22, Dawlington, Southampton. Trabajo de oficinista en el departamento de Sanidad y Seguridad Social, en High Dawlington. Ayer fue mi cumpleaños. Tengo veintitrés años. Siempre he vivido en casa. Nunca tuve una relación estrecha con mi madre y mi hermana. Me llevo bien con mi padre. Peso ciento quince kilos, y mi madre y mi hermana toda la vida me han mortificado por ello. Me llamaban Fattie-Hattie, por la actriz Hattie Jacques. Me molesta que se rían de mi volumen.

No se había planificado nada para el día de mi cumpleaños y aquello me afectó. Mi madre me dijo que ya no era una niña y que debía organizar mis propias fiestas. Decidí demostrarle que era capaz de hacer algo por mi cuenta. Pedí un día libre en el trabajo con la idea de ir a Londres en tren y pasar el día allí de paseo. No lo había montado para ayer, el día de mi cumpleaños, por si ella me tenía reservada una sorpresa por la tarde, que es lo que hizo el día en que mi hermana cumplió veintiún años, en julio. No fue así. Pasamos una velada normal viendo la televisión. Cuando me fui a la cama estaba muy afectada. Como regalo de cumpleaños, mis padres me compraron un jersey de color rosa pálido. Me favorecía muy poco y a mí no me gustaba. Mi hermana me regaló unas zapatillas nuevas, muy bonitas.

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