Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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Peter Crew tenía el despacho en el centro de Southampton, en una calle en la que casi todo eran inmobiliarias. El hecho de que en general aquellos edificios estuvieran desocupados era un signo de los tiempos, pensaba Roz mientras paseaba por allí. La crisis se había cernido sobre ellos, al igual que sobre todo lo demás, como una negra nube inamovible.

Peter Crew era un hombre desgarbado de una edad imprecisa, ojos apagados y un tupé rubio partido por la raya; el propio pelo, de un blanco amarillento, colgaba por debajo de aquél como una sucia cortina de malla. Todo el rato se estaba levantando aquel mechón e introduciendo un dedo en su interior para rascarse el cuero cabelludo. El inevitable resultado de tan imprudentes tirones era que el tupé se abría continuamente formando una especie de visera por encima de la nariz. A Roz le dio la sensación de que llevaba un gigantesco pollo encaramado en la cabeza. Casi compartió la aversión que sentía Olive por él.

Respondió a su petición de grabar la conversación con una sonrisa, que no era más que un estudiado levantamiento del labio, desprovista de sinceridad.

– Como quiera. -Apoyó las manos sobre la mesa-. Así que, señorita Leigh, ya ha visto a mi cliente. ¿Qué tal estaba?

– Le sorprendió saber que seguía teniendo abogado.

– No la entiendo.

– Según Olive, hace cuatro años que no sabe nada de usted. ¿Sigue representándola?

El rostro de él adquirió una expresión de cómica consternación, si bien, al igual que la sonrisa, no era nada convincente.

– ¡Madre mía! ¿Tanto tiempo? No creo. ¿No le escribí el año pasado?

– No me diga, señor Crew.

Con gran afectación, se fue hacia un armario que tenía en una esquina y empezó a hojear entre los archivadores.

– Aquí está. Olive Martin. ¡Santo cielo! Tiene razón. Cuatro años. Ahora que -se apresuró a añadir-, tampoco ha habido comunicación por parte de ella. -Sacó una carpeta y la dejó en el escritorio-. La abogacía es un negocio costoso, señorita Leigh. Nosotros no enviamos cartas por amor al arte.

Roz arqueó una ceja:

– ¿Quién paga, pues? Tenía entendido que era el abogado de oficio.

El abogado se ajustó el sombrero amarillo que llevaba puesto.

– Pagó su padre, aunque, francamente, no sé bien cómo están actualmente las cosas. No sé si sabe que el hombre murió.

– No lo sabía.

– De un ataque al corazón, hace un año. Tardaron tres días en encontrarle. Un asunto muy; confuso. Aún estamos intentando aclarar la cuestión del patrimonio.

Encendió un cigarrillo y seguidamente lo abandonó en un extremo de un cenicero repleto de colillas.

Roz garabateó algo en su bloc de notas.

– ¿Tiene noticia, Olive, de que su padre ha muerto?

El otro se sorprendió:

– Por supuesto que lo sabe.

– ¿Quién se lo dijo? Queda claro que su despacho no se lo comunicó.

El abogado la miró con el aire de alerta súbita que adoptaría un paseante despistado al tropezar con una serpiente entre la hierba.

– Llamé a la cárcel y hablé con la directora. Me pareció que no sería tan traumático para Olive si le daban la noticia personalmente. -De pronto se sobresaltó-. No me diga que no la han informado.

– No. Lo que me extraña es que, si su padre dejaba dinero, no haya habido correspondencia con Olive. ¿Quién es el beneficiario?

El señor Crew movió la cabeza.

– No puedo revelárselo. Evidentemente no es Olive.

– ¿Por qué evidentemente?

El otro replicó con enfado:

– ¿A usted que le parece, señorita? Mató a su esposa y a su hija menor y condenó al pobre hombre a vivir los últimos años de su vida en la casa de autos. No había forma de venderla. ¿Se imagina cuan trágica resultó su vida? Se recluyó allí, nunca salía, jamás le visitó nadie. Se dieron cuenta de que había sucedido algo al acumularse las botellas de leche en la puerta. Tal como le he dicho, llevaba tres días muerto. Claro que no tenía intención de dejar dinero a Olive.

Roz encogió los hombros.

– Entonces ¿por qué pagó su minuta? ¿Usted cree que es lógico?

El abogado pasó por alto la pregunta.

– En cualquier caso, habría habido problemas. No se habría permitido que Olive se beneficiara económicamente del asesinato de su madre y hermana.

Roz admitió el argumento.

– ¿Dejó mucho?

– Es sorprendente, pero sí. Consiguió grandes sumas en la bolsa. -Sus ojos traducían un melancólico pesar mientras se rascaba enérgicamente por debajo del tupé-. Ya sea por un golpe de suerte o por su buen juicio, lo vendió todo justo antes del Lunes Negro. Actualmente el patrimonio está valorado en medio millón de libras.

– ¡Dios mío! -Roz permaneció un momento en silencio-. ¿Lo sabe Olive?

– Tiene que saberlo, si lee los periódicos. Es una cifra que se ha hecho pública y, a causa de los asesinatos, ha sido pasto de la prensa sensacionalista.

– ¿Ya ha pasado a la persona beneficiaria?

Peter Crew frunció con tanta intensidad el ceño que sus cejas sobresalieron.

– Lo siento, pero no estoy autorizado para entrar en el tema. Las disposiciones del testamento lo impiden.

Roz hizo un gesto de indiferencia y tamborileó con el lápiz sobre sus dientes.

– El Lunes Negro fue en octubre del ochenta y siete. Los asesinatos se produjeron el nueve de septiembre del ochenta y siete. ¿No le parece raro?

– ¿A qué se refiere?

– Parece que tenía que haber estado tan afectado que lo último que debía preocuparle debían de ser las acciones.

– Al contrario -precisó el señor Crew, apelando a la razón-, precisamente esta circunstancia le exigió que encontrara algo en qué ocupar su cabeza. Tras los asesinatos, se medio jubiló. Quizás el único interés que le quedó fueran las páginas de Economía del periódico. -Miró el reloj-. El tiempo apremia. ¿Algo más?

Roz tenía en la punta de la lengua la pregunta referente a si Robert Martin había liquidado las acciones, por qué había decidido pasar el resto de su vida en una casa invendible. Evidentemente, un hombre que dispone de medio millón de libras podía permitirse el cambio de domicilio, independientemente de lo que valía su casa. ¿Qué era lo que había en aquella casa que obligó a Martin a sacrificarse por ello?, pensaba Roz. Pero notó la hostilidad de Crew respecto a ella y decidió que la discreción era lo que tenía más valor. Aquel hombre constituía una de las pocas fuentes de información probada que tenía a mano y le necesitaría de nuevo, a pesar de que le había dejado claro que sentía más simpatía por el padre que por la hija.

– Tan sólo un par de preguntas más esta mañana. -Le sonrió con amabilidad, una utilización del encanto muy estudiada, tan poco sincera como la de él-. Todavía ando a tientas en el caso, señor Crew. A decir verdad, ni siquiera estoy convencida de que dé para un libro.

Aquello sí que era un eufemismo. Roz no estaba dispuesta a escribir nada. ¿O tal vez sí?

El abogado levantó los dedos y los hizo chasquear en un gesto de impaciencia.

– No sé si recuerda, señorita Leigh, que justamente en mi carta le precisé este punto en concreto.

Roz movió la cabeza juiciosamente, complaciendo el ego de él:

– Y yo, tal como le dije, no pretendo escribir la historia de Olive por el mero hecho de llenar páginas y páginas con los espeluznantes detalles de su acción. Ahora bien, una parte de su carta implicaba un matiz que valdría la pena que precisáramos. Usted le aconsejaba que se declarara inocente alegando disminución de responsabilidad. Si hubiera sido así, sugería usted, la habrían declarado culpable de homicidio involuntario y, con toda probabilidad, se habría dictado una sentencia de prisión indefinida. Creo que usted siguió con la estimación de entre diez y quince años en un centro de seguridad, caso de que le hubieran concedido tratamiento psiquiátrico y ella hubiera respondido positivamente a él.

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